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Eso no estaba en mi libro de Historia del Imperio español
© Pedro Fernández Barbadillo 2020
© Editorial Almuzara, s.l., 2020
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COLECCIÓN HISTORIA
EDITORIAL ALMUZARA
Director editorial: Antonio Cuesta
Edición de Rosa García Perea
Conversión a epub de Rosa García Perea
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ISBN: 978-84-18205-78-1
Para Blanca,
estos relatos verdaderos de hombres y mujeres forjados en hierro.
Mientras duró, los españoles, tanto los reyes como los campesinos, no hablaban de Imperio español, sino de «los reinos de Indias.» Solo hubo un emperador y fue al principio, Carlos V, el único hombre que ha sido emperador en Europa y América. Pero recibió su título, no por ser rey de España, ni por haber reunido los poderes del Gran Inca y del Huey Tlatoani, ni por la extensión de sus dominios, ni por una autoproclamación estilo bonapartista, sino por la reliquia medieval del Sacro Imperio Romano Germánico. Aunque la palabra no se pronunciara ni esculpiera, para enemigos y envidiosos, España era la cabeza de un Imperio que la elevaba a la condición de mayor potencia europea y que, a pesar de todos los ataques y de los errores de gobierno —reales unos, inventados otros—, expandió y mantuvo durante casi tres siglos. Un fenómeno de longevidad extraordinaria. La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, animada por una ideología con creyentes fanáticos en todo el mundo, con la promesa de encarnar el futuro, con una tecnología que le permitía enviar hombres al espacio, con el mayor ejército del mundo y una policía que reprimía a los disidentes, solo duró setenta años. La vida del Imperio rojo fue tan corta que algunos de los que contemplaron el primer izado de la bandera roja en el Kremlin pudieron asistir también a su último arriado. Otros setenta años, entre 1876 y 1947, duró el título de emperador de la India en la Corona británica.
El historiador Stanley G. Payne recuerda que España fue el único país sometido, islamizado y arabizado por los invasores musulmanes que luego los descendientes religiosos y culturales de los anteriores habitantes reconquistaron por completo. «Aunque los españoles no hubiesen logrado nada más, solo por esta razón la historia de España habría sido totalmente singular»1. Pero es que los españoles lograron mucho más, justo en el mismo año en que la Reconquista concluía.
Los españoles fueron los primeros en cruzar el Atlántico; los primeros en descubrir América; los primeros en hallar la ruta para navegar de Asia a América a través de un Pacífico que abarca un tercio de la superficie del planeta; los primeros en circunnavegar el globo; los primeros en crear una moneda aceptada en los cinco continentes; los primeros en organizar una campaña de vacunación de ámbito mundial; los primeros en levantar Catedrales y Universidades en el nuevo mundo; los primeros en excluir de la esclavitud a poblaciones conquistadas… Proezas que han colocado a España entre la media docena de naciones imprescindibles para la historia de la humanidad.
Dos elementos distinguen al Imperio español de otros. Uno, el espacial. «En sentido estricto, el gran imperio terrestre y marítimo mundial español no tuvo paralelo ni precedente. Los otros imperios europeos de la época eran marítimos, concentrados en asuntos navales, mientras que los de los asiáticos (…) fueron imperios con base en tierra firme con poca o ninguna dimensión marítima. El imperio de los españoles cubrió ambos tipos de entorno: travesías por los anchos océanos y administración de enormes extensiones de territorio»2. Por ello, escribía orgulloso Baltasar Gracián que «la corona del rey de España es la órbita del Sol.» Y Samuel Johnson se lamentaba de la omnipresencia española que constreñía las navegaciones británicas: «¿No habrá dejado el cielo, compadecido de los pobres, algún desierto sin senda, alguna playa desconocida, alguna isla secreta en el ilimitado océano, algún desierto tranquilo, que no haya sido reclamado por España?.»
Sin embargo, España no se limitaba a ocupar nuevos territorios. La segunda diferencia reside en la organización. Al igual que Roma, se replicaba a sí misma donde se establecía. España constituyó un Imperio «generador», lo opuesto al Imperio «depredador» de los británicos y los neerlandeses, dos conceptos de Imperio enunciados por el filósofo Gustavo Bueno para entender las diferencias entre unos y otros.
Recojo las interpelaciones de Claudio Sánchez Albornoz para explicar la magnitud espiritual de la obra de España: «¿En qué viejos países de Asia y África han hecho nada parecido los otros pueblos colonizadores europeos? ¿Dónde se han mezclado ingleses y franceses, por ejemplo, con los moradores por ellos sometidos, como los españoles se cruzaron con los indígenas de América? ¿Dónde se ha intentado siquiera convertirles a su fe e igualarles a ellos?».
Gracias a ese carácter «generador», la lengua española es la segunda con más hablantes y ha sido hecha propia por más de veinte naciones. El francés y el inglés, aunque son oficiales en más Estados, solo unos pocos de estos los han asumido como un elemento consustancial a su identidad; para los demás es solo un medio para sacar dinero a su metrópoli.
En las páginas siguientes presento, no una historia total con pretensiones de sistematicidad, sobre el Imperio español, sino una selección de acontecimientos, personajes y curiosidades a través de los cuales el lector pueda comprender la inmensidad y fortaleza de ese Imperio cuya bandera, la Cruz de Borgoña, ondeó en barcos, ciudades y castillos situados en todos los rumbos de la rosa de los vientos. Creo que mi trabajo está más ajustado a la realidad del Imperio que quienes atribuyen su surgimiento y su conservación a una «increíble serie de golpes de fortuna que habían favorecido a España en aquellos siglos»3.
Por último, mi deseo es que al lector este ramillete de historias, que seguramente no aparecían en su libro de historia del Imperio español, le convenzan de que esos antepasados suyos, cuyos nombres y estatuas se ven en muchas ciudades españoles —no todas, por razón del bullente masoquismo patrio—, no fueron tan malos ni tan brutos, ni tan tontos como se le dice desde hace años.
1 PAYNE, Stanley G.: España. Una historia única, Temas de Hoy, Madrid, 2008, p. 118.
2 RESTALL, Matthew y FERNÁNDEZ-ARMESTO, Felipe: Los conquistadores: una breve introducción, Alianza, Madrid, 2013, p. 111.
3 CIPOLLA, Carlo Maria: La odisea de la plata española. Conquistadores, piratas y mercaderes, Crítica, Barcelona, 1999, p. 23.
1. ¿ERA COLÓN EL ÚNICO QUE CREÍA QUE LA TIERRA ERA REDONDA?
El Hijo de Dios nació en un establo y el Imperio español tuvo su origen en un error matemático. Muchos de los grandes acontecimientos de la Historia o pasan desapercibidos cuando se producen, como la colocación por un monje llamado Lutero de sus tesis teológicas en la puerta de una iglesia, o son generados por fallos humanos, como la orden dada por Luis XVI a sus leales guardias suizos para que entregaran sus armas a los milicianos revolucionarios.
Una serie de paradojas, casualidades y sorpresas jalonan el origen del Imperio español. Este nació gracias a que Cristóbal Colón calculó la circunferencia de la Tierra en mucha menor extensión de la realidad y así comenzó su viaje, en el que se topó con un continente desconocido. Otra paradoja es que una de las razones de la aprobación del viaje de Colón y su financiación por los Reyes Católicos fue la búsqueda de las especias, que han pasado de ser objetos de lujo a estar en todas las casas. Y, por último, que las dos principales navegaciones de la historia de la humanidad las encabezan dos hombres audaces que se ofrecieron primero a los reyes de Portugal, pero que, rechazados por estos, marcharon luego a España. El destino puso a los pies de los portugueses el descubrimiento de América y la circunnavegación de la Tierra, y los portugueses respondieron que estaban ocupados, que costaban mucho dinero y que tenían otras cosas que hacer. Las oportunidades pasaron a los españoles.
DE CRISTIANOS PERDIDOS
Hoy es difícil explicar la importancia que tuvieron las especias para nuestros antepasados tanto como la afirmación del economista británico Thorold Rogers de que «se ha vertido más sangre por el clavo y el azafrán que por las luchas dinásticas.» Hasta las islas donde se cultivaba la nuez moscada, el clavo y la pimienta, las Molucas, son casi desconocidas, cuando en el Renacimiento los monarcas y los navegantes soñaban con llegar a ellas.
La «Ruta de la Seda» nacía en China y se extendía hasta el Mediterráneo. A través de ella, llegaban a Roma sedas y especias. La invasión musulmana cortó el tráfico mercantil y aislaron la mutilada cristiandad del resto del mundo, de África, de Persia, de India y de China. De Europa desaparecieron el oro, la plata, el papiro, el aceite y, claro está, la seda y las especias. En Europa faltaba forraje, por lo que los europeos tenían que sacrificar grandes cantidades de ganado, y para conservar la carne y comerla en los inviernos necesitaban las especias, la pimienta, la canela, el clavo, la nuez moscada, que, por tanto, se usaban en mayores cantidades que en la cocina actual. En la Edad Media, la República de Venecia consiguió que los árabes y los turcos le vendieran las especias que ellos traían de la India, sobre todo por el mar Rojo, a los puertos del Levante, como Alejandría, Trípoli, Tiro y Constantinopla. El monopolio de los venecianos y los impuestos y las tasas que cobraban los sultanes y comerciantes por donde pasaban las caravanas encarecieron de tal manera las especias que los adelantos marinos, como la brújula, el astrolabio, el timón de charnelas de hierro y la vela latina, y la construcción de naves mayores, como la carraca y la carabela, incitaron a los europeos a tratar de hallar otra ruta, esta vez por mar4.
Las expediciones zarparon de Génova, Mallorca, Castilla y Portugal, pero este último reino era el territorio mejor situado. Después de acabar su reconquista en 1249, al tomar la ciudad de Faro, y reafirmar su independencia frente a León y Castilla, Portugal se volcó en el Atlántico. El infante Enrique de Avis (1394-1460) fomentó la navegación al sur, hacia las costas africanas, con el dinero de la Orden de Cristo, cuyo gran maestrazgo desempeñaba. Los mapas de la época mostraban Europa, África y Asia rodeadas de un mar ignoto y separadas por el Mediterráneo. Las únicas costas y distancias reflejadas con cierta exactitud eran las correspondientes a Europa, hasta Escandinavia, y las mediterráneas. Los mejores mapas y portulanos cristianos eran los venecianos, que los consideraban secretos para que ningún intruso irrumpiese en su negocio. Aunque se sabía que la Tierra era redonda desde que Eratóstenes lo demostrase en el siglo III a. C., se ignoraban la terminación de África al sur y la distancia hasta la riquísima China. Los conocimientos que tenían los cristianos europeos de Oriente ya estaban muy distantes de la realidad. La mayor fuente de información era el libro del mercader veneciano Marco Polo (1254-1324), que permaneció diecisiete años al servicio del Gran Kan de China. Colón poseía un ejemplar del libro de Polo, con numerosas anotaciones, que sin duda alimentó sus sueños.
A lo largo del siglo XV, los portugueses realizaron diversas singladuras hacia el oeste, donde descubrieron los archipiélagos de Madeira (1417) y Azores (1427), y al sur. Para disponer de un puerto en África, conquistaron Ceuta (1415). Las Canarias, descubiertas en esos años, empezaron a ser colonizadas por el bretón Jean de Bethencourt, con una dura resistencia de los indígenas. Pronto los navegantes lusos establecieron relaciones comerciales con los pueblos de Senegal y Guinea. Las flotas regresaban con esclavos, marfil y oro, riquezas que impulsaban nuevas expediciones más lejanas.
Para asegurarse la exclusiva de sus descubrimientos y factorías, la dinastía Avis consiguió del papa Martín V la bula Romanus Pontifex (1455), que se considera la carta de nacimiento del Imperio portugués: ante la Cristiandad, Roma otorgaba a Portugal la propiedad exclusiva de las tierras y las islas al sur del cabo Bojador, el derecho a continuar sus conquistas y el monopolio del comercio. Al año siguiente, Calixto III dictó otra bula, Inter Caetera, que concedió la Orden de Cristo a la jurisdicción eclesiástica en esos territorios, así como la responsabilidad de evangelizar a sus habitantes; también amplió el privilegio portugués hasta la India. En Enrique de Avis, como prácticamente en todo hombre, se mezclaban la religión, la fortuna, la política, la curiosidad y la ambición.
Después de la muerte del infante, las expediciones lusas penetraron en el golfo de Guinea. A fin de organizar el tráfico y cobrar impuestos, la Corona portuguesa estableció la Casa da Guinea y luego Casa da Mina, que sirvieron de modelo a la Casa de Contratación de Sevilla, fundada en 1503.
A partir de mediados del siglo XV se acumularon las circunstancias que azuzaron todavía más la navegación hacia Oriente. En 1453, los turcos conquistaron Constantinopla, una de las últimas etapas de la «Ruta de la Seda»; la orden franciscana renovó el espíritu de cruzada (su fundador, San Francisco de Asís, participó en la quinta de ellas) y liberación de los Santos Lugares; y las riquezas desembarcadas en Lisboa atrajeron a navegantes ajenos a Portugal a las regiones asignadas por las bulas pontificias, de los que el grupo principal lo formaban andaluces de la vecina Castilla. Stanley G. Payne explica que la corte portuguesa de Manuel I (1495-1521):
«…vivió en medio de una especie de fervor apocalíptico, de manera que el envío de la famosa expedición de Vasco de Gama no solo representaba una oportunidad de penetrar en el tráfico de especias del sur de Asia, también era una iniciativa estratégica destinada a flanquear el mundo islámico, crear nuevas condiciones geoestratégicas, recuperar Jerusalén y acelerar el Segundo Advenimiento. Exactamente las mismas motivaciones que la empresa de Colón»5.
En este ambiente, se aceptaba como cierta la existencia en el Atlántico de la isla de las Siete Ciudades, donde se habían refugiado otros tantos obispos que habían huido de España a causa de la invasión musulmana, y habían establecido una sociedad de bondad y beatitud en un archipiélago con siete islas o bien un único reino en una única gran isla llamada Antillia. Los descubrimientos de las Madeira, las Azores, las Canarias, las Salvajes y las Cabo Verde mantenían viva la creencia.
La guerra entre Castilla y Portugal (1475-1479) concluyó por el tratado de Alcaçovas, entre cuyas cláusulas estaba el reconocimiento de la soberanía castellana sobre las Canarias por parte de Portugal y de la portuguesa sobre las factorías y conquistas en el continente africano por parte de Castilla. Además, los súbditos de la Reina Isabel tendrían que pedir las licencias para navegar por las aguas asignadas a Portugal al rey Alfonso V. Pero en este tratado se dio el primer paso para la construcción del Imperio español, pues las Canarias y sus vientos alisios abrieron a los barcos castellanos las derrotas hacia Poniente.
LA TIERRA ES REDONDA Y PEQUEÑA
El americanista Francisco Morales Padrón sostiene que en la década de los setenta del siglo XV se extendió la convicción de que se podía llegar a la India por mar. La corte portuguesa pidió opinión al cosmógrafo y matemático italiano Toscanelli, uno de esos sabios de gabinete que apenas habían navegado y se limitaban a copiar observaciones ajenas. Toscanelli envió en 1474 una carta y un mapa en el que aseguraba que era posible alcanzar el Oriente navegando el oeste por el Atlántico. Según él, entre las Canarias y Cipango (Japón) había solo tres mil millas náuticas. Colón, que no solo leyó la carta, sino que la copió, y rebajó esa cifra a dos mil seiscientas millas. Lo cierto es que la distancia es de diez mil seiscientas millas náuticas, con América entre medias6.
Colón se hallaba en Portugal desde 1476. Quizás antes hubiera sido pirata o mercader, o ambas cosas. En Lisboa ejercía como agente de una casa comercial de su patria, la República de Génova, y también se unía a expediciones por el Atlántico. Durante esos años, acumuló conocimientos, documentos y rumores, se empapó de misticismo, leyó la Biblia y meditó su proyecto del Gran Viaje. Este periplo consistía en dirigirse al oeste para llegar a China y Japón, porque estaban más cerca de lo que pensaba la mayoría de los cosmógrafos y marineros. Para Colón, las dimensiones de la Tierra eran un 20% menores de las aceptadas. El viaje, además, lo facilitarían las islas que iban encontrar, como Antillia. Entre 1484 y 1485 se lo presentó a Juan II y lo defendió, sin éxito.
Las causas del fracaso fueron varias. Colón guardaba los datos fundamentales de su plan, como el paralelo por el que viajaría la flota, en secreto. Una junta de geógrafos nombrada por el monarca consideraba absurdos los cálculos de Colón sobre el tamaño del planeta y por tanto del océano. El navegante exigía unas recompensas desmesuradas, las mismas que luego plantearía a los Reyes Católicos: nombramientos de almirante, virrey y gobernador para él y sus descendientes y unos porcentajes muy altos sobre los beneficios. La Corona creía tener ya la India al alcance de la mano, de manera que no iba a distraer recursos en viajes más o menos fantasiosos. Y los aristócratas y comerciantes se conformaban con las mercancías que obtenían de África, sin querer más aventuras que les estropeasen los negocios.
En un ejemplo de que los grandes acontecimientos a veces dependen de la voluntad de un solo hombre, la arribada de los portugueses a la India se produjo por la determinación de su monarquía. En 1495, los aristócratas y los burgueses le pidieron a Manuel I, en las mismas Cortes que le proclamaron rey, que detuviese la expedición preparada por su primo Juan II para alcanzar la India; pero el nuevo monarca no les hizo caso y nombró para mandarla a Vasco de Gama, que en 1498 desembarcó en Calcuta, la «Ciudad de las Especias.»
Entonces Cristóbal Colón marchó a Castilla. En 1486, Isabel y Fernando le recibieron en Alcalá de Henares y aceptaron estudiar su proyecto. Y se repitió la desagradable situación vivida en Portugal. Una junta de sabios nombrada por los reyes dictaminó que los cálculos colombinos eran erróneos. Los tripulantes de esa expedición se perderían en el Atlántico y morirían de hambre y sed antes de llegar a Asia. Encima, el genovés reclamaba unos premios impropios de quien pedía los barcos, los marineros y el dinero que no tenía: virrey y almirante, títulos vinculados a la realeza y la aristocracia. Colón, como dice Felipe Fernández-Armesto, «iba ser un príncipe al otro lado del mundo.» Y, para enredar más las cosas, los Reyes Católicos no querían enemistarse con Portugal en unos momentos en que libraban la guerra de Granada y discutían con Francia sobre los estados italianos de la Casa de Aragón. La promesa del acceso a las especias, el contacto con cristianos desaparecidos y la alianza con enemigos del islam, ¿valían otra guerra con los portugueses o, al menos, el cierre de la navegación en el Atlántico?
A punto de abandonar España para buscar otro patrocinador, Colón se retiró al monasterio de La Rábida, donde había dejado a su hijo y donde ejercía su ministerio fray Juan Pérez, confesor de la Reina. A él sí le convenció y el fraile hizo de abogado suyo ante doña Isabel, que le pidió que volviera a la corte y hasta le dio 20 000 maravedíes para que comprara ropas de cortesano. El Rey Fernando seguía sin confiar en semejante aventurero, pero, por fin, un ángel movió las alas y las capitulaciones se firmaron, aunque los títulos, honores e ingresos de Colón quedaban supeditados a los descubrimientos. La expedición se organizó con todo detalle, dado el apoyo de la Corona, que aportó 1 200 000 maravedíes de los dos millones presupuestados. Los salarios de los tripulantes oscilaban entre los seiscientos sesenta y seis maravedíes al mes del grumete y los cuatro mil de Martín Alonso Pinzón, también financiador de la empresa. La escuadra formada por la Pinta, la Niña y la Santa María zarpó del puerto de Palos el 3 de agosto de 1492.
Que Colón no era un visionario se comprueba con la derrota de su viaje. Se dirigió a Canarias para aprovechar los alisios y aproar a poniente. Al poco de abandonar la Gomera, empezó a falsear la distancia recorrida en cada singladura, para que la tripulación no se asustara. A medida que transcurrían los días, aumentaba la preocupación, debido a que no se hallaban nuevas islas ni aparecían vientos propicios para el tornaviaje. El miedo era morir de hambre o de sed, no caer por el borde de la Tierra. A punto de tener que dar la vuelta antes de quedarse sin provisiones, la expedición avistó el archipiélago de las Bahamas. En su equipaje, el almirante guardaba una carta de los Reyes Católicos para el Gran Kan. En la relación de su primer viaje, Colón alabó a los monarcas españoles por su celo misionero y por confiar en él:
«Vuestras Altezas, como católicos cristianos y Príncipes amadores de la santa fe cristiana y acrecentadores della, y enemigos de la secta de Mahoma y de todas idolatrías y herejías, pensaron de enviarme á mí, Cristóbal Colón, á las dichas partidas de India para ver los dichos príncipes, y los pueblos y tierras, y la disposición dellas y de todo, y la manera que se pudiera tener para la conversión dellas á nuestra santa fe.»
En una carta a los Reyes con motivo de su tercer viaje, Colón expuso sus conocimientos sobre la redondez de la Tierra y sus nuevas intuiciones: el mundo no era una pelota perfecta:
«Yo siempre creí que la Tierra era esférica; las autoridades y las experiencias de Ptolomeo y todos los demás que han escrito sobre este tema daban y mostraban como ejemplo de ello los eclipses de luna y otras demostraciones que hacen de Oriente a Occidente, como el hecho de la elevación del Polo de Septentrión en Austro. Mas ahora he visto tanta deformidad que, puesto a pensar en ello, hallo que el mundo no es redondo en la forma que han descrito, sino que tiene forma de una pera que fuese muy redonda, salvo allí donde tiene el pezón o punto más alto; o como una pelota redonda que tuviere puesta en ella como una teta de mujer, en cuya parte es más alta la tierra y más próxima al cielo. Es en esta región, debajo de la línea equinoccial, en el Mar Océano, el fin del Oriente, donde acaban todas las tierras e islas.»
La geografía heredada de la Antigüedad y aceptada por la cristiandad casi a ojos cerrados por la autoridad de Aristóteles y los pensadores griegos se agrietaba debido a las nuevas investigaciones científicas. En el siglo XVI, los astrónomos destronarían a la Tierra como centro del sistema solar.
Cristóbal Colón fue el primero en negar el descubrimiento de un mundo hasta entonces al margen de la historia. Hasta su muerte en 1506, se empeñó en que había encontrado una ruta marítima para viajar de España a la India, Catay y Cipango. «Y ahí está su gran pecado: el minimizar la grandeza de su hecho», el cubrir un nuevo continente con la sombra de Asia7. Sin duda, la testarudez de Colón influyó en que el nuevo continente se llamase América, en vez de Colombia.
CONMOCIÓN EN EUROPA. NUEVAS EXPEDICIONES
La noticia de la conclusión afortunada del viaje se difundió en seguida por la cristiandad. El primero en darla a conocer fue Martín Alonso Pinzón, cuya carabela, la Pinta, llegó a la Península Ibérica antes que la Niña mandada por Colón. En Bayona, a finales de febrero de 1493, Pinzón escribió varias cartas y envió una de ellas a los Reyes Católicos, que estaban en Barcelona. Mientras tanto, Colón, desviado por una tormenta, llegó a principios de marzo a Lisboa y relató a Juan II su travesía. ¿Fue casualidad o el virrey (ya lo era, según las capitulaciones), tenía ganas restregar su éxito a quien rechazó su proyecto? Los monarcas españoles reclamaron a los dos capitanes, pero Pinzón falleció en Palos en marzo, por lo que solo quedó Colón. El Almirante fue recibido en la corte en abril. Los Reyes le hicieron la merced de permitirle sentarse delante de ellos. Con seis de los diez nativos que había traído como prueba, narró su viaje y sus descubrimientos. Inmediatamente, los embajadores y mercaderes extranjeros mandaron cartas en las que contaban la crónica colombina: se había llegado a Asia por el Atlántico y era factible retornar. No, aún no había especias, pero sí algo de oro, unos seres humanos y unos animales nunca vistos antes y exorbitantes presagios.
Los Reyes Católicos ordenaron la preparación de una segunda expedición, mucho más numerosa, que zarparía en septiembre siguiente. Entonces, el embajador portugués, Rui de Sande, presentó una demanda en nombre de su señor en la que planteaba que a los viajes colombinos se aplicase el tratado de Alcaçovas, de modo que los Reyes Católicos solo puediran reivindicar las tierras descubiertas en la latitud de las Canarias o más al norte. La Corona castellana respondió que lo asignado a Portugal se limitaba a la costa africana al sur de Canarias. Isabel y Fernando acudieron a Roma para obtener una bula que legitimase los descubrimientos y conquistas de sus súbditos. La polémica se zanjó (o eso pareció) en junio de 1494, con la firma del tratado de Tordesillas. La línea de división del mundo entre Castilla y Portugal dejaba de ser un paralelo y pasaba a ser un meridiano, el situado a trescientas setenta millas al oeste de Cabo Verde. Así, Portugal obtenía la ruta a la India por la costa de África y parte de Brasil, mientras que Castilla recibía el territorio situado a poniente.
Animados por la nueva, otros navegantes pidieron buques para recorrer el ya no tan tenebroso Atlántico. Entre 1492 y 1504, año del regreso definitivo de Colón a España, el historiador Henry Harrise contó ochenta y cinco viajes. El veneciano Juan Caboto navegó para el rey inglés Enrique VII, aliado de los Reyes Católicos desde que en 1489 aceptara casar a su heredero con la infanta Catalina. Caboto zarpó de Bristol en mayo de 1497 y regresó en agosto, después de haber explorado Terranova. Engatusó al monarca Tudor y le hizo creer que había llegado a China. El fracaso de la segunda expedición, en 1498, detuvo las exploraciones inglesas.
Manuel I de Portugal no solo mantuvo los viajes a la India de su padre, sino que también fomentó navegaciones al oeste del Atlántico. En una de ellas, Gaspar Corté Real, natural de las Azores, sentenció que las tierras desveladas por Colón formaban un nuevo continente. La misma opinión tenía otro navegante, Duarte Pacheco Pereira. Pedro Álvares Cabral singló por esas rutas y descubrió Brasil en 1500. En este mismo año, Gaspar Corté y su hermano Miguel recorrieron la isla de Terranova y en 1501 marcharon a Groenlandia, que no alcanzaron debido a los icebergs. Ambos desaparecieron en la mar poco después.
Con licencia real, varias expediciones partieron de Huelva y Cádiz. La de Alonso de Ojeda, Américo Vespucio y Juan de la Cosa, capitán de la nao Santa María (1499-1500), la de Pero Alonso Niño y Cristóbal Guerra (1499-1500), la de Vicente Yáñez Pinzón, otro veterano del primer viaje colombino y hermano de Martín Alonso (1499), la de Diego de Lepe (1499-1500), la de Alonso Vélez de Mendoza (1500-1501) y la de Rodrigo de Bastidas (1501-1502). Todas navegan por el Caribe, siguiendo la ruta del tercer viaje de Colón (1498-1500), salvo la de Lepe, que se extendió al sur, por las costas brasileñas.
El florentino Américo Vespucio navegó en buques castellanos y portugueses. En 1501, se enroló en una expedición portuguesa que cruzó el ecuador y recorrió el litoral de río Grande do Sul, en Brasil. En su crónica del viaje afirma que «aquella tierra no era isla, sino continente, porque se extiende en larguísimas playas que no la circundan y está llena de innumerables habitantes.»
La importancia y el tamaño de los asuntos del nuevo mundo, que los Reyes habían confiado a Juan Rodríguez de Fonseca, obispo de Badajoz, en 1493, crecieron de tal modo que en 1503 se fundó la Casa de Contratación de Sevilla.
En 1504 murió la Reina Isabel y en su testamento nombró a su marido como gobernador de Castilla. Al año siguiente, Fernando II de Aragón convirtió Toro en la capital del reino por unos meses. Ahí se reunieron las Cortes que juraron recibir como reyes legítimos a Juana I y su marido y también promulgaron el código de leyes conocido con el nombre de la ciudad leonesa. A cencerros tapados, el rey también convocó una junta de navegantes. Asistieron Bartolomé Colón, junto con los dos hijos de su hermano Cristóbal, Diego y Hernando, Vicente Yáñez Pinzón, Alonso de Ojeda y Américo Vespucio. Celebraban sus sesiones en algún convento de Toro, procurando pasar desapercibidos y en ellas, rodeados de trigales y viñedos, hablaban del mar, de la pimienta y de las estrellas. El práctico rey sentía que estaba a punto de enterrar sus manos en cofres rebosantes de especias. El año anterior había escrito al gobernador de La Española, Nicolás de Ovando, que explorase Cuba, porque «se cree es tierra firme y hay en ella cosas de especiería, oro y otras cosas de provecho.» Ahora ordenaba seguir buscando el Moluco, a expensas de la Corona, y para ello se tenía que encontrar un paso. Pero ¿dónde? La junta tenía que debatirlo. Solo el enfermo Cristóbal Colón se obcecaba en que esas tierras eran Asia, cuando hasta su hermano dibujó en un mapa un Mondo Novo. En otras cartas y crónicas aparecen nombres similares: Mundus Novus, Orbe Novo, Nova Terrarum, Novo Orbis… Los planes se aplazaron por el breve reinado de Felipe de Habsburgo y se reanudaron en 1508 con la Junta de Burgos. El rey envió una expedición bajo la dirección de Pinzón y Juan Díaz Solís con la misión de ir:
«…a la parte del Norte, hacia Occidente, con el fin de descubrir aquel canal o mar abierto que principalmente es a buscar e que yo quiero que se busque.»
Resultó un fracaso tal que se juzgó a ambos mandos, porque se dudaba de que hubieran cumplido las capitulaciones. Sin embargo, se les absolvió y a Solís hasta se le indemnizó.
Mientras tanto, continuaron los establecimientos en Puerto Rico, Jamaica, Nuestra Señora de la Antigua de Darién y otros lugares y se descubrió la Florida. Aunque Santo Domingo conservaba la primacía:
«…el único puerto del Caribe que de momento funciona. Es el laboratorio donde España comienza a fabricar la anexión de América»8.
El frágil statu quo entre España y Portugal se rompió cuando Vasco Núñez de Balboa descubrió el Mar del Sur en 1513. La Tierra era redonda, la Tierra era grande, la Tierra tenía un continente y un océano nuevos… y al oeste del Mar del Sur se encontraban Asia y las especias. Se precipitó así una nueva serie de viajes en busca de un paso. Los navegantes que bojearon en el Caribe, Norteamérica y Sudamérica fracasaron todos. El destino más terrible cayó sobre Juan Díaz de Solís. Renunció a su puesto de Piloto Mayor de la Casa de Contratación, para el que le había nombrado el rey Fernando en 1512, a la muerte de Vespucio, y se puso al frente de una expedición secreta. Las tres carabelas zarparon en octubre de 1515 de Sanlúcar. En febrero de 1516, penetraron por un ancho brazo de agua dulce. Solís comprendió que no se trataba del paso buscado y quiso hablar con unos nativos que vio en la ribera. Por desgracia, el contacto con los portugueses les había convertido en enemigos de los forasteros. Los indígenas mataron a Solís y sus marineros, y luego los devoraron. Los supervivientes huyeron a España. El brazo de agua recibió los nombres de mar Dulce y Río de Solís hasta que en 1536 apareció en el mapa de Agnese con el de Río de La Plata.
La tierra parecía abierta a los caminantes y cerrada a los marinos. Hasta que apareció en España el portugués Hernando de Magallanes, con otro plan fabuloso para alcanzar las islas de la especiería. Juan II de Portugal había rechazado a Colón y su hijo Manuel I expulsaba a Magallanes.
En la breve carta que escribió Juan Sebastián Elcano al Emperador Carlos nada más bajar de la Victoria en Sevilla, en septiembre de 1522, explica sucintamente su proeza:
«Mas sabrá su Alta Majestad lo que en más avemos de estimar y temer es que hemos descubierto e redondeado toda la redondeza del mundo, yendo por el occidente e veniendo por el oriente.»
Sin embargo, la expedición de cinco naves mandada por Fernando de Magallanes, que zarpó de Sanlúcar de Barrameda el 20 de septiembre de 1519, no tenía como objetivo demostrar la redondez de la Tierra. No era una expedición científica, de las que la España borbónica del siglo XVIII envió una treintena. Era una expedición mercantil y de asentamiento.
El plan que presentó Fernando de Magallanes a Carlos de Austria consistía en alcanzar el Moluco, como se llamaba entonces a las islas de la especiería, por el Mar del Sur. El portugués aseguraba que encontraría el paso. ¿Habría hablado con Vespucio o con algún miembro de las tripulaciones que en 1502 llegaron hasta un punto desconocido de Sudamérica antes de regresar? De nuevo, el sueño de Colón y Solís: llegar a las especias, a la India y a China navegando al oeste. En las capitulaciones que firmó el rey de España con Magallanes y el cosmógrafo Ruy Falero (que luego no viajó) en Valladolid en marzo de 1518 queda claro que la escuadra iba a navegar por aguas que los españoles consideraban suyas en virtud del Tratado de Tordesillas.
«os obligáis de descubrir en los términos que nos pertenecen y son nuestros en el mar océano, dentro de los límites de nuestra demarcación, islas y tierras firmes, ricas especierías y otras cosas de que seremos muy servidos y estos nuestros Reinos muy aprovechados.»
El retorno se haría por el desconocido Mar del Sur. Las capitulaciones la llaman «la vía del oeste.» La pretensión era repetir el viaje de Colón, solo que, en vez de regresar directamente a Europa, el viaje de retorno se haría desde las Indias a las nuevas tierras descubiertas y de estas a España. A Magallanes, el rey le nombró capitán general de la escuadra y gobernador de las islas que descubriera, pero con la obligación de informar de sus planes a los demás capitanes, orden que no cumplió y deterioró las relaciones entre los expedicionarios.
Sin embargo, nadie se hacía idea de la vastedad del océano Pacífico ni de las dificultades de cruzarlo. Seguramente, Magallanes, igual que Colón, tenía cálculos equivocados sobre el diámetro de la Tierra. En atravesar el estrecho de Todos los Santos, que luego recibió el apellido del portugués, tardaron un mes y además perdieron una nave por deserción. El 28 de noviembre de 1520 la Trinidad, la Concepción y la Victoria penetraron en el océano y no pudieron reabastecerse hasta que el 6 de marzo de 1521 llegaron a la isla de Guam. Más de cien días de soledad y desesperación, en los que apareció el terrible escorbuto. Los tripulantes, contó uno de ellos, Antonio Pigafetta, comieron serrín y ratas, por las que se pagaba medio ducado. En los meses siguientes, trataron con los nativos y siguieron buscando las Molucas. En abril, Magallanes murió en una escaramuza en la isla de Mactán, de las Filipinas, y quemaron la nao Concepción por falta de tripulantes. Por fin, desembarcaron en una de las islas del Moluco, la de Tidore, en noviembre de 1521. Un portugués, Pedro Alonso de Lorosa, les informó de que Manuel I, había enviado una escuadra para capturarlos, porque consideraba que la expedición española se encontraba ilegalmente en la parte del mundo asignada a su reino en Tordesillas.
Los supervivientes tomaron la decisión de dividir la expedición para tratar de asegurar que siquiera una de las dos naos volviese a España con su cargamento de especias, con los descubrimientos de nuevas tierras y los mapas y diarios para argumentar que el Moluco caía en el hemisferio reconocido a España. El 21 de diciembre de 1521, la Victoria, al mando del guipuzcoano Juan Sebastián Elcano, con una tripulación de cuarenta y siete marineros, más trece indios esclavos, tomó la «Ruta portuguesa» desde Timor, lo que sabían que implicaba dar la vuelta al mundo, pero al menos por una región de la que tenían ciertos conocimientos.
El resto de la expedición permaneció en Tidore para reparar la Trinidad, con el burgalés Gonzalo Gómez de Espinosa como capitán. El 6 de abril de 1522, con unos cincuenta marineros, el barco aproó hacia el este, hacia el Darién, del que Gómez de Espinosa creía que les separaban solo mil ochocientas leguas. En la isla quedó un puñado de españoles en una factoría construida apresuradamente. Los vientos y las corrientes desviaron la Trinidad, muy al norte, sin poder girar al este, y tuvo que dar la vuelta. En junio, desesperado, Gómez de Espinosa pidió ayuda a los portugueses. En octubre, el gobernador Antonio de Brito detuvo al capitán y a los diecisiete supervivientes, que pasaron varios años en las mazmorras portuguesas. Solo el jefe castellano y otros cuatro más regresarían a España. La ruta para hacer el tornaviaje de Asia a América únicamente la descubriría en 1565 el navegante y fraile franciscano Andrés de Urdaneta, «una figura primordial en la historia de la humanidad»9.
Elcano y sus camaradas se apartaron de las costas africanas y se alejaron lo más al sur que pudieron para no tropezar con naves portuguesas. Su plan original era navegar sin escalas. En sus singladuras, se toparon con los fuertes y helados vientos que soplan en la dirección de giro de la Tierra en las latitudes de 40º y 50º sur. En el siglo XVII, los usarían los neerlandeses para acortar el viaje a la India y Japón, pero para los españoles fueron una maldición, porque les helaban y frenaban el avance de la Victoria. Una expedición naval española del Imperio no puede regresar a puerto sin descubrir tierra. Y esta no fue una excepción. En marzo de 1522 avistaron una isla en la que no pudieron desembarcar y a la que no pusieron nombre. Los españoles no gastaban nombres en bautizar los lugares que no les interesaban. Un siglo más tarde, en 1633, un capitán holandés le pondría el nombre de Ámsterdam. La Victoria atravesó las aguas más desoladas del globo, tanto que en 1979 en ellas se realizó una detonación nuclear que se atribuyó a la prueba de un arma fabricada por Sudáfrica e Israel. Escribe el historiador José Luis Comellas,
«Magallanes descubrió el Pacífico y sus inmensas dimensiones. Elcano descubrió el Índico y su infinita soledad»
Los navegantes permanecieron nueve semanas a la altura del cabo de Buena Esperanza, «con las velas recogidas, a causa de los vientos del Oeste y del Noroeste», como cuenta Pigafetta. Ante la desesperación de todos por la inmovilidad, el frío y la lluvia, Elcano se aproximó a la peligrosa costa para orientarse con las cartas portuguesas que tenían. A mediados de mayo doblaron el cabo y penetraron en el Atlántico. Cuatro meses después de su salida de Timor. La corriente Benguela les condujo al norte, al ecuador; entonces, tuvieron que sufrir el calor tropical. Cuando se redujeron los alimentos, de nuevo se presentó la muerte por hambre, sed y agotamiento. Las primeras muertes se produjeron en mayo. La cada vez más reducida tripulación tenía que repartir sus menguantes fuerzas entre el manejo del barco y el achique del agua que penetraba en su interior. El arroz que les quedaba no bastaba para mantenerles con vida, aunque casi la mitad de los viajeros ya había fallecido.
El 9 de julio, la Victoria fondeó en la isla Santiago, del archipiélago de Cabo Verde, para comprar alimentos y esclavos que sustituyeran a los derrengados españoles. Allí se sorprendieron cuando conocieron la fecha, pues estaban convencidos de que era 10. Habían perdido un día y celebrado las fiestas religiosas incorrectamente. ¿Es que habían hecho mal las cuentas? Pigafetta lo explica así:
«Después supimos que no existía error en nuestro cálculo, porque navegando siempre hacia el oeste, siguiendo el curso del sol y habiendo regresado al mismo punto, debíamos ganar veinticuatro horas sobre los que permanecían en el mismo sitio; y basta reflexionar para convencerse de ello.»
Los portugueses, que les habían recibido amistosamente, descubrieron de dónde venía la nave y capturaron a trece de los tripulantes. Elcano y los diecisiete que quedaban a bordo largaron trapo y escaparon. La última parte de la odisea abarcó cincuenta y cinco días. No pudieron dirigirse a las Canarias debido a los alisios, que allí soplan en dirección suroeste, por lo que tuvieron que remontar hacia las Azores. En agosto, desaparecieron los vientos debido al anticiclón situado sobre esas islas y durante una semana apenas avanzaron. Cuando el viento se levantó, tardaron otros catorce días en vislumbrar el cabo San Vicente; y dos días después, el 6 de septiembre, entraron en Sanlúcar. Allí causaron asombro al identificarse y, por primera vez en más de medio año, comieron alimentos frescos, que pagó la Casa de Contratación. Se empeñaron en remontar el Guadalquivir hasta Sevilla, para acabar el viaje donde lo iniciaron, y el 8 de septiembre pisaron el mismo muelle del que habían zarpado casi tres años antes. Nada más bajar del barco, peregrinaron a la iglesia de Nuestra Señora de la Victoria para cumplir un voto por haberse salvado durante una tormenta. Entre los méritos de la Victoria destaca —amén también del económico— el de haber sido la primera nave española cargada de especias que vino de las Molucas. Carlos, elegido emperador durante su viaje, le pidió a Elcano que fuera a Valladolid a contarle su odisea.
Por tanto, la primera circunnavegación de la Tierra fue fruto de la necesidad: los españoles huían de los portugueses. Quizás si la Trinidad no hubiera estado tan dañada, Gómez de Espinosa habría seguido la derrota de la nao Victoria después de fracasar en el Pacífico y habría unido su nombre al de Elcano en la gloria. Los marineros, los pilotos y los cartógrafos sabían que la Tierra no era plana, sino una esfera, pero desconocían sus dimensiones. Colón y Elcano se parecían a los caravaneros que penetran en un desierto preguntándose si el agua se les agotará antes de que se acabe la arena. Pero el primero descubrió un mundo nuevo y el segundo demostró que el planeta se podía recorrer por mar. Fueron los dos viajes más importantes de la historia, pues, como unas antorchas en una noche sin luna, iluminaron lo oscuro.
HAY ANTÍPODAS, PERO NO ESCIÁPODOS
La proeza de los tripulantes de la Victoria no consistió únicamente en el valor y la fortaleza para afrontar un viaje en el que solo regresó a España un 15% de los casi doscientos cincuenta hombres que zarparon. Fue también una hazaña científica que borró las fantasías de algunos geógrafos y escritores. El principio de autoridad de los sabios refutado por el empirismo de los valientes.
«A partir de Elcano, la verdad, por el camino de los hechos, se impuso de una vez para siempre. Ya era posible trazar un globo terráqueo, no como Toscanelli, Behaim o Waldseemüller, llenos de errores, capaces de engañar a los más grandes navegantes; sino sensiblemente ajustados a la realidad, lo que ahora entendemos como un mapamundi.10»
La expedición de Magallanes y Elcano demostró que los océanos estaban conectados y que existían los antípodas, cuya realidad negaban muchos intelectuales, incluso en el Renacimiento, pues se preguntaban cómo se sostenían para no caer al vacío. La razón, la gravedad, la revelaría Isaac Newton. Tampoco había hombres fantásticos, imaginados por los griegos y los romanos de la antigüedad, como los cíclopes (hombres de un solo ojo), los esciápodos (hombres con un único y enorme pie) y los blemias (hombres sin cabeza con la cara en el pecho).
Mientras los españoles recorrieron el Pacífico hasta convertirlo en el «Lago Español», otras expediciones buscaron al norte de América el Estrecho de Anián o el Paso del Noroeste. Tenía que haber un paso entre los dos océanos por simetría con el sur… o porque sí. La búsqueda realizada por españoles, franceses y británicos se hizo más ardua debido a los hielos que cubrían las tierras septentrionales. La aplicación del vapor a la navegación restó importancia a esa ruta. Su búsqueda prosiguió por el impulso humano, sobre todo europeo, de ir más allá del horizonte, de descubrir nuevos lugares. El primero que recorrió el paso fue el noruego Roald Amundsen en 1906. La apertura del canal de Panamá en 1914 lo convirtió en irrelevante. En el siglo XX, los hombres alcanzaron los últimos lugares del planeta, los polos y el Himalaya, y cartografiaron el fondo de los océanos. Pero quienes empezaron a dibujar el mapa del globo, no con serpientes o dragones para indicar lo desconocido, sino con tierras y latitudes, fueron los españoles y los portugueses.
Y si una de las causas de estos viajes fueron las especias, de las consecuencias sobresale la inversión de las relaciones de poder y riqueza entre Occidente y Oriente, las civilizaciones rivales en los extremos opuestos de Eurasia, «el mayor problema en la historia de la humanidad.11» Hasta entonces, India y China eran más ricas que las naciones europeas y tan poderosas que no sentían ni la necesidad ni la curiosidad de ponerse en contacto con los lejanos extranjeros. A partir de la irrupción de Portugal en el Índico, comenzó un proceso que condujo a que la India se convirtiera en colonia de una pequeña y húmeda isla europea y China atravesara el «siglo de la humillación.»
Las primeras décadas del siglo XXI están suponiendo que Asia recupere su primacía sobre un Occidente envejecido y caduco. ¿Se va a cerrar un paréntesis y el equilibrio del mundo regresará al vigente antes de la Era de los Descubrimientos, con una Europa empequeñecida en un extremo del mundo?
4 MORALES PADRÓN, Francisco: Historia del descubrimiento y conquista de América, Gredos, Madrid, 1990, p. 35.
5 PAYNE, Stanley G.: España. Una historia única, Temas de Hoy, Madrid, 2008, p. 181.
6 MORALES PADRÓN, Francisco: Op. cit., pp. 71 y ss.
7 MORALES PADRÓN, Francisco: Op. cit., p. 178.
8 MORALES PADRÓN, Francisco: Op. cit., p. 190.
9 FERNÁNDEZ-ARMESTO, Felipe: Los conquistadores del horizonte. Una historia mundial de la exploración, Ediciones Destino, Barcelona, 2006, p. 294.
10 COMELLAS, José Luis: La primera vuelta al mundo, Rialp, Madrid, 2012, p. 195.
11 FERNÁNDEZ-ARMESTO, Felipe: Historia de la comida. Alimentos, cocina y civilización, Tusquets, Barcelona, 2004, p. 234
2. LA MUERTE DE LA REINA LIBERA A LOS JABALÍES
En el capítulo anterior vimos que el descubrimiento de América se produjo debido a un error matemático. En este capítulo explicaremos que el Imperio recién nacido estuvo a punto de morir en el lecho de Isabel la Católica.
Los libros de historia, no solo los dedicados al Imperio, sino también a España, pasan veloces por la crisis de la monarquía de la primera década del siglo XVI, que a punto estuvo de deshacer la obra de los Reyes Católicos. Aunque los Papas, los monarcas europeos y Cristóbal Colón llamasen a Isabel y Fernando «reyes de España» y «reyes de las Españas», entonces la unión entre la corona de Castilla y León, más Canarias, Melilla y las Indias, y la corona de Aragón, más las posesiones italianas, residía en las personas de sus soberanos.
España fue la primera nación moderna12. Como en el resto de Europa, el Estado tardó en formarse, aunque a partir del siglo XVI existieron instituciones comunes, como la Monarquía, la Armada, el Ejército (en el que se agrupaban a todos los naturales de España en los mismos Tercios), ciertos impuestos, leyes y monedas, el tribunal de la Inquisición… Sin embargo, los Reyes Católicos trabajaron por convertir su unión de reinos en un reino unido.
Por medio de la Concordia de Segovia (1475), la Reina Isabel elevó a su marido Fernando a la condición de monarca en Castilla, por lo que éste tiene la doble titulación de Fernando II de Aragón y V de Castilla. Con un par de años de retraso desde su proclamación como rey de Aragón, él firmó en 1481 un documento por el que concedía a su esposa poderes iguales a los suyos. En la Corona de Aragón regía una ley semisálica por la que las mujeres no podían reinar, aunque transmitían sus derechos a los descendientes masculinos.
Mediante una pragmática promulgada en Medina del Campo en 1480, Isabel y Fernando instauraron las libertades de circulación y establecimiento de sus súbditos en ambos reinos, a la vez que expresaban su deseo de alcanzar la unión política.
«Pues por la gracia de Dios los nuestros Reynos de Castilla y de León y de Aragón son unidos, y tenemos esperanza que por su piedad de aqui adelante estarán en unión, y permanecerán en una corona Real: E así es razón que todos los naturales de ellos traten y comuniquen en sus tratos y facimientos.»
También existieron obstáculos a su proyecto. En los años posteriores a la muerte de Isabel la Católica, muchos nobles castellanos prefirieron unos portazgos, un castillo o una aldea más para sus señoríos, antes que el amplio futuro que asomaba en las Indias, el Mediterráneo o Europa. Pero el egoísmo y la cortedad de miras no eran patrimonio solo de los castellanos. En 1483, con la guerra de Granada comenzada, el rey Fernando convocó Cortes para discutir la reconquista del Rosellón y la Cerdaña, tierras al norte de los Pirineos que los franceses habían ocupado y que el rey Carlos VIII se negaba a devolver, pese a la orden de su padre Luis XI en su testamento. Las Cortes se reunirían en Tarazona, simultáneas, pero no mezcladas; cada una sesionaría en edificio separado.
Los Reyes se encontraron con la sorpresa de que los catalanes, que iban a ser los más beneficiados en caso de recuperarse los condados pirenaicos, consideraron contrafuero que las Cortes se convocasen fuera del principado y se negaron a acudir; asimismo, convencieron a los valencianos de que tampoco fueran a Tarazona. Los procuradores aragoneses sí acudieron, pero presentaron una lista de agravios (greuges) para enredarse con el rey en «interminables discusiones» y de esta manera no implicarse.
Luis Suárez Fernández describe la reacción de la Reina:
«Isabel no salía de su asombro: que ella estuviese dispuesta a suspender la guerra de Granada y volcar los recursos de su reino en una empresa privativa de la Corona de Aragón y fuesen catalanes, valencianos y aragoneses quienes se oponían, le resultaba incomprensible e irritante. (…) En consecuencia, que Fernando siguiera, si así lo deseaba, perdiendo el tiempo en Tarazona. Ella tornaba a Andalucía para continuar la guerra»13.
La crisis política, constitucional, se planteó con la muerte en 1497 del príncipe de Asturias, Juan, el enfermizo único hijo varón de los Reyes. Y se agravó a medida que fallecían la infanta Isabel (1498), su hijo Miguel de la Paz (1500), heredero de las coronas de Castilla, Aragón y Portugal, y la propia Reina (1504). ¿Tan importantes eran esas muertes en los reales alcázares? Sí. Como explica Manuel Fernández Álvarez,
«La dinastía es aquí la única institución que va forjando lentamente la unidad nacional. Su consecuencia se puede comprender fácilmente: cualquier problema de sucesión se transforma, al punto, en un problema de unidad nacional»14.
Las Cortes de 1502 y 1503 habían suplicado a la Reina que pusiese en orden la sucesión, pero ella no lo hizo. ¿A qué madre le gusta reconocer que una de sus hijas es una enferma mental? La crisis, añade Fernández Álvarez, «no se cierra hasta veinticinco años después al liquidarse las rebeliones de comuneros y agermanados.»
FLAMENCOS Y CACIQUES CASTELLANOS
En la Europa de finales del siglo XV, la potencia ascendente era la Francia de los Valois y, debido a sus planes expansionistas en sus fronteras, los Reyes Católicos y Maximiliano de Habsburgo, archiduque de Austria y rey de Romanos (heredero del Sacro Imperio), casado con María, duquesa de Borgoña, pactaron dos matrimonios entre sus hijos para forjar una alianza defensiva. Las ceremonias se realizaron en 1497: el archiduque Felipe, duque soberano de Borgoña, y la infanta Juana, y el príncipe Juan, heredero de Castilla, y la archiduquesa Margarita.
Cuando falleció Miguel de la Paz, los Reyes Católicos pidieron a Felipe y Juana que viajaran a Castilla para que esta fuese jurada como heredera del reino. Pero los correos traían malas noticias de Flandes. El embajador de los Reyes Católicos en la corte borgoñona, Gutierre Gómez de Fuensalida, comunicó a sus señores que Felipe se tituló príncipe de Asturias en cuanto supo la muerte del joven Juan. El duque engañaba a su esposa con diversas amantes, con una de las cuales se enzarzó la castellana, y no le permitía participar en el gobierno de Borgoña. Juana mostraba ya síntomas de su enfermedad mental. Y, por último, rompiendo las directrices de sus mayores, Felipe, apodado «el Hermoso», comenzó un acercamiento al monarca francés.
El viaje del matrimonio a España se realizó a través de Francia, dado el tamaño del séquito, de un centenar de carretas. El duque reveló en público su amistad con el rey francés con un acto de vasallaje realizado durante la misa de Navidad de 1501. Ya en España, Isabel y Fernando comprobaron con dolor el enloquecimiento de su hija y la hostilidad de su yerno. Como mal augurio, el matrimonio se alojó en Toledo en el palacio del marqués de Villena, cuyos techos habían ocultado viejas conjuras cuando la Reina era joven.
Tres años más tarde, la soberana expiró en Medina del Campo el 26 de noviembre de 1504 y su muerte, como en los mitos clásicos, fue anuncio de calamidades. En la agonía de Isabel, Pedro Mártir de Anglería definió a los nobles «como jabalíes espumarajeantes, con el deseo y a la expectativa de un profundo cambio.»
Una de las grandes obras de la Monarquía autoritaria de los Reyes Católicos había consistido en quebrantar la soberbia de los linajes castellanos, que habían arrasado el reino de cabo a rabo y saqueado el patrimonio de la corona en los reinados anteriores, sobre todo en el de Enrique IV (1454-1474). Les obligaron a desmochar sus torres, cegar los fosos de sus castillos y dispersar sus mesnadas, así como a devolver muchos de los señoríos y fortalezas de los que se habían apoderado. Solo por esta labor, el reinado de Fernando y de Isabel merece ser llamado progresista.
El mayor conspirador fue Juan Manuel de Villena, señor de Belmonte y embajador de los Reyes Católicos ante los duques de Borgoña. Él formó el «partido flamenco» en Castilla, cuyas principales cabezas fueron el conde Benavente, el duque de Nájera, el duque de Medina Sidonia, el duque de Béjar y el marqués de Villena. La señal para la rebelión fue la protesta del duque de Nájera, Pedro Manrique de Lara, contra las Cortes de Toro (1505), que aceptaron el testamento de la Reina Isabel y, en consecuencia, nombraron a Fernando gobernador del reino. Pronto apareció un embajador de Felipe, el señor de Veyre, con cartas para el alto clero, los grandes y las ciudades. Juan Manuel llegó a escribir al Gran Capitán, virrey de Nápoles.
La nueva corte ¿iba a ordenar la retirada de las guarniciones castellanas en Nápoles? Fernando sabía que Aragón solo no podría resistir el poder de Francia. Por eso, el Rey, cuyos métodos de gobierno alabó Nicolás de Maquiavelo, pactó una alianza con Francia y casó con la jovencita Germana de Foix (1488-1536), sobrina del monarca francés. Luis XII aceptó que Nápoles se incorporara al Casal d’Aragó a cambio de un millón de ducados y del compromiso de que los varones nacidos de ese matrimonio heredasen la Corona. La boda con la francesita de dieciocho años se celebró en Dueñas en octubre de 1505, antes de cumplirse el primer aniversario del fallecimiento de Isabel I y de la llegada de los nuevos reyes. El casamiento irritó muchísimo en Castilla y la consumación en Valladolid aumentó el enfado popular. Según Mártir de Anglería, cuando «el Hermoso» se enteró, se enfureció, porque «le había sido arrebata la alianza con Francia.»
Al preparar el viaje de Flandes a España, Felipe y el «partido flamenco» humillaron a Fernando, haciéndole correr en busca de los nuevos monarcas. Estos, en vez de desembarcar en abril en Laredo, como era lo anunciado, se trasladaron a La Coruña. El duque de Medina Sidonia, otro de los jabalíes, había ofrecido sus puertos en Andalucía, más lejos aún. El marqués de Astorga y el conde de Benavente, cuyas tierras tuvo que atravesar Fernando el Católico, mandaron a sus vasallos que cerrasen las ventanas y las puertas de sus casas al paso del detestado soberano. Mientras tanto, Cristóbal Colón murió en Valladolid en mayo; no pobre, desde luego, pero sí olvidado entre tanta mudanza.
Al final, el Trastámara y el Habsburgo se reunieron en el pueblo de Remesal, cerca de Puebla de Sanabria: el primero con un reducido cortejo y el extranjero rodeado de cientos de soldados alemanes y nobles armados. Fernando tuvo ánimo para burlarse de sus antes callados nobles, porque disimulaban sus armaduras debajo de los vestidos, como el conde de Benavente y su antiguo embajador Garcilaso de la Vega. La Concordia de Villafáfila (junio de 1506) significó la anulación del testamento isabelino. Por ella, se reconocía la incapacidad de la reina Juana. Después de treinta años de servicio a Castilla, se obligó a Fernando a abandonar el reino a cambio de unas rentas provenientes de las Indias y los maestrazgos de las Órdenes Militares. Como un señorito echa a un administrador. Otro insulto no menor al Rey Católico fue el que no se le permitiera despedirse de su hija. La única venganza que entonces pudo permitirse Fernando fue la de dejar testimonio en un acta notarial redactada ante tres testigos de absoluta confianza de que se le había obligado a renunciar a sus poderes.
Las filas del Trastámara siguieron clareando. El obispo Deza, presidente del Consejo Real, y el cronista Mártir de Anglería también se pasaron a Felipe. Para quitarle más aliados al viejo rey, el borgoñón pidió al papa Julio II que llamase a Roma a varios prelados, uno de ellos el franciscano Francisco Jiménez de Cisneros, arzobispo de Toledo. El pontífice, en vez de hacerlo, le recomendó amistad con su suegro. Sin embargo, Cisneros se acercó a Felipe, aunque por «alta cuestión de Estado», para evitar la guerra civil. El único grande que se unió al vencido fue el duque de Alba, Fadrique Álvarez de Toledo, y aquí comenzó la vinculación de esta casa nobiliaria con la Corona. En impugnación del espíritu de la Pragmática de 1480, volvió a intercambiarse embajadores entre Castilla y Aragón, por primera vez desde hacía casi treinta años.
Uno de los principales partidarios de Isabel desde la guerra civil del siglo anterior, el obispo Juan Rodríguez Fonseca, al que la Reina confió la organización del segundo viaje de Colón y que participó en la fundación de la Casa de Contratación, se retiró a su sede de Palencia. Había viajado dos veces a Bruselas, a la corte de Felipe y Juana, como embajador de su soberana y, entre 1503 y 1504, en obediencia de las órdenes de esta, había sido el carcelero de la infanta castellana, ya jurada como heredera, en el castillo de La Mota.
Los nobles empezaron a rasgar la túnica. El almirante de Castilla, Fadrique Enríquez de Velasco, se rebajó a pedirle a Felipe I que le diese los bienes de un vecino de Valladolid acusado de herejía. A Juan Manuel de Villena, que ya había sido nombrado caballero de la Orden del Toisón de Oro, el rey «por derecho de su mujer» le concedió la tenencia del alcázar del Segovia y el castillo de Burgos; y a Charles de Poupet, el castillo de Simancas, propiedad de la Corona y antes del almirante de Castilla. El duque de Medina Sidonia sitió Gibraltar, ciudad de realengo, pero fue derrotado. Hasta la familia de Gonzalo Fernández de Córdoba se adhirió al nuevo monarca. La única resistencia la presentaba la desdichada Juana, que se negaba a conceder plenos poderes a su marido. Felipe, como dice Suárez, «la podía seducir, pero no dominar.»
A la crisis política y dinástica se unieron malas cosechas y hambrunas, y por los atropellos estallaron tumultos en Segovia y otras villas, que renacerían en las Comunidades. La avaricia de los flamencos y la altivez de los grandes reforzaban el partido fernandino, formado por las ciudades y la burguesía. Aunque no tenía fuerzas suficientes para oponerse al otro bando, su número aumentaba día a día y, con ello, la posibilidad de una guerra civil.
«El haz de saetas de Isabel se desmadejaba por momentos»15. Los Reyes se establecieron en septiembre en Burgos, en la Casa del Cordón. En el palacio de los condestables de Castilla habían recibido los Reyes Católicos a Colón al regreso de su segundo viaje y se había celebrado la boda del príncipe Juan y la archiduquesa Margarita. Un día caluroso de finales de septiembre, un partido de pelota y un vaso frío de agua pusieron fin a la vida de Felipe, tan apuesto como botarate. Siempre se ha rumoreado que el refresco pudo contener venenos, pero lo cierto es que una epidemia de neumonía infecciosa se había asentado en la ciudad ya en 1502 y la presencia de la corte contribuyó a aumentar su malignidad.
Cisneros se hizo con la presidencia de la Junta provisional de gobierno, que acordó una tregua entre los dos bandos por noventa días a partir del 1 de octubre de 1506. El arzobispo y la Reina escribieron a Fernando el Católico para que ejerciera la regencia. Mientras las cartas viajaban a Italia, Juana, embarazada de su última hija, la infanta Catalina, vagaba por los campos de Castilla con el cadáver de su marido. El alumbramiento se produjo en enero, en el pueblo de Torquemada, cerca del ataúd. En cuanto se supo este turbador peregrinaje, el pueblo le dio el apodo de «la Loca.»
El partido antifernandino no detuvo sus maquinaciones: ofreció a Maximiliano I la regencia, trató de apoderarse del infante Fernando, hijo de Juana y nacido en 1503 en Alcalá de Henares, y hasta planeó sacar a «la Beltraneja» del convento portugués en el que se encontraba y casarla. Maximiliano propuso a Fernando que tomase el título de emperador de Italia y repartir la herencia de los Trastámara y Habsburgo entre los hijos varones de Juana: el archiduque Carlos y el infante Fernando, el primero educado en Flandes y el segundo en España.
En el verano de 1507, Fernando volvió a España con el Gran Capitán, destituido de sus cargos en Nápoles, y el capelo cardenalicio para Cisneros obtenido de Julio II, muestra de su agradecimiento al franciscano. Desembarcó en Valencia en junio, pero no se apresuró. Que los grandes temblasen, que los castellanos clamasen por él. La preparación del reconfortante viaje se inició en agosto. Marchó a Teruel y de allí a Calatayud. Subió a Castilla por las altas tierras sorianas y se acercó a Burgos por comarcas donde había más porcentaje de tierras de realengo, ya que no se fiaba de los nobles. En Monteagudo, Burgo de Osma, Aranda y Roa, las gentes le recibían con aclamaciones, porque esperaban que trajese en su equipaje paz, orden y justicia.
El señor de Villena armó una guarnición en el castillo de Burgos, pero se sintió más seguro en la silla de un caballo y huyó a los Países Bajos, donde se le encarceló; más tarde, Carlos I le perdonó e incorporó a su servicio. El veterano de las guerras de Italia Pedro Navarro consiguió —sin combatir— la rendición del castillo de Burgos y la del duque de Nájera, cuya familia también fue postergada por la Corona hasta 1516. Fernando expulsó de España al embajador de Maximiliano, Andrea de Burgo, y viajó a Andalucía para someter al marqués de Priego, sobrino del Gran Capitán. El duque de Medina Sidonia había muerto de viejo y las villas de sus estados también se rindieron ante el ejército real, salvo la de Niebla, que fue asaltada y saqueada. El Rey Católico no arrebató la vida a los linajudos, sino que se limitó a asustarles, despojarles de honores y mutilar sus patrimonios. «Hay que actuar de tal modo que el castigo pueda considerarse congratulación y misericordia», dijo a su pariente Juan de Portugal. Y después de estos castigos en las bolsas, los grandes no volverían a rumiar rebeliones hasta la crisis de mediados del siglo XVII, desencadenada también por otra sucesión al trono. Hasta la naturaleza apoyó al rey. En 1508 se recogió una cosecha tan descomunal que quedó en el recuerdo como el «año verde.»
El 3 de mayo de 1509, nació en Valladolid el único hijo de Germana de Foix, el infante Juan de Aragón, que murió a las pocas horas. De haber vivido, podrían haberse dividido las Coronas, pues Castilla y las Indias ya tenían heredero en Carlos de Habsburgo, nacido en 1500, y al príncipe de Gerona le habrían correspondido Aragón, Valencia, Cataluña, Mallorca, Sicilia, Cerdeña y Nápoles. Fernando, por fortuna, no engendró más vástagos. Los cronistas más escabrosos gustan de insinuar que su muerte la aceleró la ingestión de un bebedizo para cumplir en la cama con su esposa.
Desde entonces hasta su fallecimiento en Madrigalejo en 1516, el rey Fernando gustó más de ser gobernador de Castilla que rey de Aragón. El historiador Fernández Álvarez asegura que el soberano consideraba a Castilla el «núcleo fundamental» de la unidad interna de las tierras hispanas y, por eso, «cuanto mayor y más poderosa fuera Castilla, más se facilitaba esa absorción del resto peninsular.» En consecuencia, el monarca prefirió que Navarra, «antemural de Castilla», conquistada por él en 1512, fuese anexionada a esta en vez de al débil Aragón. Las guerras con Francia —en la primera mitad del siglo— demostraron que tenía razón.
En cuanto Fernando recuperó el gobierno y puso fin a las querellas internas, el Imperio se liberó del freno. «E que no çesen en la conquista de Africa e de pugnar por la fe contra los ynfieles», pidió Isabel en su testamento. Y el Rey aprobó la conquista de Orán planteada por Cisneros en 1508. La toma se realizó en mayo de 1509 con los dineros del arzobispado de Toledo y la ciudad permaneció como española hasta 1792, en que un terremoto demolió sus murallas.
Respecto a las Indias, Fernando prosiguió la expansión y el asentamiento españoles, como también planteaba el testamento de la Reina Isabel. Las informaciones del gobernador general, Nicolás Ovando, sobre la disminución de la población indígena, sobre todo por causa de las enfermedades, y las protestas de los dominicos contra los laicos españoles por su conducta influyeron en la redacción de las Leyes de Burgos, que reconocían amplios derechos a los nativos. Después de que el primogénito de Colón, Diego, comenzase los largos pleitos de su familia contra la Corona, le nombró en 1511 virrey de las Indias, aunque constituyó la Real Audiencia de Santo Domingo para limitar su poder. El Rey Católico no iba a permitir que al otro lado del Atlántico surgiera una nobleza egoísta, después de tener que soportarla en Cataluña y haberla domado en Castilla. Trasladó a las islas del Caribe:
«Dos instituciones tomadas de la Península: las encomiendas, es decir, sometimiento a tutela de los indígenas a fin de educarlos en la forma de vida de los campesinos europeos, y los municipios para los colonizadores, siguiendo un consejo que ya Isabel diera, favorable al mestizaje. El día en que se hubiesen borrado las diferencias étnicas entre los indígenas y los recién llegados, muchos de los problemas quedarían resueltos o injertados en los intereses de las familias»16.
Con Fernando II de Aragón y V de Castilla se extinguió la dinastía Trastámara. Le sucedería su nieto Carlos, que reinaría en España en nombre de su madre hasta la muerte de esta en Tordesillas en 1555.
SI HUBIERA VIVIDO FELIPE «EL HERMOSO»…
Ya que nació en 1478, si Felipe hubiera vivido los muchos años que permitía pensar su escasa edad, ¿qué habría pasado en las Indias? Para conjeturar tenemos los antecedentes de la colonización de las Canarias, donde la Corona castellana impuso el orden y la civilización contra individuos que querían limitarse al saqueo, el tráfico de esclavos y la constitución de señoríos.
Los viajes a América habrían continuado, pues cada vez era más conocida la ruta de los alisios por Canarias. Sin la vigilancia legal de la Corona y la presencia de los religiosos, amparados por aquella, los aventureros habrían arrasado las nuevas tierras para apresar esclavos y amontonar oro. El Habsburgo habría concedido licencias a quienes se las pidiesen a cambio de dinero o de promesas. Cuando viajó con su esposa a España para ser proclamado rey de Castilla, una tormenta le forzó a refugiarse en Inglaterra y allí amplió, presionado por Enrique VII, las ventajas comerciales de los ingleses concedidas en anteriores tratados. Debido a su alianza con Luis XII, quizás hasta habría permitido la incursión de exploradores franceses en el Caribe y la Tierra Firme. Las prohibiciones de esclavizar a los nativos se habrían debilitado o hasta derogado.
Podemos hacernos una noción de la catadura del duque de Borgoña con la siguiente anécdota. Al final de su tercer embarazo, la princesa Juana cayó enferma por la angustia debida a una afección de su hijo Carlos, todavía un lactante. Pero «el Hermoso» ordenó que se trasladase a su esposa, con ocho meses de gestación, de Gante a Bruselas. La razón no fue un sitio, o una peste, o una inundación, sino un cofre de oro. El ayuntamiento de Bruselas le ofreció cerca de cinco mil florines si el nuevo parto se producía dentro de sus murallas. Aunque Juana se resistió, fue transportada a lo largo de casi sesenta kilómetros, y en Bruselas nació una niña en julio de 1501, que recibió el nombre de Isabel por su abuela española.
Gobernado por Felipe, sus flamencos y los linajudos castellanos, el Imperio español, ¿habría sido «generador» o se habría limitado a ser «depredador»? Una expansión basada exclusivamente en el beneficio económico, sin impulsos de religión, fama y ascenso social, al primer contacto con los mexicas, quizás hubiera retrocedido y preferido llegar a algún acuerdo con Tenochtitlán, antes que optar por una guerra. Sabemos que Hernán Cortés tuvo que barrenar sus naves para desvanecer las quejas de parte de sus hombres, que querían retornar a la seguridad de Cuba, y también que los portugueses, los neerlandeses y los ingleses aceptaron alianzas militares con los poderes locales en Oriente y África a cambio de especias y esclavos. ¿Habrían combatido mercenarios españoles con los mexicas para ayudarles a apoderarse de víctimas para sus sacrificios humanos? Los asentamientos ingleses en Norteamérica, movidos exclusivamente por intereses económicos de los favoritos de los Tudor, tardaron décadas en fructificar, y a pesar de que esos colonizadores no se enfrentaron a Estados sólidos como el mexica y el inca.
La Corona española procuró la defensa de sus súbditos y naves en las Indias y en el océano por diversos motivos, desde la política internacional al impuesto sobre el oro, la plata y las mercancías que se traían. Por ello, para impedir los saqueos y pillajes de los piratas, ordenó en 1521 la formación de flotas para cruzar el Atlántico y también la fortificación de los puertos. Si el tráfico naval y las poblaciones hubieran dependido exclusivamente del beneficio, los jefes y financiadores de las expediciones habrían reducido al mínimo este tipo de gastos, con lo que la piratería practicada por franceses e ingleses habría aumentado mucho más, hasta convertirse en tan numerosa como lo fue en el golfo de Vizcaya y el canal de La Mancha en los siglos XIV y XV.
La Conquista constituyó una ancha vía de promoción para las clases media y baja españolas. Tanto los Reyes Católicos como Carlos I y Felipe II eligieron para misiones en el nuevo mundo a miembros de la nobleza de golilla, a religiosos y hasta a hombres sin linaje, a los que no dudaron en premiar con títulos y mercedes: Cristóbal Colón, Fernando de Magallanes, Juan Sebastián Elcano, Pedro Menéndez de Avilés, Pedro de la Gasca, Andrés de Urdaneta... Los vástagos de las familias aristócratas con décadas de servicio a los Reyes aparecen, como en la Europa del Antiguo Régimen, solo para desempeñar los más altos cargos, como los virreinatos.
En los meses del reinado de Felipe «el Hermoso», los grandes demostraron tanto su avaricia como su cortedad de miras, pues solo querían aumentar sus señoríos y el número de sus vasallos. Les caben las mismas palabras que dedicó Gregorio Marañón a los comuneros: les daba vértigo asomarse «por encima de las bardas de sus huertos» o de las tejas de sus palacios. Gentes hinchadas de privilegios no levantan Imperios, sino, a lo más, aduanas y portazgos.
12 MARÍAS, Julián: «España ha sido la primera nación que ha existido, en el sentido moderno de esta palabra; ha sido la creadora de esta nueva forma de comunidad humana y de estructura política, hace un poco más de quinientos años —si se quiere dar una fecha representativa, sería 1474—. Antes no había habido naciones: ni en la Antigüedad, ni en la Edad Media habían existido; ni fuera de Europa. Ciudades, imperios, reinos, condados, señoríos, califatos; naciones, no. Poco después de que España llegara a serlo, lo fueron Portugal, Francia, Inglaterra» (El País, 15-I-1978).
13 SUÁREZ FERNÁNDEZ, Luis: Los Reyes Católicos, Ariel, Barcelona, p. 250.
14 FERNÁNDEZ ÁLVAREZ, Manuel: «La crisis del nuevo Estado (١٥٠٤-١٥١٦)», en La España de los Reyes Católicos (1475-1516), en Historia de España, XVII tomo II, Espasa Calpe, Madrid, 1969.
15 SANTA MARINA, Luys: Cisneros, Yunque, 2ª ed., Barcelona, 1939, p. 136.
16 SUÁREZ FERNÁNDEZ, Luis: Op. cit., p. 919.
3. LAS COLUMNAS DEL EMPERADOR CARLOS: «PLUS ULTRA»
En el Renacimiento, entre mediados del siglo XV y finales del XVI, con la aparición de unas monarquías poderosas y la recuperación de la cultura clásica, cada monarca adorna su figura con insignias, escudos y pendones propios.
El rey inglés Enrique VII simbolizó el final de la guerra civil entre las Casas de York y Lancaster, que usaban como emblemas heráldicos una rosa blanca y otra roja, respectivamente, con la Rosa Tudor, que unía ambas. El emperador Maximiliano I, abuelo paterno de Carlos V, solía usar una granada. Luis XII de Francia escogió como animal heráldico el puercoespín y el lema «de près et de loin» («de cerca y de lejos»).
Isabel I de Castilla, desde su designación como princesa de Asturias en 1468, empleó el águila de San Juan como emblema personal y le añadió la frase «Sub umbra alarum tuarum protege nos», sacada de los Salmos. En la Concordia de Segovia (1475), que estableció las prerrogativas del infante Fernando en el gobierno de Castilla, se fijó el escudo de los dos príncipes de la Casa de Trastámara, al que se incorporó como tenante el ave, de sable, picada, nimbada y azorada. Fernando II de Aragón adoptó la divisa «Tanto monta», al parecer por consejo del humanista Antonio de Nebrija, en ocasiones completada con un yugo y un nudo cortado, en recuerdo del nudo gordiano deshecho por la espada por Alejandro Magno. El yugo completaba otra divisa real de ese reinado, un haz de flechas, porque sus iniciales eran las mismas que las de Isabel y Fernando. En los grabados, esculturas y cuadros en que se mostraba junto el matrimonio real español, cada cónyuge tenía junto a sí el motivo que representaba al otro. Varios de estos elementos los emplearon para sus escudos algunas de sus hijas, incluso su biznieto Felipe, cuando casó en 1554 con la Reina María I de Inglaterra.
UNA PROMESA DE TRIUNFOS Y NOVEDADES
Y desde luego Carlos de Habsburgo también tuvo sus insignias. En 1515, con quince años, se le declaró mayor de edad y recibió la herencia de su padre Felipe, el ducado de Borgoña, y en 1516, al morir su abuelo Fernando el Católico, rey de Aragón, Sicilia y Nápoles, y, como su madre Juana vivía encerrada en Tordesillas, gobernador de Castilla y de las Indias (limitadas entonces a las islas del Caribe); su otro abuelo, Maximiliano, era emperador y archiduque de Austria. Si Carlos se comportaba como esperaban Fernando y Maximiliano y no era un mequetrefe como su padre, sería ya de adolescente más poderoso que Carlomagno. Entre las primeras decisiones de los consejeros de Carlos estuvieron las de dar a conocer al nuevo soberano a sus súbditos y comenzar una campaña de publicidad para el título de emperador, que al final dependía de la designación por siete príncipes germanos, por medio del arte y de la imprenta.
En los escudos de armas de Carlos elaborados ya antes de la muerte del rey Fernando y hasta el fallecimiento de Maximiliano I, se alternaron los cuarteles representativos de sus estados: Castilla, León, Granada, Aragón, Aragón-Sicilia, Austria, Brabante, Borgoña, Luxemburgo, Limburgo… En la catedral de Santa Gúdula de Bruselas, se exhibió en octubre de 1516 la divisa «Plus Oultre», escrita en francés. Su autor, en muestra del carácter multinacional de la corte carolina, fue el erudito milanés Luis Marliani, que atendió como médico a Fernando el Católico y Felipe el Hermoso. En 1508 viajó a Flandes para ser tutor y médico del Carlos niño, de quien recibió grandes mercedes por sus servicios, como el obispado de Tuy.
La ocasión en que se reveló la divisa permite entender su sentido. En la catedral bruselense se celebró el XVIII capítulo de la Orden del Toisón de Oro, una orden de caballería fundada en 1429 por un antepasado de Carlos, el duque Felipe III de Borgoña. Ante los asistentes, Marliani pronunció un discurso en que propuso, en nombre del rey Carlos, la constitución de un Imperio Universal Cristiano. Semejante proyecto de unidad y concordia era consecuencia de la creación por la cultura humanística de una conciencia universal y de los debates del Concilio de Letrán, que estaba celebrándose desde 1512; en 1514, el Papa León X había invocado empresas comunes como la paz entre los príncipes cristianos, la reforma de la Iglesia, la extirpación de las herejías y la cruzada contra los infieles. La divisa se recibió en España por primera vez en Murcia en 1518 y, ya traducida al latín17, apareció en marzo de 1519 en la catedral de la Santa Cruz y de Santa Eulalia de Barcelona con motivo de la celebración del XIX capítulo de la Orden del Toisón. Carlos de Habsburgo presentó su programa imperial a los españoles en las Cortes de Castilla de 1520 en el sentido ya enunciado por Marliani. Por medio de otro obispo, el de Badajoz, Pedro Ruiz de la Serna, declaró que aceptaba el Imperio porque se lo había dado Dios con las misiones de «aliviar los males de nuestra religión», «procurar la paz con todos los príncipes cristianos» y «la empresa contra los infieles.» Dentro del Imperio, le correspondía a Castilla ser «el fundamento, el amparo e la fuerza de todos los otros» reinos, por lo que se comprometía a aprender la lengua castellana y vivir y morir en Castilla. Otra prueba de la excepcionalidad de Carlos como rey era el descubrimiento de «otro nuevo mundo pro, fecho para él, pues antes de nuestros días nunca fue nascido.»
Cuando Morliani diseñó su lema para Carlos I, se conocían las Indias, pero Hernán Cortés seguía en Cuba y ni el oro ni las especias habían llegado. Entonces, ¿a qué se refería? Según el latinista Antonio Ruiz de Elvira, el significado exacto de la divisa, traducida del francés al latín, es «Más allá hay más.» Y en su opinión y la del profesor Earl Rosenthal, tanto el «Plus Ultra» como el «Plus Oultre»
«eran la divisa de los propósitos expansivos, a la vez territoriales y con espíritu de Cruzada o evangelizadores del joven Carlos, propósitos mantenidos hasta pocos años antes de su abdicación, inicialmente dirigidos a esfuerzos contra los infieles en África, en Tierra Santa y en la propia Europa y, posteriormente (a saber en la significación que predominantemente se dio a la divisa o lema con posterioridad), a las hazañas ultramarinas, en América sobre todo, pero también, desde Magallanes y Elcano, en el mundo entero en general»18.
Es decir, Carlos de Habsburgo anunciaba a sus pueblos que con él llegaba una época deslumbrante… Y en gran parte así fue, aunque se frustrase el proyecto del Imperio Universal Cristiano: conquistas de México, Perú y Túnez, la primera vuelta al mundo, el mayor imperio conocido hasta entonces, la derrota de Francia, el principio de una dinastía que gobernó la mayor parte de Europa…
Juana y Felipe introdujeron en España la cruz de Borgoña como pendón real y enseña para los barcos de guerra y sus soldados. El emperador enriqueció la heráldica española con su escudo: águila bicéfala haciendo de soporte, corona imperial, collar del Toisón de Oro y las dos columnas con la cinta. Las columnas y el lema desaparecieron de la iconografía real española con la abdicación de Carlos V, como también se eliminó el águila bicéfala; a partir de entonces, los reyes de la Casa de Austria usaron como soportes de sus escudos dos leones. Carlos había tratado de que su hijo Felipe heredase todos sus reinos y tierras, incluso el Sacro Imperio Romano Germánico, en perjuicio de su hermano Fernando, ya nombrado en 1531 rey de Romanos; pero en el Compromiso de Augsburgo de 1551, hubo de ceder la corona imperial a Fernando. Este escogió como lema: «Fiat iustitua et pereat mundus.» Después de la incorporación de Portugal (1580), Felipe II usó como lema «Non sufficit Orbis», inspirado en una frase de Alejandro Magno, y añadió a su escudo de armas las quinas portuguesas, las cuales se eliminaron cuando la Corona española reconoció en 1668 la secesión del reino vecino.
Felipe V introdujo en el escudo de armas un escusón con las flores de lis de los Borbones y Carlos III, cuando vino de Nápoles, aportó los cuarteles de Parma y Toscana, estados italianos de los que hasta su renuncia el 6 de octubre de 1759 había sido Duque y Gran Príncipe Hereditario. Los escudos pequeños o abreviados que aparecían en sellos burocráticos, monedas o paredes, también variaban: en los territorios correspondientes a la antigua Corona de Castilla se podía usar un escudo timbrado con corona real formado por el doble cuartelado de leones y castillos; y en los territorios la Corona de Aragón, las barras.
Las columnas ornadas con coronas y la cinta del «Plus Ultra» aparecieron en las monedas de plata españolas. En el reinado de Felipe II, se acuñaron en México y Potosí las primeras piezas «peruleras», con las columnas sobre ondas marinas y el lema. Después, circularon las monedas «columnarias», un tipo de los reales de a ocho acuñados sobre todo en las cecas de México, Perú y Potosí entre 1732 y 1773. La moneda, de excelente plata, se caracterizaba por mostrar en su reverso el motivo heráldico que representaba a las Indias en la Monarquía española: las dos columnas, con sendas coronas reales y cintas flanqueando los dos hemisferios que abarcaba la Monarquía y sobre estos, otra corona de mayor tamaño. En el anverso, se grababa un escudo cuartelado con las armas de Castilla y León, más la granada y el escusón borbónico; rodeaba el escudo una inscripción con el nombre del monarca reinante y la frase latina «D. G. HISPAN. ET IND. REX», que significaba «Por la gracia de Dios, rey de España y de las Indias.» Las monedas columnarias fueron sustituidas por monedas de busto, en las que un perfil del rey sustituía el reverso. Sin embargo, en varias monedas de real acuñadas en el reinado de Carlos IV se grabaron el escudo ya descrito y a sus lados las columnas y el lema, presencia que indica la popularidad de estos últimos.
Quien recuperó este símbolo para las armas reales y nacionales españolas fue, en gran paradoja, el «rey intruso» José Bonaparte. Al mantener las armas territoriales en su escudo las separó de la condición de armas personales de los monarcas, gracias a lo cual «se salvarían más tarde de la desaparición»19.
En julio de 1808, uno de los más destacados afrancesados, Juan Antonio Llorente, propuso dos escudos de armas para el nuevo Rey de España y de las Indias. En el primero, aparecían los dos hemisferios y las dos columnas sobre fondo rojo y por encima un rectángulo (que en heráldica se llama jefe) un sol sobre fondo azul, de manera que se borrasen las diferencias entre los reinos que formaban la Monarquía. El segundo modelo, más tradicional, mantenía los cuarteles de Castilla, León, Aragón y Navarra, con las Indias, representadas por las columnas y los hemisferios, en el entado que antes ocupaba Granada; y en el centro un escusón con el águila adoptada por los Bonaparte. José aprobó este segundo modelo, modificado por medio de un real decreto firmado en Vitoria el 12 de octubre de ese año; en vez de cinco cuarteles, seis, ya que se conservaba el reino de Granada. El nuevo escudo era idéntico al que llevaban las monedas indianas, salvo por el escusón.
Fernando VII e Isabel II recuperaron el escudo de Carlos III y también usaron el abreviado de Felipe V, que solo mostraba las armas de Castilla, León y Granada. Las columnas, como los virreinatos de América, desaparecieron, excepto en algunas monedas.
En septiembre de 1868, la Revolución Gloriosa derrocó a Isabel II. El nuevo régimen procedió a la separación entre los símbolos dinásticos y los nacionales. Entonces, los revolucionarios y progresistas no abjuraban de España, ni la consideraban un agregado de naciones sin Estado. Se propusieron como escudo nacional figuras de la antigüedad, como un león tumbado o una matrona recostada y con un ramo de olivo, tal como se ven en varias monedas de la nueva peseta, que implanto en octubre de 1868 el ministro de Hacienda, el catalán Laureano Figuerola.
Se alteraba el escudo, se establecía el sistema métrico decimal, se extendía el derecho sufragio hasta hacerlo universal, se introducían el jurado y la libertad de cultos, se cambiaba de dinastía… Por primera vez, la soberanía pasaba de los reyes a la nación. Las novedades eran tan radicales que los viejos símbolos no valían. Se conservó, sí, la popular bandera bicolor, que nadie calificó de borbónica; ni la República la alteró. El Gobierno provisional, presidido por el ambicioso general Serrano, antiguo amante de la Reina, encargó a una comisión de la Academia de la Historia un informe sobre un escudo nacional, con la finalidad de acuñarlo en las monedas de peseta. Este informe «es como el acta de nacimiento de las armas de España puramente “nacionales”.» Menéndez Pidal de Nasvascués cree muy probable que los académicos recurrieran al discurso de Llorente, de sesenta años atrás, que fue también miembro de la Academia. En las monedas aparece el escudo cuartelado con los símbolos correspondientes a los reinos de Castilla, León, Aragón, Navarra y Granada, y está timbrado con una corona mural. Además, estaba «flanqueado por las columnas de Hércules, que daban al conjunto mayor volumen y armonía al faltar el collar del Toisón»20; por último, se añadió a las columnas la cinta con el lema «Plus Ultra.»
Amadeo I escogió como armas propias las nacionales, en principio limitadas a las monedas, con solo dos cambios: la corona mural se transformó en real y en el centro se insertó el escusón con la cruz de su dinastía, la saboyana. Sin embargo, siguieron usándose otros escudos. En 1873, la Primera República recuperó el escudo en la versión del Gobierno de 1868.
La restauración de los Borbones en 1874 implicó la vuelta a los antiguos modelos en banderas, pendones, sellos, monedas y documentos. El collar del Toisón de Oro y el manto real sustituyeron a las columnas y las cintas.
Por decreto de 27 de abril de 1931, el Gobierno provisional de la II República estableció como nueva bandera nacional la tricolor y como escudo «el que figura en el reverso de las monedas de cinco pesetas acuñadas por el Gobierno provisional en 1869 y 1870», con las columnas y las cintas.
El levantamiento militar de julio de 1936 se realizó en su mayor parte bajo la bandera tricolor y en nombre de República; solo en Navarra y Álava se ondeó la bandera nacional. Un decreto de la Junta de Defensa Nacional de 28 de agosto de 1936 oficializó la bandera rojigualda. La selección de un escudo tardó más tiempo, hasta un decreto de 2 de febrero de 1938, firmado por el general Franco. El régimen franquista mezcló en su escudo las armas personales de anteriores monarcas con las nacionales. Recuperó el águila de San Juan, el cuartelado, el yugo y el haz de flechas usados por los Reyes Católicos. Mantuvo las columnas con las cintas, aunque añadió la novedad de coronar aquéllas, la situada a la derecha del águila con la corona imperial en recuerdo a Carlos V, y situarlas sobre ondas en alusión a las gestas de Colón, Elcano Magallanes y otros navegantes. Las modificaciones posteriores, realizadas en 1977 y 1981, aunque suprimieron los símbolos de Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón, así como la cinta con el lema «Una, Grande y Libre», conservaron las columnas y sus complementos.
El «Plus Ultra» ya se ha convertido en un elemento de identidad del pueblo que, como reza la letra que en 1928 compuso José María Pemán para el himno nacional «supo seguir, sobre el azul del mar, el caminar del sol.»
17 RUIZ DE ELVIRA, Antonio: Silva de temas clásicos y humanísticos, Universidad de Murcia, 1999, pág. 204.
18 RUIZ DE ELVIRA, Antonio: Op. cit., pág. 207. El artículo del profesor Rosenthal, «Plus Ultra, Non plus Ultra, and the Columnar Device of Emperor Charles V», se publicó en 1971 en el Journal of the Warburg and Courtauld Institutes.
19 MENÉNDEZ PIDAL DE NAVASCUÉS, Faustino: «El escudo de España», en Símbolos de España, CEPC, 2000, Madrid, pág. 211.
20 MENÉNDEZ PIDAL DE NAVASCUÉS, Faustino: Op. cit., págs. 212-213.
4. ¿CÓMO NACIÓ LA BANDERA DEL IMPERIO?
Hasta los idiotas hacen alguna cosa buena. Felipe de Habsburgo, archiduque de Austria y duque de Borgoña, estuvo a punto de ahogar el Imperio en la cuna, pero murió después de dos meses de reinado. Sin embargo, algo dejó, y no poca cosa: la bandera que todos asociamos al Imperio español, a sus Tercios y a sus Flotas de Indias.
Las aspas de San Andrés forman una de las figuras más reproducidas en la heráldica europea, en parte por su simplicidad. En la Edad Media, representaban a Borgoña y a Escocia, porque este apóstol era su patrono. ¿Cómo se diferenciaban? La bandera escocesa consiste en una cruz blanca lisa sobre fondo azul (Saltire), mientras que la borgoñona es una cruz a la que se añaden nudos en los palos para destacar que se trata de los troncos en que fue crucificado San Andrés.
Felipe de Habsburgo, como soberano de Borgoña, trae su bandera a España cuando acompaña a su esposa Juana I para tomar posesión de la Corona de Castilla, después de la muerte de la Reina Isabel. Sin duda a Fernando el Católico le irrita la Cruz de Borgoña cuando la ve ondear en las tropas de las que se rodean Felipe y los aristócratas castellanos que quieren expulsarle del reino. Una vez conseguida la destitución del Rey Católico, durante un tiempo, el pendón de Castilla y León y el de Borgoña conviven en los palacios, los desfiles y las guardias reales hasta que Felipe «el Hermoso» muere en Burgos.
La Cruz de Borgoña se difumina durante los años en que el rey Fernando vuelve a ser gobernador de Castilla (1506-1516). Se dispersan las Guardias Flamencas y se marchan los aristócratas que han venido con Felipe a apoderarse del país. Cuando Carlos I viene a España, en 1517, recupera la insignia de su padre. Y en un momento de emoción colectiva por el descubrimiento de las Indias, la exaltación de un monarca español a la dignidad del Imperio, las victorias militares en Europa, África y América y el florecimiento cultural, es hecha propia por los españoles.
El Emperador entrega a sus súbditos españoles otra tradición de su patria natal: el protocolo borgoñón, que introduce en la corte del príncipe de Asturias en 1548, después del triunfo militar en Mülhberg sobre los príncipes alemanes rebeldes al Imperio y luteranos. Carlos planeaba que su hijo heredase no solo España y sus Indias, sino, también, el Sacro Imperio Romano Germánico. Sin embargo, el sueño se deshace cuando su hermano menor Fernando, nombrado ya rey de Romanos (título del sucesor del Emperador) reclama la corona imperial. El enfrentamiento dentro de los dos Habsburgo se soluciona gracias a la mediación de la hermana de ambos María, Reina de Hungría. Se establecerán dos líneas y Felipe no recibirá ni los estados patrimoniales de la dinastía ni el Sacro Imperio. Pero en España arraigó la etiqueta borgoñona, estrenada en Valladolid en 1547, como antes se aceptó el pendón. El nuevo protocolo sustituye el castellano, más austero y discreto, por uno que rodea la persona del rey de una majestad y grandeza apabullantes, tal como merece el mayor Imperio que han visto los siglos.
COLORES DE CASTILLA Y ARAGÓN
La identidad entre rey y reino se rompe en el siglo XIX, cuando surge la nación como nuevo sujeto político. Como consecuencia, los funcionarios, militares y marinos pasan de jurar lealtad a un rey a hacerlo a una nación. Hasta entonces, las insignias representaban a la fidelidad de los soldados a un soberano en una relación personal basada en el honor y el servicio. Por tanto, antes del siglo XIX, es más ajustado a la verdad histórica hablar de banderas reales que de banderas nacionales, las cuales son muy recientes. La bandera tricolor francesa es oficial desde el reinado de Luis Felipe de Orleáns (1830-1848), poco antes de que en España se convirtiese en nacional la bandera rojigualda en 1843; la mexicana lo es desde 1822; la chilena, desde 1817; la italiana desde 1848; la del Reino Unido desde 1801; la de la Santa Sede desde 1808; la portuguesa, desde 1911 etcétera.
Las aspas de San Andrés y los bastones cruzados de Borgoña se convierten en símbolos de la Monarquía Hispánica. También los usan las tropas no españolas del Ejército, desde los portugueses a los alemanes. Como señala el académico Hugo O’Donnell21, en el siglo XVI, la Guardia Real y el personal de servicio de la Casa visten un uniforme del que, por motivos económicos, carecen las tropas: y este es una mezcla de rojo y amarillo. La Guardia Real de Felipe II se viste con uniformes amarillos y cuchillos rojos.
«La corte donde sirven está en España y tanto soldados como servidores son “naturales destos reinos”, por ello, se busca para estos una combinación cromática que refleje la realidad española y se encuentra en el rojo y amarillo equilibrados, tiñéndose del primer color jubón, calzas y gorra, pero permitiéndose apreciar con generosidad el amarillo la unidad, quien numera según su propio cómputo a los monarcas de España.»
Después de la abdicación del Emperador Carlos V, las aspas se mantienen como representativas de España. También el rojo, común a Castilla y a Aragón, pasa a ser el color identificativo de los militares de la Monarquía Hispánica en el combate, así como de sus barcos en alta mar. En infinidad de cuadros aparecen los soldados con brazaletes rojos y los oficiales con bandas carmesís, que muestran también los reyes y los infantes de la Casa de Austria en sus retratos, incluso el débil Carlos II.
A la bandera de la monarquía, le acompañan en las batallas las de los capitanes que mandan las compañías y los Tercios, donde se alternan el capricho, la costumbre y el privilegio. En ocasiones, se incorpora el escudo real, y en el mar los barcos suelen añadir a su bandera imágenes religiosas como la Inmaculada Concepción, el apóstol Santiago, ángeles y otras. En la campaña de conquista de Portugal (1580), Felipe II ordenó a sus generales que no ondeasen estandartes con las armas portuguesas, sino con imágenes de la Virgen María o de santos.
El fondo blanco empieza a ser el más difundido, sobre todo en la Armada; las cruces, en cambio, son de colorido diverso y se combinan con otros motivos. En ocasiones, el complejo escudo de la Monarquía Hispánica, en el que cambian los cuarteles de los estados y se añaden o suprimen motivos, cubre casi toda la cruz de Borgoña, de la que asoman solo los extremos en las esquinas. El entusiasmo de los españoles del Imperio por la insignia borgoñona alcanza a la vida civil. La bandera de los galeones mercantes españoles en los siglos XVI y XVII consiste en tres franjas, roja, blanca (de doble tamaño que de las demás) y oro; en el centro de ella, a veces se añade la cruz de San Andrés.
Con el rey Carlos II (1665-1700), afirma O’Donnell, la bandera ya «es común, general, tradicional y nacional.» Y con la Casa de Borbón, la bandera se convertirá en «única.»
En 1785, Carlos III convoca el célebre concurso para seleccionar un pabellón para sus buques de guerra, para evitar confusiones en la mar entre los buques de guerra de los reinos de la Casa de Borbón, Portugal, los Estados Pontificios y la República de Génova, en cuyas banderas el blanco era el color predominante. El marino burgalés Antonio Valdés y Fernández Bazán, ministro de Marina, presenta doce diseños al rey, basados en los colores rojo, amarillo y el blanco. El monarca opta por la visibilidad y la tradición. Escoge dos diseños basados en el rojo y el amarillo, y rechaza el blanco de su casa. Para la Armada de guerra designa el bicolor distribuido en tres franjas, con la condición de que la franja central, la amarilla, sea el doble de ancha que las rojas, más el escudo de sus armas resumido en las de Castilla y León en dos cuarteles. Y para las naves mercantes, una bandera sin escudo que consiste en cinco franjas horizontales alternas, tres amarillas y dos rojas, en la que la franja del centro es de doble anchura.
Aunque la bandera bicolor se extiende en las décadas siguientes a las fortificaciones terrestres de la Armada, las aspas rojas sobre fondo blanco siguen siendo las que identifican a España y a sus Ejércitos desde las llanuras de Nuevo México a la isla de Fernando Poo, y así ocurre en la guerra de la Independencia frente al invasor francés. En las Cortes de Cádiz, ondea también ondea la rojigualda.
La popularidad de la nueva bandera es tan arrolladora que la Milicia Nacional, cuerpo reclutado y mantenido por la burguesía progresista contra la Guardia Real, la elige su pabellón. Por un real decreto de 13 de octubre de 1843, la Reina Isabel II convierte esta bandera en única para las embarcaciones de la Armada y para todas las unidades del Ejército y la Milicia Nacional; otro real decreto de 17 de octubre establece como fecha límite para la sustitución de insignias en las provincias de la Península y las islas adyacentes el 8 de diciembre, fiesta de la Inmaculada Concepción. El Museo de Artillería se fija como destino de las viejas banderas.
En los años siguientes, la bandera sobrevive los cambios políticos, incluso la proclamación de la I República, y su uso oficial se va ampliando. Una Orden del Ministerio de Instrucción Pública de 10 de noviembre de 1893 establece que ondee en el frontispicio de las escuelas públicas, izada y arriada a diario, y también que se coloque el escudo nacional.
Durante el Gobierno Largo de Antonio Maura (1907-1909), se aprueba un real decreto ley (26 de enero de 1908) que, a la manera de la III República francesa, obliga a izar en todos los edificios públicos del Estado la bandera rojigualda, a la vez que permite izar otras banderas locales o tradicionales.
«En todos los edificios públicos al servicio del Estado, así civiles como militares, y en los de las Diputaciones, Ayuntamientos y Corporaciones oficiales, ondeará la bandera española desde la salida á la puesta del sol los días de Fiesta Nacional. En las capitales de provincia y en las demás poblaciones, donde por costumbre estuviere establecido, se ostentarán en los expresados edificios colgaduras durante las horas antes mencionadas, ó iluminaciones desde la puesta del sol hasta las once da la noche.»
La Real Orden de 19 de julio de 1927 concede a la marina mercante la bandera de la Armada, pero despojada del escudo.
Cuando estaba limitada a los cuartos de bandera de las unidades militares y los museos, la Cruz de Borgoña reaparece en el aire de España. En los años treinta la recuperan los carlistas para sus actos políticos y luego para sus tropas requetés en la guerra. Ha sido parte del estandarte real de Juan Carlos I hasta su abdicación.
En España encontramos la Cruz de Borgoña o la de san Andrés en las banderas de Castro Urdiales, Vitoria, Logroño, El Bierzo, Huesca, Tenerife, Fuenterrabía, Bujalance y Esparraguera. Abunda también en las tierras del antiguo Imperio. La emplean como insignia los estados de Florida y Alabama, el departamento de Chuquisaca, la ciudad de Valdivia… Y parece que vuelve a gozar del entusiasmo popular.
21 O’DONNELL Y DUQUE DE ESTRADA, Hugo: «La Bandera», en Símbolos de España, CEPC, Madrid, 2000, pp. 247 y ss.
Durante una visita a Hispanoamérica en julio de 2015, el papa Francisco I se creyó obligado a pedir perdón por los supuestos crímenes que cometieron otras personas hace siglos, en la línea comenzada por Juan Pablo II,
«Y quiero decirles, quiero ser muy claro, como lo fue San Juan Pablo II: Pido humildemente perdón, no solo por las ofensas de la propia Iglesia, sino por los crímenes contra los pueblos originarios durante la llamada conquista de América.»
Cada vez más en Occidente se impone el sentimiento, la lágrima y el gemido por encima del conocimiento, el dato o la realidad. De la misma manera, se rompe la continuidad histórica, porque se pretende que el hombre actual, rebosante de incultura y soberbia, es mejor que sus predecesores y puede comprender y juzgar los actos y las almas de éstos.
Ambos papas colaboran en los planes de quienes quieren convertir el descubrimiento, la conquista y la colonización del Nuevo Mundo en un genocidio capitalista. En muchos casos, estos manipuladores son vástagos del comunismo, la ideología que en un siglo escaso ha matado más de cien millones de personas. La prueba de lo que decimos la tuvo el papa argentino cuando Evo Morales le regaló un Cristo crucificado en una hoz y un martillo.
Andrés Manuel López Obrador, presidente de México, es otra de las personalidades que se apunta a dar golpes de pecho en los pechos ajenos. En marzo de 2019, sostuvo que:
«Es necesario que se haga un relato de agravios y que se pida perdón a los pueblos originarios por las violaciones de lo que hoy llamamos derechos humanos. En estas tierras hubo matanzas, imposiciones... La llamada conquista se hizo con la espada y la cruz, las iglesias se edificaron encima de los templos indígenas.»
Cuando México se acerca a los 300 000 homicidios desde que el Gobierno federal comenzó la «guerra contra el narco» en 2006, un número superior a los muertos calculados en el sitio de Tenochtitlán, estas campañas ejemplifican el deseo de un sector de las elites iberoamericanas de mantener abierta la división nacional y la guerra contra el pasado para tratar de ocultar su larga serie de fracasos políticos, de modo que puedan achacársela a la herencia española y hasta al catolicismo. Si seguimos con México, al proclamarse independiente era el cuarto país más extenso del mundo, detrás de Rusia, China y Brasil. En menos de treinta años, perdió más de la mitad de su territorio.
¿Pero qué debe América a los españoles, fuesen militares, jueces, misioneros o reyes, obispos o comerciantes?
La primera respuesta es una religión que eliminó los sacrificios humanos, no establece diferencias sociales (premia o castiga a todos por igual) y da dominio sobre la naturaleza. Religión que, además, como la definía la Constitución de Cádiz, es «única verdadera.» Esa era la misión de la Corona para justificar su soberanía sobre las Indias: cristianizar a los indios, cosa que se procuraba hacer en sus propios idiomas. La segunda, la lengua española, que permitía comunicarse con gentes de toda América y el conocimiento de obras destacadas de la literatura europea. La tercera, la inclusión en la historia universal. América deja de ser un continente separado del resto de la humanidad y se convierte en puente entre Europa y China. La cuarta, la ciencia, con sus adelantos más señalados, como las vacunas, que se distribuyen a todos sus habitantes sin distinción de origen. Y la quinta, la imposición de la paz y el orden público en un amplio espacio que, a partir de la independencia, se dividió y dio lugar a numerosas guerras. Las campañas de exterminio de nativos en México y Argentina las realizaron las repúblicas independientes. La guerra más despiadada librada en América fue la de la Triple Alianza contra Paraguay, en la que los muertos se calculan en cerca de medio millón; en ella Paraguay perdió más de la mitad su población masculina. La seguridad de los caminos de Panamá, por donde los arrieros habían viajado sin problemas durante el Imperio, desapareció a partir de la llegada de extranjeros atraídos por la fiebre del oro de California, que prefirieron el oficio de bandoleros al de mineros22.
Quizás, de acuerdo con el signo de nuestra época, tengamos que enumerar beneficios materiales, como el indio que dijo que las tres mejores cosas que habían llevado los españoles fueron el huevo de la gallina, el caballo y la luz, y no inmateriales, como que la primera baja maternal de la historia aparece en las Leyes de Burgos, de 1512.
DERECHOS LABORALES PARA LOS INDIOS
Los dominicos, llegados a La Española en 1510, denunciaron los abusos contra los indios, como castigos corporales y trabajo forzado, cometidos por los hermanos Colón y varios colonos. El acto más resonante fue el sermón que pronunció Fray Antonio de Montesinos en las Navidades de 1511 ante el gobernador, los funcionarios reales y los encomenderos. Las protestas de unos y otros llevaron al rey Fernando, regente de Castilla en nombre de su hija Juana I, a convocar en Burgos una junta de teólogos y juristas para debatir la naturaleza de los indios y el trato que merecían como hombres libres. Los treinta y cinco artículos se aprobaron en Burgos el 27 de diciembre de 1512 y, aunque se denominaron Ordenanzas Reales para el Buen Regimiento y Tratamiento de los Yndios, se conocen como Leyes de Burgos.
Las leyes establecían unos derechos para los trabajadores que no existían ni en España. Por ejemplo, después de cinco meses de trabajo en las minas los indios descansarían cuarenta días. Las embarazadas dejarían de trabajar en las minas cuando estuvieran de cuatro meses y se limitarían al trabajo doméstico y, después de dar a luz, no regresarían a las minas hasta que los hijos hubieran cumplido tres años. El encomendero que incumpliese el descanso de la embarazada pagaría la primera vez seis pesos de oro; la segunda, las autoridades le quitarían la mujer y su marido; y la tercera, estos y seis indios más.
Otros derechos reconocidos a los indios eran los siguientes:
— A los indios se les entregaban yuca y algodón y una docena de gallinas y un gallo; también se les hacía sembrar media fanega de trigo. Todo ello quedaba de su propiedad.
— Los indios fallecidos debían ser enterrados.
— No se podía echar carga a cuestas a los indios bajo multa de dos pesos de oro.
— Los encomenderos daban una hamaca a cada indio para que no durmiese en el suelo.
— No se podía azotar, pegar o llamar perro ni ningún otro insulto a un indio. Si este merecía castigarse se le presentaba al visitador para que lo hiciera. El encomendero podía ser multado con cinco pesos por azote o golpe y con uno por insulto.
Se establecieron varias obligaciones supeditadas a la enseñanza de la religión, la instrucción general y las buenas costumbres:
— «Cada noche se llamará a los indios a rezar. (...) Por las mañanas se les hará hacer oración sin hacerles madrugar más de lo que se acostumbra.»
— «Cada quince días el encomendero les tomará cuenta de sus conocimientos en cuestiones de fe, les mostrará lo que no sepan y les enseñará los diez mandamientos, los siete pecados capitales y los artículos de la fe (...), pero que esto sea con mucho amor y dulzura, bajo pena de seis pesos de oro.»
— «Los encomenderos llevarán a los indios a misa los domingos, pascuas y fiestas de guardar bajo pena de diez pesos de oro. Además, se procurará que ese día coman mejor que el resto de la semana.»
— «Por cada cincuenta indios que tenga, el encomendero enseñará a un muchacho a leer y escribir y las cosas de la fe para que este las transmita al resto.»
— «Se les hará entender que no pueden tener más de una mujer.»
No existía ninguna legislación parecida en el imperio mexica, en Tahuantinsuyu (el Incanato) ni en ninguna otra parte de América, donde, entre otras costumbres horrorosas, se practicaban los sacrificios humanos y el canibalismo. ¿Incumplieron algunos españoles encomenderos estas leyes? Por supuesto, y aunque hubo denuncias y sanciones, también se dieron impunidades. En 1514 las autoridades locales de La Española repartieron los indios a gusto de los funcionarios venales y en 1516, presionado por Las Casas, el regente Cisneros envió a tres jerónimos para poner orden. Pero juzgar la situación de los indígenas americanos en el Imperio únicamente a partir de las quejas y los abusos equivaldría a hacer lo mismo con nuestra sociedad en función del número de sentencias por estafas, robos o violaciones… o con la Iglesia por los curas pederastas.
ACUEDUCTOS, HOSPITALES, CAMINOS…
Ocupémonos en primer lugar de actividades relacionadas con el cuidado del cuerpo.
Pocos días antes de que el Papa realizara la visita a Sudamérica ya mencionada, la Unesco declaró Patrimonio de la Humanidad el Acueducto del Padre Tembleque, la obra de ingeniería hidráulica más importante construida en la Nueva España con la finalidad de llevar agua de Otumba a Zempoala para beneficio de los indígenas. Tiene cuarenta y ocho kilómetros de largo y una sección de arquería en la que el punto más alto se acerca a los treinta y nueve metros: la mayor arcada de un solo nivel construida en todos los tiempos para una obra de esta clase. Se erigió a mediados del siglo XVI, a instancias del padre franciscano Francisco de Tembleque, nacido en Toledo, y mezcló los conocimientos hidráulicos europeos con la construcción tradicional mesoamericana en adobe. Un oportuno desmentido a la «leyenda negra.»
El primer hospital se estableció en 1502 en La Española y lo dirigió una mujer negra. De acuerdo con las órdenes de los Reyes Católicos, el gobernador Nicolás de Ovando lo sustituyó en 1503 por otro llamado San Nicolás de Bari y atendido por una cofradía de laicos. Hernán Cortés fundó el primer hospital en México en 1524; Jorge Alvarado, otro en la Vieja Guatemala en 1527; Francisco Pizarro otro más en Lima en 1538; y Pedro de Valdivia en Santiago de Chile en 1544. Y esto cuando en muchos países europeos que habían suprimido las órdenes religiosas y los conventos por la reforma protestante la atención sanitaria para los pobres o ya no existía o dependía del favor del poder. En Inglaterra, por ejemplo, la confiscación de los monasterios decretada por Enrique VIII tuvo, entre otras consecuencias, la desaparición de los hospitales, de las escuelas y del arte que ellos mantenían.
El doctor Francisco Guerra identificó todas las instituciones asistenciales sanitarias (hospitales, enfermerías, casas de socorro, lazaretos…) levantadas por los españoles en Hispanoamérica y Filipinas, más los hospitales de los misioneros en China y Japón, con exclusión de las montados con motivo de epidemias o desastres. «La caridad de los españoles fundó 1 196 instituciones asistenciales en Hispanoamérica y Filipinas entre 1492 y 1898.» El Imperio abrió estos centros hospitalarios en los puntos más lejanos donde había españoles, como Macao (1568), Molucas (1606), Cantón (1678), islas de Juan Fernández (1750), archipiélago de las Marianas (1760), Puerto Soledad en Malvinas (1766), presidio de San Francisco (1776), Río Negro (1778), Batton Rouge (1780) y las Carolinas (1870).
22 GUTIÉRREZ ÁLVAREZ, Secundino-José: Las comunicaciones en América, Fundación Mapfre, Madrid, 1992, p. 32.
CENSO DE HOSPITALES DEL IMPERIO ESPAÑOL
AUDIENCIA | NÚMERO | AUDIENCIA | NÚMERO |
Santo Domingo | 31 | Nueva Granada | 37 |
Puerto Rico | 52 | Venezuela | 31 |
Jamaica | 1 | Quito | 25 |
Cuba | 261 | Perú | 71 |
Florida | 7 | Charcas | 31 |
La Luisiana | 13 | Chile | 29 |
Provincias Internas | 65 | Río de la Plata | 51 |
México | 318 | Filipinas | 103 |
Guatemala | 32 | China | 9 |
Panamá | 9 | Japón | 20 |
TOTAL: 1.196 |
Fuente: El hospital en Hispanoamérica y Filipinas. 1492-189823
23 GUERRA, Francisco: El hospital en Hispanoamérica y Filipinas. 1492-1898, Ministerio de Sanidad, Madrid, 1994, p. 595.
En el siglo XVIII, en México, con un censo superior a los cien mil habitantes, había treinta instituciones de beneficencia, incluyendo varios hospitales generales, con más de quinientas camas cada uno. De Lima se dice que gozó de los mejores hospitales de su tiempo. En el Hospital Real de Naturales de México, los pacientes hacían tres comidas diarias: desayuno con chocolate, almuerzo al mediodía, con caldo de cordero o gallina, más guisado, y cena, con arroz con guisado o asado. Y el trato era similar en los demás. Acogían a pobres, indígenas, negros, dementes… En la plantilla de algunos de estos hospitales había intérpretes de lenguas indígenas para que los médicos y el resto del personal se comunicasen con los enfermos que no hablaban español y estos pudiesen exponer sus males y sus necesidades.
Unos datos para comprender la magnitud de esta red hospitalaria. Los hermanos betlemitas que dirigían el Hospital de la Misericordia de Quito tuvieron que tomar medidas radicales en 1704 para erradicar la plaga de piojos introducida por los pordioseros enfermos: quemaron los colchones, las camas y las ropas, y durante dos años rasparon suelos y paredes. En las Audiencias de México, Guatemala y Filipinas, la Orden de San Juan de Dios atendió entre 1768 y 1773 a 129 983 enfermos en sus treinta y seis hospitales, que sumaban 1 316 camas; de ellos, fallecieron 9 829.
Guerra explica que «los conquistadores y colonizadores heredaron una tradición asistencial fundada en la caridad cristiana, que fue sembrando de hospitales la Península Ibérica a partir del período medieval», pero subraya que «el ingrediente oculto que los hizo florecer no estaba en las ordenanzas, sino que permeaba de la caridad de las hermandades, las cofradías o sus fundadores»24.
El primer medio físico para controlar y unir los territorios que los españoles estaban conquistando en América fue la construcción de caminos, en ocasiones sobre los usados por los pueblos nativos y en otras de nuevo cuño. En la Nueva España, México fue elegido el eje del que partieron varios caminos reales, los principales y mejor construidos. En 1522, Cortés ordenó abrir un camino entre México y Veracruz y al año siguiente otro entre la capital y Tampico, donde se levantó el primer muelle del país. El descubrimiento de minas de plata en Zacatecas y Guanajuato hizo que se trazase un nuevo camino que se extendió más y más en el desconocido interior, hasta Santa Fe, la capital de la provincia de Nuevo México. Recibió primero el nombre de Camino Real de la Plata y luego Camino Real de Tierra Dentro, y su longitud superaba los 2 500 kilómetros, mayor que la distancia entre Cádiz y Amberes. Después, se abrieron las vías que partían de la capital del virreinato al puerto de Veracruz, en el Pacífico, y a Guatemala25.
La descomunal red de caminos del Imperio inca se calcula en al menos 23 000 kilómetros, que incluían numerosos puentes de cuerdas sobre precipicios y ríos. Muchos de ellos eran magníficas calzadas de piedra. Los españoles trasladaron el centro del poder político a la costa, lo que implicó, por un lado, que se deteriorase y hasta desapareciese una parte considerable de los caminos heredados debido a la falta de uso y de reparación, y, por otro lado, la construcción de nuevos caminos o la ampliación de los viejos para adaptarlos al paso de carretas y de recuas. En el Perú del siglo XVI, las vías más importantes para los españoles fueron aquellas por las que se transportaban la plata y la coca, entonces un producto con gran demanda.
Desde Perú se abrieron nuevos caminos a Buenos Aires, el único puerto español en el Atlántico, y a Chile. Este último se extendió hasta la isla de Chiloé a finales del siglo XVIII. También se trazaron rutas desde Buenos Aires a Asunción y a Santiago, desde donde se quería unir el comercio entre los dos océanos sin tener que doblar el peligroso cabo de Hornos ni arriesgarse a los ataques de piratas. Dan idea de la inmensidad de la naturaleza a la que se enfrentaban los españoles dos hechos: los caminos que unían Santiago con Buenos Aires y Cuyo a través de los Andes quedaban cerrados varios meses al año y una caravana de carretas tardaba noventa días en cubrir los 1 400 kilómetros de distancia entre Buenos Aires y Salta. A lo largo de los caminos reales surgían postas y hasta capillas, más elementos civilizatorios.
Los españoles enseñaron a los nativos otro modo de viajar: la navegación a vela. Los mensajeros de Moctezuma describían así las naves de los españoles: «casas que caminan sobre las aguas» y «torres o cerros pequeños por encima del mar.» Aunque en el Pacífico los vientos y las corrientes la dificultaron al principio en el sentido norte-sur. En navegar entre Panamá y El Callao se podía tardar hasta tres meses; y entre Acapulco y Lima un año; en cambio, el viaje de vuelta de Lima a Acapulco se reducía a unos dos meses. La necesidad de barcos, tanto grandes como pequeños, para el comercio y la guerra, hizo nacer una serie de astilleros, que además aprovecharon la magnífica madera caribeña. Los más importantes fueron los de La Habana, Guayaquil y El Realejo, en el golfo de Fonseca. Se trataba de una de las actividades más adelantadas entonces y que requería personal especializado y bien pagado.
Desde 1570, Guayaquil vendía a Perú barcos y madera y recibía de este trigo azúcar, vino y algodón. Por presión de los comerciantes sevillanos, la Corona prohibió la navegación comercial en el Pacífico entre la Nueva España y Perú para controlar el tráfico de productos asiáticos del galeón de Manila; entonces, se recurrió al transporte por tierra hasta Portobelo para exportar cacao de Guayaquil a México, que enviaba plata amonedada: los famosos reales. Pero el contrabando estaba muy extendido y en él participaban desde funcionarios reales a clérigos. La red de comunicaciones del Imperio y el intenso tráfico de mercancías permitió a muchos indígenas salir de sus aldeas y comarcas, viajar, conocer otros pueblos, disponer de mejores bienes y alimentos y a algunos hasta ganar mucho dinero.
Los caminos unían ciudades y en ellas estaban los hospitales y muchas de las instituciones que protegían a los indios. La civilización necesita de la urbanización. En 1600 existían quinientas ciudades virreinales y entre ocho mil y nueve mil pueblos. En los últimos tiempos del Imperio, el número de ciudades ya rondaba el millar26. En ellas no solo se asentaba el poder español; sus mercados, iglesias, tribunales y colegios estaban abiertos a los indígenas. Guayaquil —destaca el historiador José Luis Comellas— goza de la primicia de haber sido la primera ciudad del mundo en la que vivieron americanos, europeos, asiáticos y africanos. A diferencia de los portugueses, los británicos y los neerlandeses, que limitaron su acción a construir factorías en las costas y fuertes en las ciudades nativas de los países donde se instalaban, el frenesí urbanizador español se desparramó por llanuras, montañas y valles, avanzando cada vez más en el horizonte.
Los españoles, empapados de lecturas clásicas y renacentistas sobre la «Ciudad Ideal», tenían un modelo práctico: Santa Fe, primero campamento militar y luego municipio, donde los Reyes Católicos aguardaron la toma de Granada y firmaron las capitulaciones con Colón. Consiste en un rectángulo cortado por dos calles principales en dirección norte-sur y este-oeste y luego dividido en solares de extensión y forma similares. El urbanismo se mejoró con las ordenanzas que dictan el gobernador de La Española, Nicolás de Ovando, y el primer virrey de la Nueva España, Antonio de Mendoza. También existía un protocolo para refundar las grandes ciudades indígenas ocupadas, como Cuzco y México, esta arrasada en 1521 en el sitio de Cortés y sus aliados.
El Consejo de Indias aprobó, en 1573, el detallado Plan de Ordenamiento Urbano de las Indias. Este Plan incluía hasta la preocupación por el medio ambiente, pues requiere un informe sobre los vientos dominantes en el emplazamiento para fijar la orientación de las calles. El virrey Mendoza, por su parte, implantó lo que hoy llamaríamos un «urbanismo sostenible.» Entre otras medidas, obligó a los propietarios a edificar en sus solares, so pena de expropiación, y a limitar la altura de las casas, de manera que todas recibiesen luz y viento.
La Plaza de Armas constituía el eje en torno al que giran las ciudades americanas de nueva planta, desde las majestuosas Santo Domingo, Veracruz, Lima, Puebla, Santa Fe de Bogotá y La Habana, a las más humildes. En ella se instalaban el ayuntamiento, la iglesia principal, el mercado, la hacienda, los tribunales y otros edificios principales. De aquí arrancan los hermosos barrios coloniales que conservan numerosas ciudades americanas y también filipinas. Lamentablemente, en la segunda mitad del siglo XX, el cemento, el tráfico automovilístico y la especulación destruyeron muchos de esos barrios tradicionales, incluso en España.
Las ciudades americanas, por tanto, fueron mucho más cuidadas y hasta saludables que las de la España peninsular y el resto de Europa, en cuyas estrechas calles se amontonaban las casas formadas por acumulaciones de piedras y maderas heredadas de otras construcciones. En las Indias hubo terremotos, alguno tan intenso como el que en 1541 forzó el traslado de la capital del Reino de Guatemala, pero no se padecieron desastres humanos como el incendio de Londres de 1666, en el que ardieron más de trece mil casas, la octava parte de las viviendas de la capital inglesa.
Un elemento de todas las ciudades europeas que no se trasladó a las americanas fue la muralla. En principio, no se necesitaban, debido a la Pax Hispanica instaurada por el Imperio. Solo se tuvieron que construir en las urbes amenazadas por los piratas, como La Habana, San Juan, Veracruz, Cartagena, y El Callao, y en Chile, debido a los ataques constantes de los araucanos.
La construcción de ciudades incluyó obras de envergadura descomunal, de un extremo a otro del Imperio, como en México el desagüe del lago Texcoco y en Santiago de Chile los tajamares del río Mapocho, el puente de doscientos metros de longitud de Calicanto y el canal de San Carlos.
UNIVERSIDADES, CANTO, PINTURA…
Pasemos a las actividades del intelecto y la cultura.
La primera universidad americana, la Santo Tomás de Aquino, se erigió en la isla de La Española (1537) y en 1551-1553 siguieron las de Perú y México, fundadas por el Emperador Carlos. Tal como contamos en otro capítulo, a mediados del siglo XVIII, existía una veintena de centros universitarios en los virreinatos españoles, que impartían, entre otras materias, Filosofía, Teología, Leyes, Medicina, Botánica, Matemáticas, Física, Astronomía y lenguas indígenas. La primera universidad se fundó en las colonias inglesas de Norteamérica en 1636 y en Brasil en 1912.
La imprenta se llevó a América para colaborar en la evangelización de los indios. El primer libro se publicó en México en 1536. Una Real Cédula de 1558 declaró libre el oficio de impresor en la capital de la Nueva España, por lo que surgieron otras imprentas. Se calcula que en la Nueva España se publicaron durante el imperio 11 642 títulos. En 1593, se estableció una imprenta en Manila, otra en Puebla de los Ángeles en 1640, en Guatemala en 1641… La primera imprenta en las colonias inglesas la llevó Stephan Daye a Massachussets en 1638.
Gracias a la imprenta, sobrevivieron las lenguas indígenas, ya que se publicaban gramáticas y diccionarios para que los misioneros las aprendiesen y predicasen en ellas, como les exigían la Corona y sus obispos. La evangelización fomentó la expansión de las lenguas generales (quechua, aymara, guaraní…) en perjuicio de las menos habladas.
Y también la burocracia, las universidades, los archivos, los sermones, las poesías a la amada… Y, por supuesto, el papel, aunque sometido a impuestos.
Las órdenes religiosas recurrieron en las Indias y Filipinas a la música para cristianizar a los nativos. Primero se instruía en el canto llano y luego en el polifónico. En los seminarios, las catedrales y las parroquias más modestas, se formaban coros y se tocaban instrumentos. Los maestros de capilla en las Indias conocían las novedades en Europa. El italiano Giovanni Pierluigi da Palestrina regalaba a Felipe II sus composiciones y el rey las enviaba a la catedral de México. Bartolomé Lobo Guerrero, obispo de Santa Fe de Bogotá, encargó la confección de treinta y dos grandes libros de canto gregoriano, en pergamino e ilustrados, que se conservan en la catedral de Bogotá. La primera escuela de música en Bolivia se fundó en la ciudad de La Plata, actual Sucre, en 1568; en Cuzco, en 1598; y en Caracas en 1640. En las reducciones jesuitas del Paraguay, la instrucción musical de los guaraníes, con canto y flauta, comenzó en 1600. El obispo Domingo de Salazar viajó a su sede de Manila con su biblioteca personal, en la que había varios misales y libros de cantos y procesionarios. Tomás de Torrejón, gentilhombre de cámara del virrey del Perú y luego maestro de capilla de la catedral de Lima, compuso la primera ópera escrita íntegramente en América, La púrpura de la rosa. El criollo Francisco Pérez Camacho fue catedrático de música de la Universidad de Caracas y al nombrársele maestro de capilla de la catedral se le fijó la obligación de enseñar el órgano y el canto «a todas las personas que quisieran aprender», lo que convirtió la capilla en un conservatorio de música moderno. Otro ejemplo de ausencia de discriminación que podemos citar es el del indio encargado de la música en la catedral de Cuzco en 1550, pues, aunque se ignora su nombre, se sabe que participó en las fiestas del Corpus Christi de ese año. ¿En qué ciudad colonial británica u holandesa hubo coros y orquestas de ese prestigio dirigidos por nativos?
La venta de libros de música era un negocio tan considerable en las Indias que en el siglo XVI dos impresores de la Península litigaron para hacerse con la exclusiva de la impresión, calculada en seis mil o siete mil ejemplares27.
Los jesuitas introdujeron instrumentos y partituras en Japón mientras tuvieron las fronteras abiertas. Entre los regalos para los príncipes, Francisco Javier llevó un clavicordio. En los conventos y seminarios jesuitas se enseñó cantó y a tocar el laúd, la viola, la chirimía, la vihuela, el rabel y varios instrumentos de tecla.
En el siglo XIX y parte del XX, la música religiosa española e hispanoamericana o se perdió o se despreció. Desde hace poco se está recuperando, como prueban actividades como el Festival de Música Renacentista y Barroca de las Misiones de Chiquitos, donde los indios mantuvieron toda la tradición musical recibida de los jesuitas.
La pintura y la escultura también fraguaron en las Indias. Para no alargarnos más, citamos la preciosa Escuela Cuzqueña de Pintura, iniciada por el jesuita italiano Bernardo Bitti, enviado por su orden desde Roma al virreinato de Perú en 1575 para difundir la pintura religiosa. En el reino de Guatemala floreció una escuela de escultura y retablos que rivalizó con las de México y Perú. Y entre los pintores novohispanos destacan Cristóbal de Villalpando, Juan Correa y Miguel Cabrera, todos ellos nacidos en América.
Así penetraron en los Andes y las selvas americanas el Renacimiento y el Barroco.
«Con una pobreza de medios técnicos que asombra, España agregó el Nuevo Mundo a la Cristiandad, y llevó la cultura urbana de Occidente en unas navas cuyas velas traían vientos del Mediterráneo.»28
Como todos sabemos, los caballos fueron imprescindibles en la conquista y una sorpresa para los nativos. Desde el primer momento, los españoles quisieron disponer de ellos en sus aventuras. En su segundo viaje, Colón metió una veintena de estos animales en los barcos. Tanto le gustaron a Atahualpa que soñaba con apoderarse de los que traían Pizarro y su tropa «para hacer casta», mientras que pensaba sacrificar al Sol a parte de los españoles y al resto castrarlos para su servicio o guarda de sus mujeres. Durante las guerras en el Perú, los caballos eran los bienes más valiosos. Por uno de ellos se pagaban cuatro mil castellanos de oro; por un negro esclavo, dos mil castellanos; y por una arroba de vino no más de quinientos. Y después de la conquista, se pasó a la colonización. En el territorio de la gobernación de Buenos Aires, los españoles abandonaron cinco yeguas y siete machos, y, a finales del siglo XVI, los equinos ya eran innumerables.
Gracias a los caballos, mulos y burros que no existían en América muchos indígenas literalmente enderezaron sus espaldas. Por eso, el historiador mexicano José Vasconcelos pidió un monumento al burro.
«En lugar de tantas estatuas de generales que no han sabido pelear contra el extranjero, en vez de tanto busto de político que ha comprometido los intereses patrios, debería haber en alguna de nuestras plazas, y en el sitio más dulce de nuestros parques, el monumento al primero borrico de los que trajo la conquista. Ello sería una manera de reivindicar las fuerzas que han levantado al indio, en vez de los que solo le aconsejan odio y lo explotan. Enseñaríamos de esta suerte al indio a honrar lo que transformó el ambiente miserable que en nuestra patria prevalecía antes de la conquista.»29
Los caciques disponían de docenas y hasta cientos de tamemes, es decir, de nativos que transportaban cargas sobre sus hombros (maderas, piedras, ladrillos…). «Infinita gente dedicada a la carga», que desde niños se adiestraban en este oficio, escribió el jesuita novohispano Francisco Javier Clavijero. De semejante servidumbre, les liberaron el asno y la mula españoles. Cuando se celebraba la feria de Portobelo, recuas formadas hasta por quinientas mulas cargaban cajones con oro y plata y regresaban con mercancías a Honduras, Guayaquil o Bogotá. En la ciudad se juntaban miles de acémilas. Antes de la conquista, ese agotador trabajo lo habrían desempeñado los más pobres entre los nativos. En México, a comienzos del siglo XIX, había en torno a cincuenta mil mulas y siete mil quinientos arrieros, elogiados por su honradez. ¿A cuántos indígenas liberaron de jorobas, roturas de huesos y desviaciones de columna las mulas españolas?
Ya mencionamos que los nuevos caminos fueron una oportunidad para el enriquecimiento. El primero que supo organizar el tráfico de carretas entre Zacatecas y México fue Sebastián de Aparicio, que copió el modelo de carreta usado en su Galicia natal, tirado por bueyes. De él hablaremos más adelante. En Centroamérica, algunos de los arrieros, que podían poseer más de un millar de mulas, gozaron de una acumulación de capital tan grande que a mediados del siglo XVII nació una nueva clase de hacendados en la región. Como hacían en Inglaterra y Francia, los comerciantes enriquecidos invertían en tierras e imitaban el estilo de vida de la aristocracia terrateniente.
El académico Rafael Altamira contaba que los españoles introdujeron unas ciento setenta especies vegetales. De ellas, las más conocidas son las siguientes: el trigo, el arroz, la cebada, la cebolla, la vid, la manzana, la pera, la naranja, el limón, el higo, el aceite, la lechuga, el algodón, el azúcar, la alfalfa, el café, el garbanzo, la lenteja, el melón, la sandía, el ajo, el plátano, el nabo, la zanahoria, el guisante, la berenjena, el perejil… Varias de estas plantas llegaron a Europa, a su vez, de Asia y de África, por lo que los españoles, al transportarlas a América, concluyeron su universalización. El plátano se cargaba verde en Canarias por racimos en las carabelas y naos que viajaban a las Indias, donde apareció muy pronto. Lo menciona en 1516 Gonzalo Fernández de Oviedo. Algunas plantas se rechazaron, pero otras pasaron a cultivarse de manera intensiva y en la actualidad alimentan a cientos de millones de personas en el mundo, como el trigo y las lentejas. El último cultivo trasplantado a América ha sido la soja, que en Argentina ha superado en producción al trigo y otros cereales.
Bernal Díaz del Castillo se jacta en su Historia verdadera de la conquista de Nueva España de haber sido él quien plantó los primeros naranjos del nuevo país: siete u ocho semillas que trajo de Cuba y enterró en el jardín de un templo junto al río Coatzacoalcos.
Entre los animales, aparte del caballo, el burro y la mula ya citados, los españoles introdujeron el toro, la vaca, el buey, la oveja, el cerdo, la gallina, la cabra, el perro, el gato… La diversidad alimenticia y el aporte de proteínas de los nativos americanos siguieron aumentando con los huevos, las leches de distintos mamíferos, los quesos elaborados con estas, el jamón, el pollo… La yunta, el arado de metal y los bueyes y caballos permitieron la extensión de los cultivos y facilitaron el trabajo en el campo. Con la lana y el cuero de los animales se hacían ropas.
Los indios y mestizos de Nueva España imitaron muy pronto la dieta de los españoles. Comían pan de trigo blanco, se acostumbraron al azúcar, incorporaron las nuevas carnes a sus tamales y moles, descubrieron las tortillas y los huevos fritos. En la Nueva España, las diferencias sociales no afectaban a los platos. Por el contrario, en la Irlanda sometida a Inglaterra, la plaga de la patata, el alimento básico de las clases bajas, y la avaricia de los latifundistas, que se negaron a compartir el trigo que cultivaban sus arrendatarios pobres, causaron la muerte de un millón de personas. Ocurrió en Europa, cuando ya existían la navegación a vapor, el ferrocarril y el telégrafo. Unos comparten y otros esconden.
En los años veinte y treinta del siglo pasado, Argentina era el país iberoamericano más desarrollado. Hacia 1937, tenía un PIB per cápita que superaba a los de Austria y Finlandia, doblaba al italiano y casi triplicaba al japonés. La república del Plata consiguió semejante prosperidad gracias a que era el primer exportador mundial de carne vacuna refrigerada, de maíz, de avena y de linaza, y el tercero de trigo y harina. Su riqueza se basaba en animales y plantas allí establecidos por los españoles. Que luego esa república se haya hundido y le haya superado en renta per cápita Chile no es culpa más que de los propios argentinos, no de los virreyes españoles ni de los emigrantes italianos ni de una conspiración extranjera.
Entre los beneficios que se deben agradecer al Imperio español encontramos el comienzo del proceso de multiplicación de alimentos accesibles a la humanidad que, a partir del siglo XVI, causó «el gran repunte demográfico de la historia moderna»30.
Por último, España creó el sentimiento de unidad americano. Antes del Descubrimiento, los pueblos nativos no compartían una identidad común, porque ni siquiera conocían la existencia de quienes estaban más alejados de ellos. Solo después de siglos de gobierno español, con una religión, un monarca, una lengua, unas comunicaciones, una bandera, un ejército, una armada, una moneda y un comercio comunes, tuvo sentido la expresión «Nosotros, los americanos.» El proyecto de Simón Bolívar de confederar las repúblicas hispanoamericanas fue otra de las consecuencias de la obra de España.
Permítame, lector, una ironía que no encontrará en ningún libro de historia del Imperio español. Si hubiese manera de valorar todas las aportaciones dejadas por España y que aquí hemos enumerado brevemente, el saldo superaría en mucho al oro y la plata extraídos por el Imperio. Sin duda, los españoles seríamos acreedores de quienes pretenden ser propietarios de un «oro robado», con lo que ellos habrían hecho un pésimo negocio.
Olvidándonos de cuentas mezquinas, la mejor manera de cerrar este capítulo son las palabras del historiador Charles Fletcher Lummis en su libro Los exploradores españoles del siglo XVI:
«En todas partes el propósito de los españoles fue el de levantar, cristianizar y civilizar a los indígenas salvajes, hasta hacerle útiles ciudadanos de la nueva nación en vez de arrojarlos de la faz de la tierra como se ha hecho generalmente en algunas conquistas europeas. Ahora y entonces hubo errores y crímenes individuales, pero el gran principio de humanidad y cordura señala en conjunto el amplio camino de España, un camino que atrae la admiración de todo hombre.»
24 GUERRA, Francisco: Op. cit., pp. 33 y 57.
25 GUTIÉRREZ ÁLVAREZ, Secundino José: Las comunicaciones en América, Fundación Mapfre, Madrid, 1992, pp. 97 y ss.
26 VÉLEZ, Iván: Sobre la Leyenda Negra, Encuentro, 2ª ed., Madrid, 2018, p. 134. El autor dedica un capítulo a las ciudades del Imperio. También MARTÍN LOU, María Asunción: Proceso de urbanización en América del Sur: modelos de ocupación del espacio, Fundación Mapfre, Madrid, 1992; y ROCA BAREA, María Elvira: Imperiofobia y Leyenda Negra, Siruela, 11ª edición, Madrid, 2017, pp. 296 y ss.
27 ROS-FÁBREGAS, Emilio: «Libros de música para el Nuevo Mundo en el siglo XVI», en Revista de Musicología, nº 1-2, 2001, Sociedad Española de Musicología, Madrid.
28 MORALES PADRÓN, Francisco: Historia del Descubrimiento y Conquista de América, Gredos, Madrid, 1990, p. 24.
29 VASCONCELOS, Jesús: Breve historia de México, Ediciones Botas, México DF, 1950, p. 141.
30 FERNÁNDEZ-ARMESTO, FELIPE: Historia de la comida: alimentos, cocina y civilización, Tusquets, Barcelona, 2004, p. 253.
Los pueblos americanos31 cuando llegaron al continente los europeos se hallaban en un estado de desarrollo detenido en el neolítico. Las civilizaciones más avanzadas, la azteca y la inca, a pesar de sus saberes en astronomía, medicina y arquitectura, no conocían la rueda (salvo en juguetes), ni la escritura, ni el papel, ni los metales (con la excepción del bronce por los incas), ni la navegación a vela, ni la cartografía. Por ello,
«de ninguna manera podemos aceptar la tesis de los que sostienen la igualdad cultural entre el conquistador y el conquistado y hasta la superioridad de este último. Si hubiera sido así, el destino histórico habría invertido los papeles y habrían sido los aztecas, y luego los incas, descubridores y conquistadores del viejo mundo. No fue así, y no debido al azar»32.
Pero si aceptamos la distopía, esos imaginados navegantes venidos del oeste habrían fallecido al poco de desembarcar debido a su fragilidad ante las enfermedades frecuentes en Eurasia y África, como ocurrió cuando los españoles llevaron en sus cuerpos los virus de la gripe, el sarampión y la viruela.
Nada relacionado con el Logos o la ontología podían aprender los europeos de los americanos. Ninguna noción o idea religiosa, jurídica, filosófica o científica era trasladable a Europa. El intercambio que se daba entre Europa y Asia desde hacía siglos era imposible entre América y el resto del mundo. Gracias al cristianismo, los europeos habían sido capaces de separar la religión del universo y convertir éste en objeto de estudio, sin ofender a los dioses. Los nativos americanos solo podían transmitir algunos conocimientos nacidos de la experiencia, como los animales comestibles y las plantas curativas o alimenticias.
Por eso, entre las principales aportaciones que debemos a América están los alimentos dispersados por el mundo en los siglos posteriores al descubrimiento por parte de los españoles y, en menor medida, portugueses: la patata, el tomate, el maíz, la batata, el pimiento, la calabaza, la vainilla, el cacahuete, la quinoa, el cacao, el chocolate, la piña, el aguacate, el tabaco y el pavo.
El cacahuete pasó de América a Filipinas en las naves españolas y de aquí a China. Mientras en el resto del mundo este fruto seco es un aperitivo, en el Imperio del Centro accedió a la condición de delicatessen de ricos, ayudado por la forma de su cáscara, similar al capullo de seda. También en China gustaron los boniatos, que en cambio fracasaron en la India. Bernal Díaz del Castillo anota en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España que en Cholula él y sus compañeros vieron las ollas en las que los mexicas querían asarles, con pimientos y tomates para condimentar el guiso de carne humana. Hoy los pimientos son parte de la dieta en las riberas del Índico. El maíz, tan apreciado en América, en Europa y otras regiones se emplea para cebar a los animales.
Sin duda, el más importante de los alimentos americanos ha sido la patata.
En Sudamérica la patata se conocía desde antiguo, pues se han encontrado ejemplares que superan los siete mil años de antigüedad. En la ciudad de Tihuanaco, junto al lago Titicaca, se cosechaban en torno a 30 000 toneladas anuales. Esta civilización, que desapareció hace más de mil años, las cultivaba en camellones y terrazas. Los pueblos que tomaron su lugar, como los incas, prosiguieron su explotación y desarrollaron cruces para generar nuevos tipos. Los españoles de la expedición de Francisco Pizarro ya las encontraron. El cronista Pedro Cieza de León las describe en su Crónica del Perú, junto con la quinoa.
«De los mantenimientos naturales fuera del maíz, hay otros dos que se tienen por principal bastimento entre los indios: el uno llaman papas, que es a manera de turmas de tierra, el cual después queda tan tierno por dentro como castaña cocida; no tiene cáscara ni cuesco más que lo que tiene la turma de la tierra; porque también nace debajo de tierra, como ella; produce esta fruta una hierba ni más ni menos que la amapola; hay otro bastimento muy bueno al que llaman quinua.»
También lo hace el Inca Garcilaso:
«Otras muchas legumbres se crían debajo de la tierra, que los indios siembran y les sirven de mantenimiento, principalmente en las provincias estériles de zara. Tiene el primer lugar la que llaman papa, que les sirve de pan; cómenla cocida y asada, y también la echan en los guisados, pasada al hielo y al sol para que se conserve, como en otra parte dijimos; se llama chunu.»
Como de costumbre, la «guerra cultural» librada en el campo americano atribuye a los españoles todas las maldades y estupideces y a los anglosajones todos los aciertos y los descubrimientos científicos. Así, durante mucho tiempo se ha pretendido que Francis Drake fue el introductor de la patata en Europa, lo que habría sido el mayor honor para el pirata. La verdad es que la planta salió de la región andina por obra de los españoles, que por supuesto la habían probado y les había encantado. En la actualidad, hay una polémica sobre cuál fue el primer territorio europeo donde se sembró la patata para la alimentación: Sevilla o Canarias.
La primera prueba documental de la presencia de la patata en Sevilla y para la alimentación humana se encuentra en los libros de contabilidad del Hospital de las Cinco Llagas. En 1573, se anotaron por vez primera varias compras de patatas, junto con otros gastos para la despensa, de la que se nutrían los enfermos y el personal, como garbanzos, arroz, canela, trigo vinagre, zanahoria, huevos, peras, manzanas, orégano… Encima, las compras se realizaron entre diciembre y enero, fechas en las que se recogía un tipo de patata andina33 que necesita menos horas de luz solar.
De España pasó a Italia y otros lugares más al norte, como Alemania. También ahora se pone en duda que Drake la llevara a Inglaterra y esa gloria se atribuye al matemático Thomas Harriot, que participó en la expedición de Walter Raleigh al Caribe en 1585.
Varios factores contribuyeron a propagar la patata. Ingerida en la cantidad precisa proporciona todos los nutrientes necesarios para el cuerpo humano. Puede cultivarse en regiones septentrionales, de sol escaso y de lluvia y frío abundantes; al crecer bajo tierra no le afectan las heladas ni las nevadas. Y, en una situación de guerras abundantes, con ejércitos moviéndose por Centroeuropa, tiene la ventaja para los campesinos de poder ocultarla bajo tierra y así esconderla de saqueos. Federico II de Prusia la fomentó de tal manera que uno de sus apodos en la Historia alemana es el de «rey de la patata» (Der Kartoffelkönig). Durante siglos evitó la muerte por hambre a alemanes, belgas, irlandeses, polacos, daneses, rusos, suecos... Se convirtió en uno de los alimentos más comunes en Europa, como demuestra su presencia en todo tipo de recetas y platos. En Alemania hay tres museos dedicados a ella. Cuando una plaga destruyó los cultivos de patatas en Europa en la década de 1840, en torno a un millón de campesinos irlandeses murió de hambre y otro millón tuvo que emigrar, porque perdieron su principal alimento y además los terratenientes ingleses, dueños de las fincas, se negaron a compartir sus cosechas de trigo con sus arrendatarios.
Gracias a la patata, los europeos viven tan bien que pueden plantearse rechazarla, de la misma manera que se desprenden de las joyas de los abuelos, y con parecidas excusas: la primera porque engorda y las segundas porque están pasadas de moda.
En el primer viaje de Colón, algunos de sus marineros vieron que los pueblos del Caribe quemaban en la boca una planta que producía un olor muy fuerte y que a ellos les encantaba. Para nombrar esa planta, los españoles recurrieron a una palabra árabe, tubbaq, que se aplicaba a las medicinas que mareaban o adormecían. Y de tubbaq, provino tabaco, que pasó a casi todos los demás idiomas. Aparte de darlo a conocer al resto del mundo y de nombrarlo con una palabra universal, los españoles secularizaron y democratizaron el tabaco. Para los mayas y los aztecas, que tanto copiaron de estos, el tabaco se reservaba para los dioses y los sacerdotes, que lo usaban en ritos de adoración o súplica. En las décadas siguientes, se convirtió en bien de consumo hasta de las clases sociales más bajas, incluidos los esclavos.
Al principio, se presentó como una planta medicinal con las siguientes características: alivio para heridas y reuma, expectorante, vomitivo, profiláctico y calmante. Y no solo se aspiraba su humo, sino que se tomaba en infusiones, macerado en vino, en polvo y hasta como emplasto hecho de sus hojas verdes. Aunque el primer estudio científico sobre el tabaco lo realizó el médico español Nicolás Monardes en Historia medicinal de las cosas que se traen de nuestras Indias Occidentales, el nombre de la planta, Nicotiana tabacum, proviene del cortesano francés Jean Nicot que, en 1561, de regreso de su embajada en Portugal, se lo entregó a la reina madre, Catalina de Medicis, como remedio para sus jaquecas. También se supo pronto que causaba adicción y esta acarreaba males como una tos persistente, dificultades respiratorias y mayor cansancio por el esfuerzo físico. Las discusiones sobre los beneficios, los perjuicios y la inocuidad del tabaco entre los médicos comenzaron a finales del siglo XVI y han durado casi cuatro siglos.
Fray Bartolomé de las Casas se quejó, en 1552, de la terquedad de sus compatriotas asentados en La Española a los que les reprochaba que fumasen como chimeneas. «Era vicio», escribió el obispo, y añadió su molestia por la sempiterna respuesta de los fumadores a sus reproches de que no lo podían dejar. ¿Efecto de la nicotina o ganas de replicar a un cura famoso por abroncar a la gente?
Sin embargo, De las Casas no estaba solo en la oposición eclesiástica al tabaco. Hay numerosas órdenes, dictadas por los obispos de la Nueva España, Perú y España y hasta alguna por el papa, que prohíben a los sacerdotes consumirlo antes de la celebración de la misa y en los coros y sacristías. Esa severidad respondía a la conexión del tabaco con los ritos de las religiones paganas que encontraron los españoles. Más adelante, en 1725, Roma levantó las excomuniones a los sacerdotes fumadores. Una vez que se hubo perdido el recuerdo de las religiones nativas, el consumo de tabaco en los templos o durante la misa dejaba de ser idolatría o sacrilegio para reducirse a irreverencia34.
El tabaco se popularizó en seguida en Europa. Los portugueses lo cultivaron en Brasil y los ingleses en Virginia, pero la mejor planta era la que se recogía en las posesiones españolas. Por eso, los portugueses montaron una red de contrabando de tabaco de Venezuela, que hacía el mismo recorrido que la plata: desde las Indias, a Lisboa y desde allí se enviaba a Inglaterra y a las Provincias Unidas. El puerto de Sevilla pasó de recibir 15 328 libras de tabaco en 1609 a 404 564 en 1613. En esta ciudad se estableció la primera fábrica de tabaco del mundo, cuando en 1620 se concentraron todos los obradores, talleres y cigarrerías en un solo edificio. En 1636, la Corona, necesitada de fondos, estableció el monopolio del tabaco, llamado estanco, palabra que ya ha quedado unida al tabaco, aunque afectaba a multitud de productos. Se concedía la fábrica a un particular que se comprometía a abonar una cantidad a la Hacienda Real; más tarde, fue esta la que reclamó la actividad para sí.
La región del mundo que más tabaco demandaba en el siglo XVIII era la Nueva España, tanto que casi toda la producción se consumía en el interior del virreinato. Se exportaba algo, como a Perú unas 40 000 libras de tabaco en polvo anualmente. Las latas de hojalata en que se guardaban estas se almacenaban en Acapulco a la espera de un buque con licencia que pudiera transportarlas. A los clientes peruanos no les importaba que pasasen varios años hasta que recibían esos cargamentos, porque decían que, como los vinos, el tiempo mejoraba el producto. Los clérigos novohispanos solían tomarlo en polvo. En el siglo XVIII ya fumaban las mujeres de todas las clases sociales y también los niños, a los que sus niñeras daban tabaco para que estuvieran callados o calmados. «Fuman hasta los párvulos», escribió asombrado un funcionario destinado en México.
El obispo Juan de Palafox trató de aprovechar esta pasión de sus gobernados para el bien común. En las instrucciones que dejó a su sucesor en el virreinato, propuso poner un impuesto para financiar con ese dinero la Armada de Barlovento, dedicada a proteger el tráfico naval en el Caribe y el golfo de México de los piratas.
Semejante negocio espoleaba el ingenio. A principios del siglo XVIII, Antonio Charro, vendedor de labores de tabaco en el Baratillo de México, tuvo la idea de vender raciones de briznas envueltas en un papel fino formando un pequeño cilindro. Había inventado el cigarrillo, que en seguida se convirtió en la manera más difundida para fumar primero en Nueva España, luego en el resto del Imperio y la Península y después en Europa. En 1840, ya había cigarrillos en Francia; en Rusia se le añadió el emboquillado; y a partir de 1870 se mecanizó su fabricación. Después de la Primera Guerra Mundial, en Estados Unidos, Edward Bernays, inventor de las relaciones públicas, lanzó una campaña con el lema «Antorchas de libertad» para incitar a las mujeres a fumar.
A finales del siglo XVIII, en la Nueva España había siete fábricas de la Renta del Tabaco, es decir, propiedad de la Corona. En ellas trabajaban 13 316 personas, de las que 9 555 eran mujeres. Los directores preferían a las féminas antes que a los varones porque las consideraban mejor dotadas para el trabajo por ser más limpias y cuidadosas.
Podemos decir que el tabaco, tan perseguido hoy en Occidente, colaboró en la emancipación de la mujer, con empleos y con nuevas costumbres.
En el Real Jardín Botánico de Madrid, fundado por el rey Fernando VI en 1755, se guarda el primer ejemplar de la planta del árbol de la cinchona recogido en Perú, estudiado y catalogado para su conservación. Gracias a su corteza, se cura la malaria, una enfermedad que todavía en nuestros días mata a unos tres millones de personas al año. Su descubrimiento lo realizaron los españoles, que en el siglo XVII empezaron a incorporar las plantas americanas a su farmacopea, después de haber estudiado en las décadas anteriores sus propiedades curativas y haber aprendido sus usos de los nativos. Para muchos historiadores de la medicina, la quinina merece la consideración del más jubiloso hallazgo del XVII, pero, a pesar de su importancia, se desconoce cómo y quiénes descubrieron que la corteza del árbol de la cinchona curaba la malaria. Las anécdotas y las fábulas son abundantes, pero todas falsas, incluso la que afirma que Ana Osorio, condesa de Chinchón, esposa del virrey del Perú, se curó de malaria gracias a la quinina y la trajo a España.
Los médicos Nicolás Monardes y el cirujano de Felipe II, Juan Fragoso, mencionaron la corteza de la quina en sus obras, en la segunda mitad del siglo XVI, pero solo como una especie de curalotodo o calmante empleado por los habitantes del sur de Ecuador, sin dar más detalles. Tengamos en cuenta que en América se desconocía la malaria, por lo que los nativos no podían disponer de un remedio para ella. Ya en el siglo XVII, los jesuitas en Lima experimentaron con ella y descubrieron que curaba las fiebres tercianas y cuartanas. En consecuencia, el boticario Agustín Salumbrino la envió a sus hermanos de Roma, ciudad donde la malaria era endémica debido a las lagunas pontinas. Allí la dieron a conocer, enfrentándose a la resistencia de la doctrina médica dominante. Las teorías de Hipócrates, Galeno y Avicena dividían la etiología de las enfermedades en función de los humores del cuerpo: frías, húmedas, cálidas y secas; y para cada una de ellas administraban una cura de naturaleza opuesta a fin de restaurar el equilibrio interno. ¿Iba a curar la malaria, verdugo hasta de papas y reyes, la corteza triturada de un árbol desconocido de las lejanas Indias? ¡Cosas de curas que encima no han estudiado medicina!
El francés Jean Jacques Chifflet, nombrado por Felipe IV médico de la corte de Bruselas, combatió los beneficios de la quinina en un panfleto famoso, titulado Pulvis Febrifugus Orbis Americani, publicado en 1653. Pero funcionaba. Está registrado su empleo en Roma en la década de 1640. Y lo que a Roma va, de Roma vuelve. La quinina se difundió por España, el Mediterráneo y hasta China.
Sin embargo, a la quinina se le levantaron más obstáculos, no solo por la avaricia de algunos médicos que veían peligrar sus honorarios por recetas que no curaban, sino también por motivos religiosos. Como recibió el apodo de la «corteza jesuita», muchos protestantes se negaban a tomarla, porque la consideraban un veneno papista o una pócima diabólica. Uno de estos fanáticos anticatólicos, según otra de las anécdotas vinculadas a la quinina y que quizás no pasen de novela, fue Oliver Cromwell. El dictador inglés enfermó de malaria en 1658, se le ofreció como remedio, pero se negó a tomarla y falleció.
La decadente España decimonónica quedó descolgada del ritmo de los avances industriales y científicos de otras naciones europeas. En el siglo XIX, dos químicos franceses aislaron el alcaloide de la quinina, que a partir de entonces se fabricó y suministró en mayores cantidades. De esta manera, los europeos pudieron penetrar en África, donde la malaria mataba más que las lanzas y flechas.
Quizás la mayor aportación americana a la humanidad haya sido un metal: la plata, que hacía abrir los ojos de medio mundo por avaricia y admiración, cuando se encogían de sospecha ante la patata y la «corteza jesuita.»
Entre las instituciones jurídicas que perviven en Hispanoamérica, de las establecidas por el Imperio español, destaca la propiedad estatal del subsuelo, que, desde la independencia, y sobre todo desde la explotación del petróleo, ha sido motivo de injerencias extranjeras. Una real cédula de los Reyes Católicos de 5 de febrero de 1504 permitió la libre explotación de minas en España y las Indias, pero fijaba el pago a la Hacienda Real de cualquier metal extraído. Este impuesto era el «Quinto Real», que se aplicó a los dos lados del Atlántico. Gracias a él, la Corona española dispuso de enormes fondos para financiar los gastos del Imperio. Tanto los españoles como sus enemigos sabían que el oro y, a partir de la segunda mitad del siglo XVI, la plata, ponían soldados en los Tercios y las Armadas, y picas y arcabuces en sus manos. Así lo explica un historiador especializado en economía:
«Para los gobiernos de los demás Estados europeos —adversarios o aliados— y publicistas extranjeros tampoco había dudas: sería el aporte económico de las Indias el factor decisivo, por antonomasia, responsable de la hegemonía española»35.
Citemos dos testimonios de la época. Un ingeniero que participó en una expedición corsaria francesa en el Pacífico español a finales del siglo XVII luego escribió en su libro de recuerdos.
«Todo el mundo sabe que los españoles no pueden hacernos guerra si no es con los inmensos tesoros que sacan cada día de la Nueva España y del Perú»36.
Y continuaba lamentando la opresión en que vivían los indios bajo el yugo español y que él y sus compañeros habían querido derribar.
El obispo Palafox conoció durante sus años de estancia en América la importancia de las minas de plata. Por ello escribió en su Memorial que las Indias han «enriquecido con tan copiosos tesoros, cuales nunca se vieron en el mundo», a la Corona española. Y añadió que «es sin duda, que para las copiosísimas guerras (…) han importado tanto los socorros de las Indias.»
Resumiendo lo anterior, Manuel Fernández Álvarez sentencia:
«No cabe duda: sin el oro indiano, malamente hubiera podido el César afrontar su trepidante política exterior, al igual que les ocurriría a sus sucesores»37.
Aunque el historiador cita expresamente el oro, en las mismas páginas de su estudio señala que la plata superó muy pronto en cantidad y valor al oro. La regularidad de la producción de las minas y de las Flotas de Indias, más el crédito que concedían los banqueros a la Corona española con la garantía de las remesas bianuales, permitieron establecer una vía de financiación con préstamos descomunales. Y aun así lo traído de América no bastaba para satisfacer los gastos del Imperio, pues eran imprescindibles las tasas aduaneras, los juros (deuda pública), los impuestos (la mayoría de los cuales se cobraba en el reino de Castilla) y la concesión de privilegios comerciales y estancos a los acreedores. Los gastos, causados no solo por las soldadas de las tropas, sino también por la devolución del capital de los préstamos y del abono de sus intereses, en ocasiones del 14%, o por encima, podían rebasar a los enormes ingresos. Felipe II comenzó su reinado con una declaración de bancarrota debido a la desastrosa situación en que su padre había dejado la Hacienda. Al morir, en 1598, la deuda consolidada de España se aproximaba a ochenta y cinco millones de ducados, con unos intereses anuales de 4 635 000 ducados; es decir, un 5,5%. Las quiebras se repitieron varias veces más, pero siempre había banqueros dispuestos a conceder empréstitos al «Rey de la plata.»
Tan pronto como a Sevilla llegaba la plata, ya en barras o ya amonedada, salía de España, lo que causó protestas de los procuradores de las Cortes y los ensayistas y preocupación en la Corona y sus ministros. En una especie de venganza, la plata indiana contribuyó a convertir a España en un país desindustrializado, que exportaba sus tesoros para pagar los productos que importaba en ocasiones de sus enemigos. Valga como atenuante que en los siglos XVI y XVII, la economía mercantilista que se aplicaba en toda Europa no se planteaba destinar los metales preciosos recibidos en fomentar un incipiente desarrollo económico ya que los Gobiernos solían recurrir a medidas proteccionistas.
Con la plata, el Imperio acuñó piezas de calidad que se convirtieron muy pronto en la primera moneda de circulación mundial. El Real de a Ocho, la más conocida de ellas, y a la que dedicamos un capítulo más adelante, se mantuvo en circulación durante tres siglos. Y después la república mexicana siguió acuñando piezas con la misma calidad que los reyes españoles. Aunque el papel moneda y la irrupción de la libra esterlina, crecida a la par que el Imperio británico, redujeron su importancia, los pesos mexicanos se aceptaron durante mucho tiempo más en las dos orillas del océano Pacífico.
La mayoría de los enemigos de España, desde piratas franceses y argelinos a burgueses ingleses y holandeses, prefería que los españoles se encargasen de la cansada y costosa extracción de la plata para luego ellos tratar de robarla de las Flotas de Indias y del galeón de Manila.
El historiador Guillermo Céspedes del Castillo afirmó:
«El peso de plata es la gran creación americana. Fabricado toscamente, pero de ley alta, es una moneda sana que alcanza difusión en todo el mundo.»
Sin esa plata mexicana y peruana, y sin los españoles que la convirtieron en millones de reales y las transportaron a través de las olas del Pacífico y del Atlántico, la humanidad no habría dispuesto desde el siglo XVI de un medio de pago universalmente aceptado que facilitara el comercio y, con él, el crecimiento económico.
31 El número de pobladores del continente americano antes de la conquista europea es muy difícil de determinar por la falta de censos y registros. Algunos llegan a calcularlo en cien millones, número imposible debido al carácter selvático o desolado de gran parte de América, así como a la baja esperanza de vida de los pueblos seminómadas. La cifra más probable oscila entre los veinticinco y los treinta millones para 1492. Los comanches que formaron un imperio en el siglo XVIII en el centro de Norteamérica gracias a los caballos de origen español fueron solo 40 000 distribuidos en unos 400 000 km2. Las proyecciones demográficas para Europa, mucho más desarrollada y urbanizada que América, sitúan la población alrededor del año 1600 por debajo de los cien millones de personas; de ellos, siete millones en España, poco más de un millón en Portugal (1 262 376 en 1527 y 1 100 000 en 1636) y un millón y medio en las Provincias Unidas, el país más rico del continente. A China, con un territorio muy cultivado y con ganadería doméstica, para 1600 se le atribuye un mínimo de cien millones de almas.
32 HORIA, Vintila: Reconquista del Descubrimiento, Fundación Cánovas del Castillo, Madrid, 1992, p. 285.
33 HAWKES, J. G. y FRANCISCO-ORTEGA, J.: «The potato in Spain during the late 16th century», Economic Botany, january 1992, v. 46, pp. 86-97.
34 CÉSPEDES, Guillermo de: El tabaco en Nueva España, Real Academia de la Historia, Madrid, 1992.
35 BERNAL RODRÍGUEZ, Antonio-Miguel: «Remesas de Indias: de dinero político al servicio del imperio a indicador monetario», en Dinero, moneda y crédito en la Monarquía Hispánica, Fundación ICO y Marcial Pons, Madrid, 2000, p. 378.
36 Ver FERNÁNDEZ DURO, Cesaréo: Historia de la Armada española desde la unión de los Reinos de Castilla y de Aragón, tomo 5, p. 304. Accesible en http://www.armada.mde.es/html/historiaarmada/tomo5/tomo_05_19.pdf. Consultado el 25 de julio de 2019.
37 FERNÁNDEZ ÁLVAREZ, Manuel: Poder y sociedad en la España del Quinientos, Alianza, Madrid, 1995, p. 207.
CUANDO LA CORUÑA PUDO HABER SIDO
Gracias a la Casa de Contratación de Indias, Sevilla fue el bullicio que atraía a todos los curiosos el mundo. En su puerto se mecían naves que habían atravesado todos los océanos del planeta. En sus calles se escuchaban lenguas de Europa, las Indias, África y Asia; se cruzaban personas venidas de todos los puntos cardinales; y hasta desfilaban animales de colores y bramidos desconocidos. En sus almacenes, donde se amontonaban los sacos de las especias, el aroma del clavo, la canela y la pimienta mareaba a quienes se acercaban a ellos. Todo este ajetreo, que se prolongó durante más de dos siglos, pudo haberse repetido bajo los cielos lluviosos de La Coruña, porque el emperador Carlos V concedió a la ciudad gallega la Casa de Contratación de la Especiería.
En su impresionante viaje, Juan Sebastián Elcano y diecisiete marineros más habían recorrido 85 700 kilómetros en 1 084 días. El premio material se encontraba en la bodega de la desvencijada nao Victoria: 600 quintales de clavo, más otras cajas con canela, pimienta y nuez moscada. Los navegantes escogieron en Tidore el clavo porque, a igualdad de peso, ocupaba menos espacio que otras especias; pero, al pesarlo en la Casa de Contratación de Sevilla, la cantidad bajó a 570 quintales; la diferencia se explicó por la peculiaridad del clavo de menguar su peso al secarse. Los tripulantes de la Victoria «trajeron una cantidad de especias que amortizaba con creces los gastos del viaje y les hacía ricos y famosos»38. El valor del cargamento de una sola nave de poco más de 100 toneladas fue tal que cubrió los gastos de 7 875 000 de maravedíes de la expedición completa, formada por cinco naves, sus cargamentos y 240 tripulantes. Si hubieran vuelto todas ellas, el Emperador Carlos V habría disfrutado de una bienvenida inyección de dinero para sus enormes gastos: solo en comprar los votos para su elección imperial, en 1519, tuvo que desembolsar casi 850 000 florines renanos de oro.
Elcano demostró que se podía alcanzar el Maluco a través del Pacífico, aterrador por sus dimensiones, y también que se podía volver a España, aunque siguiendo la insegura ruta portuguesa. La Trinidad, la otra nave que quedaba de la expedición, no pudo penetrar en el Pacífico y su capitán, Gonzalo Gómez de Espinosa, alguacil mayor de la flota, se entregó a los portugueses, semanas después de que la Victoria hubiera atracado en Sevilla y quedó encarcelado hasta 1526. El tornaviaje en el inabarcable océano lo descubriría Andrés de Urdaneta en 1565, pero eso no desalentó a los navegantes españoles que lo intentaron varias veces.
La nao Victoria tocó puerto en septiembre, como ya explicamos en un capítulo anterior. A finales de julio había llegado a Santander Carlos V, otro viajero infatigable. Venía de Inglaterra, con cuyo monarca, Enrique VIII, casado con su tía Catalina de Aragón, había firmado una alianza contra Francisco I de Francia, el Papa y Venecia. En cuanto el Emperador recibió en Valladolid una breve carta de Elcano en la que este le contaba su gesta mientras le tuteaba («tu Alta Magestad»), ordenó al navegante vasco que fuese a verle:
«porque yo me quiero informar de vos del viaje que habéis hecho (…) vos mando que luego que ésta (carta) veáis, toméis dos personas de las que han venido con vos y os partáis y vengáis con ellos a donde yo estuviere.»
Elcano acudió con el piloto Francisco Alebo y el barbero y cirujano Hernando de Bustamante.
La orden imperial no respondió únicamente a capricho o a curiosidad, sino a la intención de conocer la situación de las Molucas en el mapa y su riqueza. En seguida, se empezó a preparar otra expedición, pero el plan desde el principio fue que no partiría de Sevilla. El cabildo de La Coruña contó con los servicios de un personaje excepcional para asegurarse el favor del joven monarca: el comerciante burgalés Cristóbal de Haro. Este había prestado dinero a Fernando el Católico y también a Carlos; había financiado y promovido varias expediciones en busca de una ruta alternativa a la portuguesa, incluida la de Fernando de Magallanes; conocía a otros banqueros, como los Fúcar, y su casa comercial estaba establecida en Amberes, por medio de un hermano. También se volcó en favor de La Coruña el prestigioso Juan Rodríguez de Fonseca, obispo de Burgos desde 1514, organizador del segundo viaje de Colón y presidente de la Junta de Indias, precedente del Consejo de Indias, porque consolidaba el eje mercantil de Burgos y Medina con Flandes. Dos burgaleses, pues, pugnaron por la ciudad gallega. En las negociaciones, el cabildo se obligaba a construir los edificios en piedra y pagar los obreros que se necesitasen para la obra: ofreció aportar diez mil carros de piedra para la mampostería, construir diez hornos para cocer la galleta que se llevaba en los viajes más largos y preparar fundiciones para cañones.
El 13 de noviembre la Corona castellana firmó una capitulación, negociada por Haro, con los armadores que quisiesen comprometerse a enviar una armada de seis naves a las islas de las Especierías en marzo de 1523. Esta expedición ya no la financiaba el rey, pero sí se obligaba a nombrar como capitán general a «un cavallero prinçipal de nuestros reinos», así como a un gobernador y lugarteniente para que guarnecieran esas tierras, y a establecer una nueva Casa de Contratación en La Coruña para el nuevo comercio. La Real Cédula de 22 de diciembre, dada en Valladolid, oficializó la instalación de la Casa, cuyo primer factor fue Haro. En este documento se explican las razones de la elección de la ciudad gallega:
«por el bueno y franco puerto que tienen como porque en él pueden surgir navíos grandes segund para la dicha navegación e trabto se requiere e por otras muchas cabsas o provechos que en ello ay. (…) e por la gran devoçión que habemos e tenemos al bienaventurado apóstol señor Santiago, patrón de España, guiador y protetor de las dichas nuestras armadas e de todas otras nuestras empresas.»
El puerto coruñés estaba más cerca para los mercaderes del norte de Europa interesados en las especias que los de Lisboa y Sevilla. Además, el Emperador no quería ampliar el poder de la ciudad andaluza ni el de la Casa de Contratación de Indias que, desde su fundación en 1503, había ido agrandando su jurisdicción. Otros argumentos en defensa de la elección coruñesa fueron el precio de los seguros marítimos, que se pensaba serían más bajos que en Sevilla, y la abundancia de madera para la construcción de buques.
Y en la lista de los motivos hasta podemos incluir uno sentimental. La Coruña fue el puerto en el que en abril 1506 atracó la armada que traía de Flandes a sus padres, Juana I y Felipe el Hermoso, con unos dos mil hombres de armas para asegurar su derecho al trono. También de La Coruña zarpó en 1520 el propio Carlos en dirección a su natal Flandes para participar en Aquisgrán en la primera de las tres coronaciones como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Las Cortes celebradas en Santiago y La Coruña le concedieron el subsidio para su viaje y coronación, aunque fuese a regañadientes. En cambio, las Cortes de Valladolid, las primeras que convocó en su reinado, le sometieron a la humillación de llamarle «nuestro mercenario», de recordarle que la reina titular de Castilla era su madre, de pedirle que no diese cargos públicos ni dignidades eclesiásticas a extranjeros, de que prohibiese la salida de moneda del reino y de aconsejarle que casase cuanto antes.
El presupuesto de la nueva armada lo aportaron los Fúcar, los banqueros alemanes de Carlos V, con diez mil ducados; dos mil pusieron Cristóbal de Haro y los Belzar, otros banqueros alemanes; seiscientos ochenta y cinco, el conde Andrade; trescientos ducados, Hernán Yáñez, doscientos más Lope Gallo; otros 200 Vasco García… La Corona reconoció estas cantidades en una carta fechada en enero de 1523. Sin embargo, la armada no zarpó en marzo siguiente, como fijó la capitulación, porque el rey Juan III planteó los derechos de Portugal. Las dos cortes decidieron que sus astrónomos, cartógrafos y pilotos debatieran en qué parte del mundo caían las lejanas Molucas, si en el hemisferio asignado a España o el hemisferio asignado a Portugal. La junta se celebró en la primavera de 1524 en las ciudades de Badajoz y Elvas; por parte española acudieron, entre otros, Hernando de Colón, hijo del descubridor, Juan Vespucio, sobrino de Américo, Juan Sebastián Elcano y Sebastián Caboto. La «junta de la raya» concluyó sin acuerdo para fijar el Antimeridiano de Tordesillas, es decir, el meridiano situado a 180º del que sirvió para dividir el Atlántico entre ambas potencias navales. En consecuencia, el emperador permitió a la Casa de la Especiería preparar la flota al Maluco atrasada.
La primera expedición aparejada por la Casa de la Especiería no fue esta. Esteban Gómez, piloto de la Casa de Contratación de Sevilla y desertor de la expedición de Magallanes (aunque luego en el juicio se le absolvió), consiguió que la Corona aprobase su proyecto de buscar un paso entre el Atlántico y los Mares del Sur por el norte de América, «en tierra de bacalaos», según la llama López de Gómara. En agosto de 1524, salió de La Coruña al mando de la carabela Nuestra Señora de la Anunciada, de cincuenta toneladas y con escasos treinta hombres de tripulación. El navegante recorrió el litoral de Norteamérica desde Cuba hasta Terranova, más allá de los 42º de latitud norte, y regresó a Galicia en julio de 1525. A pesar de que no encontró el estrecho, cartografió con tanto detalle las costas que sus notas las incorporó el cartógrafo Diego Ribero al Padrón Real, el mapa maestro secreto a partir del cual se elaboraban las cartas de navegación que llevaban los capitanes en sus barcos. Tanto Gómez como Ribero eran portugueses. En el apogeo de los descubrimientos, España aprovechaba el talento que Portugal despreciaba.
En abril de 1525, Carlos V nombró capitán general de la armada y gobernador de las islas Molucas a fray García Jofre de Loaysa, comendador de la Orden de San Juan y descendiente del conquistador de Jerusalén, Godofredo de Bouillón. Formaban parte de la expedición Juan Sebastián Elcano y un joven Andrés Urdaneta, que no había cumplido los veinte años. Su derrota era la misma que la expedición mandada por Magallanes en 1519 y por eso Elcano desempeñaba el puesto de piloto mayor y, según una Real Orden expedida el 13 de mayo sobre la sucesión en las jefaturas, en caso de muerte, lugarteniente en el mando de la armada. ¿Por qué no se nombró capitán general a Elcano? Quizás para evitar enfrentamientos y motines como los de la expedición anterior se recurrió a poner al frente a alguien vinculado con la Corona. Los objetivos incluían, aparte de asentar la presencia española en las islas de la especiería y traer mercancía, la recuperación de la Trinidad. La armada, que se concentró en La Coruña, la formaban siete naves, de las que seis eran naos: la capitana Santa María de la Victoria (360 toneladas), Sancti Spiritus (240 toneladas), Anunciada (204 toneladas), San Gabriel (156 toneladas), Santa María del Parral y San Lesmes (las dos de 96 toneladas); el séptimo barco era un patache de nombre Santiago (60 toneladas). La expedición largó amarras el 24 de julio. De los cuatrocientos cincuenta tripulantes solo regresaron a España veinticuatro. La tasa de mortalidad ascendió al 95%. Por eso, los promotores de este tipo de expediciones insistían en que los tripulantes otorgaran testamento y se confesaran y comulgaran.
Hasta el Atlántico sur, las singladuras transcurrieron con tranquilidad. Al principio de 1526, comenzaron los mismos problemas que padeció la anterior expedición: tormentas, frío, extravíos, vientos contrarios, soledad, hambre... Antes de cruzar el estrecho, que Magallanes bautizó de Todos los Santos y luego se conocería con su nombre, embarrancó en el río Gallegos la Sancti Spiritu, mandada por Juan Sebastián Elcano y en la que viajaba Urdaneta, y desertaron dos de las naos. Primero, la Anunciada, cuyo capitán dijo que navegaría al Maluco por el sur de África y desapareció para siempre. Y la San Gabriel, que fue atacada por barcos franceses frente a las costas brasileñas, donde quedó su capitán Rodrigo de Acuña, quien pasó dos años encarcelado por los portugueses; la nave, sin capitán, atracó en Bayona, en 1527. Otro de esos temporales arrastró la San Lesmes más al sur, de modo que descubrió el cabo de Hornos. Su capitán, Francisco de Hoces, da nombre en las cartas españolas y varias hispanoamericanas al Mar de Hoces, el tramo de mar que separa América de la Antártida; otras cartas lo denominan Pasaje de Drake en honor al pirata que lo atravesó en 1578.
Las cuatro maltrechas naves supervivientes doblaron el cabo Deseado en la isla Desolación y salieron al Pacífico el 26 de mayo, después de cuarenta y ocho días de bregar con los vientos, que otros marineros llamaron más tarde Furiosos Cuarenta y Bramadores Cincuenta por las latitudes y la intensidad con que soplaban. Los nombres que los navegantes han repartido por esa parte del mundo nos revelan la dureza de las tierras y las aguas. Solo seis días después, una tormenta que se convirtió en temporal dispersó la flotilla. Podemos hacernos una idea del asombro de Elcano y Hernando de Bustamante, que también se había unido a la nueva expedición como tripulante y como inversor. Investigaciones posteriores explican el tiempo apacible que recibió a Magallanes y su gente en 1520 por el fenómeno del Niño.
La Santiago, la nave más pequeña, derrotó al norte hasta recalar en la Nueva España, en el golfo de Tehuantepec el 25 de julio de 1526, al año exacto de su salida de La Coruña, pues Perú no sería conquistado ni el puerto del Callao fundado hasta la década siguiente. Allí esperaba a la tripulación una enorme sorpresa. Hernán Cortés había recibido una carta de Carlos V desde España en la que le mandaba aprestar dos naves para marchar al Maluco, con la misión de «hallar nuestras gentes que en ellas están.» El 31 de octubre de 1527, Álvaro de Saavedra zarpó desde Zihuatanejo como capitán general de una flotilla de tres barcos: Florida, Santiago y Espíritu Santo.
La Santa María del Parral logró cruzar el Pacífico y llegar a las Célebes, muy cerca de las Molucas, pero una parte de los supervivientes se amotinó y asesinó al capitán, a su hermano y al tesorero. La nao embarrancó en la isla de Sanguín, donde los nativos mataron a unos y esclavizaron al resto. A tres de estos desventurados los rescató Saavedra en 1528, pero ahorcó a dos de ellos por cabecillas del motín.
La San Lesmes, capitaneada por Alonso de Solís debido a la muerte de Hoces, desapareció por completo y algunos han querido hallar rastro de su paso en Nueva Zelanda (aunque las islas están demasiado al este si el barco quería dirigirse a las Molucas) y Australia, o fantasear con que su tripulación avistó los hielos de la Antártida. En 1929 se hallaron cuatro cañones españoles del siglo XVI en el atolón de Amanu, por lo que quizás la nao alcanzase ese lugar y los viajeros se mezclasen con los indígenas. En su expedición de 1606, el navegante Pedro Fernández de Quirós, que buscaba la Terra Australis, encontró en el archipiélago Tuamotu indígenas de piel blanca, rubios y hasta pelirrojos, que vivían en palafitos similares a los hórreos gallegos y usaban velas latinas. Lo más inexplicable es que conocían el concepto de la Santísima Trinidad. Ese pequeño pueblo dijo a los españoles que descendían de unos náufragos39.
En la Victoria en la que se habían apiñado los hombres de la Sancti Spiritus, apareció el escorbuto. El 30 de julio fallecieron Loaysa y el piloto Bermejo. El mando pasó a Elcano, que murió el 6 de agosto. El marino, que sabía que su muerte era inminente, otorgó testamento «a un grado de la línea equinoccial», el 26 de julio; entre las mandas, aparece la hija que tuvo con María Vidaurreta. Al día siguiente, su cuerpo se arrojó al Pacífico. Quedaron unos ciento cincuenta hombres, liderados por Alonso de Salazar. En septiembre, llegaron a las islas de los Ladrones, donde se llevaron la sorpresa de encontrarse con Gonzalo de Vigo, desertor de la expedición de Magallanes. El marinero aceptó subir a la nao en cuanto el capitán le dio un seguro real para librarse de su delito y, como escribió Urdaneta, «nos aprovechó mucho porque sabía la lengua de las islas.» A los tres de zarpar de Guam, murió Salazar. El 2 de octubre por fin alcanzaron Mindanao, donde ya había estado Elcano. Quedaban poco más de cien hombres. Recuperados con buena comida y descanso, pasaron a la isla de Tidore. Ahí comenzó una serie de escaramuzas con los portugueses. «Así es como se libró en aquellas islas de las antípodas la primera guerra colonial de la historia, una guerra llena de pequeños encuentros entre masas reducidas de hombres y un solo barco contra varios, en que ninguno de los bandos cejó durante siete años»40. En junio de 1528, los españoles recibieron refuerzos de Nueva España: la nao Florida, de Álvaro de Saavedra. Por dos veces intentaron regresar a través del Pacífico, pero las calmas y los vientos les rechazaron. En Tidore, levantaron un fuerte que artillaron con cañones de la Victoria. En el fin del mundo, sin esperanzas de recibir más auxilio, aplastados por un clima horrible, un puñado de españoles resistía porque esa era su misión. Y lo hizo hasta 1533. Reducidos a una veintena de hombres exhaustos, traicionados por los indígenas, se rindieron a los portugueses, que los maltrataron.
Mientras tanto, en España proseguían los planes sobre la especiería, aunque no se recibiesen noticias de las expediciones. En marzo de 1528 el corregidor de La Coruña envió a Carlos V un informe sobre el estado de las obras comprometidas. Y en abril del mismo año las Cortes celebradas en Madrid no solo juraron como heredero de Castilla al príncipe Felipe, nacido en mayo de 1527 en el Palacio de Pimentel de Valladolid, sino que además le insistieron al emperador en que no enajenase las islas de la especiería, porque de ellas podía esperarse un comercio tan rico como de las Indias. Sin embargo, el sueño de la Especiería acabó poco después.
El 22 de abril de 1529, Carlos V y Juan III aprobaron el Tratado de Zaragoza, por el que se ponía fin a la disputa entre españoles y portugueses por las islas de las especias. El emperador vendía sus derechos al rey luso por 350 000 ducados de oro de 375 maravedíes cada uno, con la salvedad de que él o cualquiera de sus sucesores podría revertir esa operación mediante el reintegro de la misma cantidad. Mientras el pacto estuviese vigente, el soberano español se comprometía a prohibir a sus súbditos españoles viajar al Maluco y a confiscar los cargamentos de especias que no se trajesen en naves portuguesas. También se ordenaba a los españoles y portugueses que no guerreasen entre ellos, sino que se tratasen como cristianos y amigos. Se fijó el Antimeridiano de Tordesillas, la división entre los hemisferios hispano y luso en el Lejano Oriente, que situaban las islas de las especias definitivamente bajo soberanía portuguesa. Aunque el archipiélago de las Filipinas, entonces desconocido por las potencias ibéricas, quedaba en la zona portuguesa, en los años siguientes fue descubierto y colonizado por los españoles y colocado bajo la dependencia del virreinato de la Nueva España.
Los supervivientes de la expedición de Loaysa conocieron la existencia del tratado cuando eran prisioneros de los portugueses en Goa. Se les puso en libertad y regresaron a la Península Ibérica doblando el cabo de Buena Esperanza. Urdaneta aprovechó su prisión para viajar por la inmensa región, conocer las costumbres de los pueblos y tratar de aprender algo de sus idiomas. En Lisboa, los portugueses le robaron todos sus documentos, diarios y mapas. El vasco escapó a España y denunció el despojo al Consejo de Indias, al que presentó un informe. La segunda vuelta al mundo tardó once largos años, más por las enemistades entre los hombres que por la inmensidad de la naturaleza.
¿Por qué el Emperador renunció al Maluco? Desde luego, por sus apuros económicos. Carlos prefirió los 350 000 ducados de oro en mano antes que los cientos de cajones de pimienta y clavo que podrían llegar o no. Además, los cartógrafos y navegantes españoles empezaban a comprender que el Maluco caía dentro del hemisferio portugués. Y con la ruta por el Índico cerrada, solo quedaba permitido el tornaviaje por el Pacífico, pero habían fracasado todos los intentos por encontrarlo. También influyó la situación internacional. El emperador Carlos había casado en 1526 con la infanta Isabel, hermana del monarca portugués y nieta, como él, de los Reyes Católicos. En sus guerras con Francisco I necesitaba tener cubiertas las espaldas en la Península, como bien sabía por su experiencia en la sublevación de los comuneros, cuando Lisboa aportó dinero para pagar el ejército real que venció a los rebeldes. Unos meses después de aprobarse el Tratado de Zaragoza, se alcanzó la Paz de Cambrai entre España y el Sacro Imperio, en un bando, y Francia, en el otro.
En consecuencia, la Casa de la Especiería tuvo que cerrarse. Como consolación, una real cédula de enero de 1533 permitió a ocho puertos españoles, entre ellos el coruñés, comerciar con las Indias, a condición de que los barcos recalasen primero en Sevilla para el control de las mercaderías y el pago de los impuestos. Ante el poco interés de este privilegio, se derogó en 1573. El puerto de La Coruña se redujo al comercio europeo y nacional y, además, se convirtió en base habitual de la armada en las guerras contra Inglaterra y por ello, en objetivo enemigo. La última batalla por su control se libró en 1809. Antes de esta, a La Coruña le cabe el honor de haber sido en 1803 el punto de inicio del viaje de la corbeta María Pita, que llevó la vacuna de la viruela a América.
¿Qué es la globalización? Que unas batallas en la península italiana determinen el destino de unas islas en el Índico y sus efectos se noten en La Coruña.
8. ¿QUÉ FUE DE LAS FAMILIAS DE MOCTEZUMA Y ATAHUALPA?
El periódico más riguroso de España es el Boletín Oficial del Estado: todo lo que publica es cierto y se cumple. Los periodistas que dediquen un rato todos los días a leerlo encontrarán noticias de gran interés, de las que las más evidentes son los indultos, las condecoraciones y los nombramientos. La lectura de otros boletines, de instituciones públicas y privadas, también ofrecen exclusivas a los lectores pacientes.
¿EL EMPERADOR PERDIDO DE MÉXICO?
En 2007, encontré una noticia sorprendente en el Boletín de la Real Academia Matritense de Heráldica y Genealogía: el presidente de Venezuela, Hugo Chávez Frías, había enviado un comando de genealogistas a México para buscar documentación que le permitiese enlazar con el penúltimo huey tatlonai (emperador) de los mexicas, Moctezuma II. El caudillo del «socialismo del siglo XXI», preocupado por sus antepasados y por su hipotético derecho a un trono desaparecido hacía casi quinientos años. No habría habido mayor paradoja desde la coronación como rey de Suecia del general republicano bonapartista Bernardotte.
El Boletín sorprendía a sus lectores al revelar en su editorial41 que uno de los déspotas tropicales tan abundantes en Hispanoamérica desde la caída del Imperio español estaba buscando una corona imperial:
«El Presidente Chávez ha encontrado entre sus antepasados a un Francisco Moctezuma al que supone pariente del antepenúltimo emperador azteca. Poco importa que para llegar a ese personaje haya que encontrarse cinco enlaces ilegítimos. Tampoco importa que hubiera un Francisco de Moctezuma, cacique principal de un pueblo de Nueva España y de la estirpe del emperador, del que hay constancia documental ochenta años antes del supuesto antepasado del presidente Chávez. (…) Ahora sería particularmente interesante reclamar un trono indígena de Méjico o de las Américas y, de paso, ¿por qué no?, reclamar a los Estados Unidos la devolución de Tejas, Arizona y Nuevo Méjico, como parece vislumbrarse bajo ese sueño monárquico.»
Los genealogistas venezolanos no solo se paseaban por México, sino que además enviaban solicitudes a la embajada española:
«Estas maniobras de los representantes genealógicos del Gobierno de la República Bolivariana de Venezuela no son conocidas en España o, quizás, no han trascendido por razones evidentes de amistad del actual gobierno español con el régimen chavista. Son, sin embargo, bien conocidas en Méjico, donde esa comisión genealógica venezolana ha estado en varias ocasiones tratando de documentar la pretensión de su presidente y donde ha dejado múltiples rastros de su paso, entre los que se encuentran interesantes escritos y memoriales al estilo actual, que han sido dirigidos a la Cancillería de la República Mejicana e, incluso, a la Embajada de España en esa nación hermana.»
El autor del editorial aseguraba que la pretensión del presidente bolivariano era imposible, porque de Moctezuma hay «descendientes perfectamente legítimos que residen en España desde 1567.»
Pero ¿no habían sido ejecutados por los conquistadores españoles los monarcas nativos… o, al menos, no era eso lo que cabría pensar de unos individuos tan violentos?
Y LA GUARDIA CIVIL
Cuando un conquistador o un conspirador se hacía con el poder, solía ser frecuente asesinar al anterior monarca y a toda su familia, sobre todo a la descendencia. Así llegó Abderramán I a Al-Ándalus, huyendo de la matanza de todos los miembros de la dinastía Omeya cometida por los Abasíes. Estas matanzas no ocurrían únicamente en las épocas bárbaras; los bolcheviques intentaron exterminar a todos los Románov, incluso a los niños enfermos y las mujeres monjas. Por el contrario, los españoles trataron de legitimar su conquista con alianzas con los gobernantes locales, como Hernán Cortés con Moctezuma y Francisco Pizarro con Manco Inca Yupanqui. En todo caso, aunque muriera el monarca o cacique nativo, fuera en combate o ejecutado después de un juicio nada justificable, los españoles respetaban a sus familias y las incorporaban a sus instituciones y su modo de vida, mediante el bautismo, la educación y el matrimonio.
Una vez derrotados los mexicas, Hernán Cortés se convirtió en protector de los hijos de Moctezuma, en parte para tenerlos como rehenes y en parte para evitarles venganzas de sus antiguos súbditos o esclavos. Además, se les asignaron rentas y plazas en los colegios. A Tlacahuepantli, hijo varón de Moctezuma y de Tollan Xicocotitlan Miahuaxochtzin, nacido en una fecha desconocida, se le conoció después de su bautismo como Pedro de Moctezuma. Acompañó a Cortés en su primer viaje a España, donde se presentó al Emperador Carlos V. Los césares y generales victoriosos entraban en Roma con los reyes vencidos atados a sus carros, a los que luego se ejecutaba. La Monarquía reconoció a Pedro su linaje y le permitió regresar a la Nueva España, donde se le dieron unos pueblos y unas fincas con cuyas rentas vivir. Pero ni su sangre ni las atenciones imperiales impidieron que se ocupasen sus propiedades ni favorecieron su recuperación por parte de los tribunales del virreinato.
Con el nuevo rey español, la situación del príncipe mejoró. En 1566, don Pedro escribió a Felipe II para pedirle más mercedes y subsidios, y para justificarlos recordó que era hijo único del huey tatlonai, que había dado su vida por el establecimiento de la religión verdadera y la soberanía española en el Anáhuac. Al año siguiente, Felipe II le concedió una renta vitalicia de tres mil pesos de oro, equivalentes a un millón trescientos cincuenta mil maravedíes, cantidad pequeña en comparación con la asignada a otras casas nobiliarias (la de Medinaceli recibía veintiocho mil ducados), y la constitución de un mayorazgo, que se formalizó en 1569. Al año siguiente, falleció Pedro de Moctezuma.
El primogénito de Pedro, Martín, falleció sin herederos, por lo que el mayorazgo pasó a su hermano Diego Luis Moctezuma, vecino de México y casado con Francisca de la Cueva Bocanegra. El hijo de este matrimonio, Pedro Tesifón de Moctezuma de la Cueva (1584-1639), biznieto del último soberano mexica, se estableció definitivamente en España. Fue un personaje de relevancia en los reinados de Felipe III y Felipe IV. No solo ingresó en la Orden de Santiago —institución vinculada a la Corona y uno de los mayores honores en la Monarquía de los Austrias—, sino que en 1612, la Corona aumentó sus rentas a mil ducados anuales y el «Rey Planeta» le concedió, en 1627, los títulos de conde de Moctezuma y vizconde de Ylucán. En 1630, compró la villa de La Peza, en Guadix, con lo que adquirió vasallos españoles. Los Moctezuma ya formaban parte de la sociedad estamental española, la aristocracia de Castilla y los círculos de poder en la corte. A partir de entonces, con su esfuerzo y sus alianzas matrimoniales, siguieron ascendiendo en la España que había conquistado las tierras de sus mayores.
Al primer conde, le sucedió su hijo Diego Luis de Moctezuma y la Cueva. La tercera condesa de Moctezuma, Jerónima de Moctezuma y Jofre de Loaysa, contrajo matrimonio con José Sarmiento de Valladares, al que Carlos II nombró virrey de la Nueva España en 1696, aunque la condesa no pisó la tierra de sus antepasados, porque falleció en 1692. Sin embargo, el rey permitió al viudo usar el título de su esposa con la nueva denominación de conde de Moctezuma de Tultengo. Carlos III concedió Grandeza de España al VII conde en 1766. Antonio María Marcilla de Teruel y Navarro Moctezuma, XIV conde, solicitó a Isabel II la elevación de su título a la categoría de ducado, al representar su línea la primogenitura legítima del primer conde, y la reina le concedió la merced el 11 de octubre de 1865. El rey Juan Carlos I recuperó la denominación completa del título: ducado de Moctezuma de Tultengo.
Los descendientes del linaje de Moctezuma, lejos de ser apartados o despreciados por la aristocracia tradicional española, emparentaron con esta, de manera que el apellido y la sangre de Moctezuma aparecen frecuentemente en la historia de España. María Isabel de Moctezuma y Torres, dama de la Reina Mariana de Neoburgo, esposa de Carlos II, fue agraciada por Felipe V en 1718 con el título de marquesa de Liseda. Jerónimo Morejón Girón y Moctezuma (1741-1819), marqués de Las Amarillas, fue teniente general y virrey de Navarra. Su hijo Pedro Agustín Girón (1778-1842) combatió a los franceses en la guerra de la Independencia y recibió de Isabel II el título de duque de Ahumada. El sucesor de este en el ducado de Ahumada y el marquesado de Las Amarillas, el general Francisco Javier Girón y Ezpeleta de las Casas y Enrile (1803-1869), fundó la Guardia Civil. Es decir, el cuerpo uniformado que desde mediados del siglo XIX ha mantenido el orden en España y ha reprimido a delincuentes, conspiradores y revoltosos tiene su origen en un aristócrata con sangre mexica.
LA SOBRINA DEL ÚLTIMO GRAN INCA,
Durante su prisión en Cajamarca, Atua Huallpa (Atahualpa), sapay inca y señor del Tahuantinsuyu, ofreció a su carcelero Francisco Pizarro casar con su hermana, como era costumbre entre la realeza inca, con estas palabras: «Cata ay mi hermana hija de mi padre que la quiero mucho.»
La joven, llamada Quispe Sisa (1518-1575), tenía unos quince años y al bautizarse tomó el nombre de Inés Huaylas Yupanqui. Por las crónicas, sabemos que Pizarro, que ya sobrepasaba los cincuenta años, la apreció mucho y la apodaba Pizpita, en recuerdo de un pájaro que vive en Extremadura. Tuvieron dos hijos, Gonzalo, que murió niño, y Francisca Pizarro Yupanqui (1534-1598). Después de la derrota de Manco Capac, en 1537, Pizarro la abandonó por la ñusta (princesa) Angelina Yupanqui, destinada a casarse con Atahualpa, quizás para enlazar la legitimidad vencida con la triunfante.
De todas maneras, el conquistador no desamparó a su amante. Le dio grandes propiedades, que la convirtieron en la mujer más rica de Perú, y le buscó el que parecía un buen partido, Francisco de Ampuero, soldado riojano convertido en uno de sus principales consejeros. La princesa inca y el español se casaron en 1538 y tuvieron tres hijos. De uno de ellos, Martín Alonso de Ampuero y Yupanqui Inga, desciende la familia limeña de los Vásquez de Velasco, en la que residen los títulos de Castilla de marqués de Torrebermeja y conde de Las Lagunas, creados por Felipe V.
Entre los beneficios que recibió doña Inés de los españoles, se encontraba la personalidad jurídica. Pleiteó contra su marido para conservar como privativos los bienes que había recibido de Pizarro antes de su matrimonio, incluyendo la casa en la que vivía con Ampuero, frente a la iglesia de la Merced, en Lima. Estuvo implicada en hechicerías contra su marido, no se sabe si para envenenarle o para enamorarle.
Francisca Pizarro Yupanqui, apodada la «primera mestiza de Perú», heredó la fortuna de Pizarro y su título de marqués (renombrado de la Conquista en 1631). Desterrada a España, la sobrina del último Gran Inca se enamoró de su tío Hernando, con el que se casó en 1552, y luego pleitearon contra la Corona para recuperar los bienes confiscados a los Pizarro.
El emperador Carlos, por Real Cédula de 1 de octubre de 1544, legitimó a los hijos naturales de Alonso Tito Uchi Inga, hijo de Huáscar y nieto del Sapay Inca Huayna Capac. Además, autorizó a los varones a ejercer cualquier oficio real, concejil y público. En otra real cédula, de 1545, la Corona reconoció a Gonzalo Uchu Hualpa y Felipe TupaInga Yupangui, hijos del Sapay Inca Huayna Capac, sangre real y les concedió escudos de armas a ellos y sus descendientes.
Entre las sorpresas que dejan los enlaces matrimoniales de los españoles con los nativos americanos sobresale María de Loyola y Coya-Inca (1593-1630). Su padre, Martín García Óñez de Loyola, gobernador de Chile y corregidor de Potosí, era sobrino-nieto de Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, y combatió contra Túpac-Amaru y los araucanos. Su madre, Beatriz Clara Coya, era una ñusta inca riquísima. Su única hija, Ana María Loyola Coya unía en su persona las sangres de un santo católico y de un linaje principesco inca. Nacida en Concepción, a los siete años quedó huérfana y se trasladó a España, como habían planeado su madre y la Corona.
Se instaló en la corte, entonces en Valladolid, y obtuvo el favor de Felipe III. Ganó el pleiteó para recuperar los pueblos de su mayorazgo que el virrey del Perú había confiscado. Al cumplir los dieciocho años, casó con Juan Enríquez de Borja, hijo de los marqueses de Alcañices y nieto del jesuita Francisco de Borja. Según el Inca Garcilaso, el rey quería vincular a la última descendiente legítima de los soberanos incas del Perú con un título de Castilla. Seguramente, ello influyó en que doña María consiguiera que Felipe III le concediera en 1614 la dignidad perpetua de Adelantada del Valle de Yupangui y el marquesado de Santiago de Oropesa, uno de los cinco señoríos territoriales que la Corona creó en Indias, junto con el ducado de Veragua y el marquesado de Jamaica para los Colón, el Valle de Oaxaca para Hernán Cortés, el ducado de Atrisco y el marquesado del Valle del Tojo.
La generosidad, o la estrategia, de la Corona española con los descendientes de Atahualpa y Moctezuma contrasta con el trato dado a la familia Colón. Esta tuvo que pleitear para que se le reconocieran los títulos de almirante, virrey y gobernador pactados en las capitulaciones. Después de varias sentencias contradictorias, un laudo arbitral dictado treinta años después de la muerte de Cristóbal Colón confirmó la supresión de los títulos de virrey y gobernador decidida por la Corona, mantuvo el título de Almirante de Indias en condiciones parecidas al de Almirante de Castilla y constituyó el señorío de Veragua. Con razón se dice que la ingratitud es oficio de reyes.
¿DÓNDE ESTÁN LOS PRÍNCIPES INDIOS EN AMÉRICA?
Cuando el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, reclamó al Vaticano, al rey Felipe y al Gobierno de España que le presentasen disculpas por la Conquista, el actual titular del ducado de Moctezuma, Juan José Marcilla de Teruel-Moctezuma y Valcárcel, replicó:
«Me sienta francamente mal que se use la figura de mi ancestro con fines políticos. No tiene ningún sentido exigir al Rey que pida perdón por algo que ocurrió hace cinco siglos, y se lo dice alguien que tiene sangre azteca a alguien que no. Yo no conozco ningún imperio en el que, a los hijos de los conquistados, como a mis ancestros, se les otorgaran pensiones vitalicias, títulos nobiliarios, etcétera»42.
Las palabras de Marcilla de Teruel sobre sus antepasados se pueden aplicar igualmente a los descendientes de Atahualpa. Y es que la conducta de España con sus vencidos es única. En EE. UU. ningún descendiente de los caudillos cherokees, semínolas, hurones o comanches, figura en las listas de senadores, generales o directores del FBI. Tampoco encontramos hijos ni nietos de los rajás de la India británica en el Parlamento o el Gobierno del Reino Unido.
Por cierto, ni en México ni en Perú se han reservado puestos en el Estado a las dinastías derrocadas por los españoles. El Imperio fue más generoso con los vencidos que las repúblicas instauradas en el nombre de estos… solo en la propaganda.
41 Editorial «La genealogía al servicio de la política», en Boletín de la Real Academia Matritense de Heráldica y Genealogía, nº 62, 1er trimestre de 2007, Madrid, pp. 1-3. Accesible en la dirección https://www.ramhg.es/images/stories/pdf/boletin/boletin-062.pdf. Consultado el 5 de septiembre de 2019.
42 ABC, 2 de abril de 2019. Accesible en https://www.abc.es/cultura/abci-moctezuma-contra-lopez-obrador-no-tiene-sentido-fines-politicos-201903310040_noticia.html. Consultada el 5 de septiembre de 2019.
9. LAS SALAMANCAS DE AMÉRICA43
¿Cómo diferenciar un imperio de una colonia? María Elvira Roca Barea lo explica con acierto.
«El imperio se distingue del colonialismo y otras formas de expansión territorial porque avanza replicándose a sí mismo en integrando territorios y poblaciones. El colonialismo en cambio no. El mantenimiento de la diferencia entre colonia y metrópoli es su esencia.»44
Los territorios descubiertos por Colón y luego conquistados por otros españoles recibieron inmediatamente las leyes y las instituciones que existían en Castilla. En muchos sentidos fueron una prolongación de Castilla, de manera similar a como lo fueron los reinos de Sevilla, Córdoba, Jaén, Murcia y Granada reconquistados entre los siglos XIII y XV. Pero para gobernar el lejano nuevo mundo y a sus nativos, súbditos de la Corona desde el primer momento, se necesitaban leyes e instituciones adaptadas a sus circunstancias. Por eso, la Corona de Castilla dictó las Leyes de Burgos (1512). Más adelante, el emperador Carlos trasplantó la figura de los virreyes, que ya existían en las posesiones italianas de la Corona aragonesa y en Navarra y él instaló en los estados de la Corona de Aragón. El rey se hacía presente en la Nueva España y el Perú de manera similar a Aragón, Valencia y Cataluña, aunque sin las Cortes. Otra institución que se replicó en las Indias, tal cual existía en España, fue la Universidad.
Las universidades solían fundarse mediante bula pontifica confirmada por una real cédula o viceversa: primero la cédula y luego la bula, de ahí, sus títulos de Real y Pontificia para las más veteranas. Otras eran fundaciones de órdenes religiosas, con base en los colegios y conventos de dominicos, franciscanos o jesuitas. Por último, algunas de ellas no alcanzaron el rango de universidades plenas, pues eran academias con facultad para graduar, sobre todo en estudios de humanidades. La Corona solía dotar de fondos y fuero a las universidades.
En 1518, es decir, a los veinticinco años de que Colón regresase a España de su primer viaje, se instituyó en la ciudad de Santo Domingo un Estudio General dirigido por los dominicos. Veinte años más tarde, el papa Pablo III la erigió en universidad plena mediante la bula In apostolatus culmine, aunque la confirmación de la Corona tardó varias décadas. Esta Universidad tuvo como modelo a la de Alcalá de Henares.
Una vez instaurados los virreinatos de la Nueva España (1535) y del Perú (1542), el emperador Carlos ordenó la creación de sendas universidades en sus capitales en 1551. Por causalidad, las clases en la universidad peruana comenzaron el 2 de enero de 1553 y las de la mexicana unos días más tarde. Felipe II, pensando en las que se constituirían en los años siguientes, mandó al papa Pío V una carta, el 3 de octubre de 1571, en la que solicitaba, tanto para las ya existentes como para las que se fundasen posteriormente, la concesión de los privilegios de que gozaba la Universidad de Salamanca. Asombra la previsión del monarca, tanto más cuando esa carta está fechada cuatro días antes de la batalla de Lepanto, en que la flota de la Liga Santa, mandada por su hermanastro Juan de Austria, derrotó a la turca. Mientras se libraba la campaña militar en el Mediterráneo en la que España se jugaba su armada y la defensa de Italia, Malta y las Baleares, el rey tenía tiempo de ocuparse de los estudios universitarios al otro extremo de su Imperio.
Y don Felipe acertó plenamente. Dada la inmensidad de los virreinatos, los obispos, los ayuntamientos, las audiencias y las órdenes religiosas reclamaron a Madrid y a Roma la erección de nuevas universidades. Junto con Filosofía, Derecho y Teología, en ellas se enseñaba Medicina, Matemáticas, Astrología y lenguas indígenas.
Desde el principio, la Corona se empeñó en que las universidades estuvieran abiertas a todos sus súbditos, incluidos, por supuesto, los nativos americanos. Por ello, el americanista Manuel Ballesteros Gaibrois dice que estos centros de enseñanza constituyeron «un trasplante total de la vida española a América, con dos móviles bien definidos: la conversión espiritual del indígena y su transformación a la vida civilizada.»
A continuación, damos la lista de las universidades en la América española.
43 Para elaborar este capítulo hemos seguido el documentado libro de la doctora Águeda María Rodríguez Cruz La Universidad en la América hispánica, Fundación Mapfre, Madrid, 1992.
44 ROCA BAREA, María Elvira: Imperiofobia y Leyenda Negra. Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español, Siruela, 11ª edición, Madrid, 2017, p. 295.
UNIVERSIDADES HISPANOAMERICANAS POR ORDEN CRONOLÓGICO DE FUNDACIÓN* | ||
NOMBRE | FUNDACIÓN | EXTINCIÓN |
Santo Domingo | 1538 | Suprimida en 1823 |
San Marcos (Lima) | 1551 | |
México | 1551 | Suprimida en 1865 |
La Plata (Charcas) | 1552 | No entró en funcionamiento |
Santiago de la Paz (Santo Domingo) | 1558 | Extinguida en 1767 |
Tomista de Santafé (Colombia) | 1580 | |
San Fulgencio | 1586 | Extinguida en 1786 |
Ntra. Señora Rosario (Santiago de Chile) | 1619 | Extinguida en 1713 |
Javierana de Santafé | 1621 | Extinguida en 1767. Restablecida en 1930. |
Córdoba | 1621 | |
San Francisco Xavier (Sucre) | 1621 | |
San Miguel (Santiago de Chile) | 1621 | Extinguida en 1738 |
San Gregorio Magno (Quito) | Extinguida en 1769 | |
San Ignacio de Loyola (Cuzco) | 1621 | Extinguida en 1767 |
Mérida (Yucatán) | Iniciada en s. XVII | Clausurada en 1767. Refundada en 1778. No entró en funcionamiento. |
San Carlos | 1676 | Antecedentes en 1619-1625 |
San Cristóbal de Huamanga (Ayacucho) | 1680 | |
Santo Tomás (Quito) | 1681 | Centro público desde 1776 |
San Nicolás (Colombia) | 1694 | Extinguida en 1775 |
San Jerónimo (La Habana) | 1721 | |
Caracas (Venezuela) | 1721 | |
San Felipe (Santiago de Chile) | 1738 | |
Buenos Aires (Argentina) | 1733 | Clausurada en 1767. Refundada en 1778. No entró en funcionamiento. |
Popayán (Colombia) | 1744 | Colegio seminario. Extinguido en 1767 |
San Francisco Javier (Panamá) | 1749 | Extinguida en 1767 |
Concepción (Chile) | En torno a 1749 | Extinguida en 1767 |
Asunción (Paraguay) | 1779 | |
Guadalajara (México) | 1791 | |
Mérida (Venezuela) | 1806 | |
León (Nicaragua) | 1812 | Creada por decreto de las Cortes de Cádiz |
* Algunos de estos centros fueron academias facultadas para conceder grados
Fuente: Águeda María Rodríguez Cruz
Mientras España empezó a fundar universidades en el mismo siglo XVI, ¿qué hicieron otras potencias europeas?
Portugal, que gobernó Brasil durante trescientos años, no instauró ninguna universidad. Había escuelas de derecho y teología dirigidas por las órdenes religiosas y escuelas de artes y oficios, pero ninguna institución de enseñanza superior. Quienes deseasen un título universitario debían emprender el largo viaje a Coímbra y permanecer allí varios años. Semejante gasto solo podían afrontarlo los muy ricos. El Brasil independiente estableció su primer centro de estudios superiores en diciembre de 1912: la Universidad de Paraná. Los franceses y los quebequeses quieren hacer pasar como primera universidad de Norteamérica en lengua francesa el seminario de Quebec, fundado en 1663, y limitado, como corresponde a su función, a la educación de sacerdotes. La primera universidad establecida en territorio bajo soberanía británica fue en 1636. Cuando acabó el siglo XVII solo había tres centros de estudios superiores en las colonias británicas del continente.
LAS PRIMERAS UNIVERSIDADES
DE LAS TRECE COLONIAS
NOMBRE | AÑO DE FUNDACIÓN |
Harvard | 1636 |
Colegio de Guillermo y María | 1693 |
Colegio de Saint John | 1696 |
Yale | 1701 |
Washington | 1723 |
Pennsylvania | 1740 |
Colegio Morovian | 1742 |
Delaware | 1743 |
Princeton | 1746 |
Washington y Lee | 1749 |
El sistema universitario español en América comenzó su decadencia con la inhabilitación de la Compañía de Jesús. Los siguientes centros fueron extinguidos a partir de 1767, cuando Carlos III expulsó a la Compañía de Jesús de sus reinos: la Universidad de Santiago de La Paz (Santo Domingo), la Universidad de San Gregorio Magno (Quito), la Universidad de San Ignacio de Loyola (Cuzco), la Universidad de Mérida de Yucatán (Nueva España), la Universidad de Buenos Aires, la Universidad de San Francisco Javier (Panamá), la Universidad Javierana de Santafé (Nueva Granada), la Universidad de Popayán (Nueva Granada) y la Universidad de Concepción (Chile). Aparte de estas universidades, otras empresas culturales de las que se encargaban los jesuitas, como escuelas, archivos, bibliotecas, gabinetes médicos y similares, también se desatendieron. Por ello, no parece exagerada la afirmación del diplomático peruano Alberto Wagner de Reina de que el destierro de los jesuitas retrasó en casi un siglo el avance cultural y científico de Hispanoamérica45.
Ese mismo siglo XVIII asistió a la promulgación, a instancias de los criollos, de normas racistas que prohibían el acceso a las universidades de estudiantes que no fueran blancos. Los criollos, señala Rodríguez Cruz, «se oponían también a la educación popular por temor a que los pardos quisieran sacudir su servidumbre.» Para ingresar en las universidades hispanoamericanas a los estudiantes se les exigía probar su legitimidad de origen y su limpieza racial; o sea, no descender de negros, esclavos, bastardos o padres desconocidos. En muchas ocasiones, la Corona concedía dispensas a los estudiantes perjudicados por estas ordenanzas, aunque se enfrentaba con la resistencia de los criollos, que como clase controlaban las universidades.
Pero el golpe que tumbó los centros universitarios e hizo retroceder la cultura en la América española, sobrevino en el siglo XIX, con las independencias de las nuevas repúblicas. Cuando España cedió a la república francesa por el Tratado de Basilea (1795) su parte de la isla de La Española, la Universidad de Santo Domingo sufrió el mismo destino que las universidades francesas. En 1793, los republicanos habían clausurado todas las universidades del país, ya que, de un modo u otro, estaban controladas o patrocinadas por la Iglesia. La invasión haitiana la clausuró. La educación superior regresó a la isla en 1866, mediante la fundación del Instituto Profesional, que en 1914 recibió el nombre de Universidad de Santo Domingo.
La Universidad de México sufrió cierres y reaperturas durante el siglo XIX hasta que el emperador Maximiliano de Habsburgo (1864-1867) la clausuró en 1865. Los mexicanos, tan parecidos a los españoles en su gusto por la destrucción de las obras heredadas del pasado, demolieron el edificio que la albergó. Fue restaurada por el ministro Justo Sierra en 1910, durante la conmemoración del primer centenario de la independencia.
En cambio, las autoridades peruanas mantuvieron la Universidad de San Marcos de Lima, que ahora reclama la condición de más antigua del continente, al ser la que funciona ininterrumpidamente desde hace más tiempo. El historiador y jurista peruano Luis Antonio Eguiguren describe así el papel de la centenaria universidad en su país:
«Lima no es solo perfumes, incienso, piedad, inquietud versallesca. Es también la capital verdadera de las colonias de España. Se convierte, por tal motivo, en el ágora de la acción política, en el mercado más importante, en el foco luminoso de la inteligencia. Aquí llegan hombres representativos; sabios y eruditas; catedráticos y publicistas. Las familias más distinguidas, de todos los ámbitos de América, envían a sus hijos a estudiar en San Marcos o en los colegios más renombrados de entonces: en el Real de San Martín, en el de San Felipe y San Marcos, en el de Santo Toribio, en el de San Carlos, todos vinculados a la Universidad Mayor de San Marcos. Fue Lima, por tal razón, la capital de la inteligencia de la Colonia. Cuando la Independencia crea la República, en Lima, trabaja activamente la generación de los próceres que formó su espíritu en San Fernando y San Carlos, hijos predilectos de la Universidad de San Marcos. (…) Su historia de cuatrocientos años corre paralela a la acción de la conquistadores y virreyes, libertadores y próceres, caudillos y hombres de pensamiento. No es posible hablar de la Universidad sin tener una idea de lo que fue y es Lima.»46
Las universidades fundadas por España contribuyeron no solo a extender el cristianismo y la civilización, sino también a preparar a la élite que realizó la independencia y a los primeros dirigentes de las nuevas repúblicas.
45 OLIVIÉ, Fernando: La herencia de un imperio roto. Dos siglos de política exterior, Fundación Cánovas del Castillo, Madrid, 1999, p. 63.
46 EGUIGUREN, Luis Antonio: La Universidad Nacional Mayor de San Marcos: IV Centenario de la Fundación de la Universidad Real y Pontificia y de su vigorosa continuidad histórica, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima, 1950, pp. 13-14.
La obra de España en el Nuevo Mundo era una obra de poblamiento y para ello las mujeres eran imprescindibles. Entre los expedicionarios de Cristóbal Colón hubo mujeres y una real cédula de 23 de abril de 1497 estableció que, de los trescientos treinta emigrantes que se iban a asentar en La Española, la décima parte —treinta— fueran mujeres. Por otro lado, desde el comienzo, la Corona vigilaba la condición de los españoles que querían marchar a Indias y pretendía que solo pasasen «buenos ciudadanos»: gentes trabajadoras, con oficio útil y sin antecedentes penales. Dentro de esta categoría, el rey Fernando mandó ya en 1515 que los casados «en estos reinos», es decir, en la España peninsular, llevasen a las Indias a sus esposas, o bien, como fijó una real cédula de 19 de octubre de 1544, si se encontraban allá sin sus mujeres, regresasen a España y «asistan en lo que es su obligación.» Son constantes las órdenes a los virreyes, gobernadores y corregidores para reunir a los casados con sus cónyuges, hasta embarcándolos por la fuerza, y prohibir su establecimiento sin sus esposas. En esta tarea contaban con la colaboración de los obispos, a los que se fuerza a informarse de la situación familiar de los españoles y comunicarla a las autoridades si era necesario. Una real cédula de 23 de mayo de 1539 prohíbe dar licencias para ir a Indias a solteras. Es decir, la Corona volcaba su poder contra los maridos que ponían un océano entre ellos y su familia. El Imperio no aprobaba el «ahí te quedas» ni el «me voy a buscar tabaco»47.
Pero las mujeres no se limitaban a ser únicamente esposas sumisas, sin apenas inteligencia ni capacidad legal, tal como las presenta el feminismo rampante. En este capítulo presentaremos a varias de ellas, que hicieron lo que quisieron en su vida. Y empezaremos con aquella cuya intuición, insistencia y voluntad fue la génesis del Imperio español.
PROTECTORA DE LOS INDIOS
Sin ella, nada habría ocurrido.
El rey Fernando desconfiaba del proyecto de Cristóbal Colón, no solo por el dictamen en contra de la junta de expertos, sino también por las exigencias del genovés. En 1492, le dijo a su esposa que dejasen que el irritante marino marchase «en buena hora» y la reina Isabel no supo qué contestar entonces, pero cambió de opinión gracias a las cartas y los argumentos de dos amigos de Colón, fray Juan Pérez y Luis de Santángel, prestamista de la Corona. Los Reyes aprobaron el plan y, encima, aportaron 1 200 000 maravedíes. La intuición femenina pesó más que la desconfianza masculina. El mejor conocedor de Isabel de Castilla, Luis Suárez, escribe:
«Es este uno de esos momentos que sirven para convencer a los historiadores de cuántas veces la nariz de Cleopatra, evocada por Pascal, asoma en la coyuntura de los sucesos48.»
Colón siempre expresó su agradecimiento a la Reina, pues sin ella se habría tenido que ir de España y quizás no habría alcanzado su destino.
En su testamento, ley fundamental de la Monarquía, otorgado en Medina del Campo mientras agonizaba, la Reina definió dos principios capitales sobre los que se organizaría el Imperio español. Aquí encontramos las razones de que el español fuera un «Imperio generador» y no un «Imperio depredador.»
El primer principio consistió en la protección legal a los nativos americanos, tal como se lo pidió a su hija Juana y su marido Felipe, futuros reyes de Castilla, y a su marido Fernando, gobernador del reino hasta la llegada de los anteriores.
«Non consientan e den lugar que los indios vezinos e moradores en las dichas Indias e tierra firme, ganadas e por ganar, reciban agravio alguno en sus personas e bienes; mas mando que sea bien e justamente tratados. E si algún agravio han rescebido, lo remedien e provean, por manera que no se exceda en cosa alguna de lo que por las Letras Apostólicas de la dicha concessión nos es inyungido e mandado.»
Es decir, la Reina excluyó definitivamente de la esclavitud a sus nuevos súbditos. Lo mismo había hecho en Canarias. En 1490, cuando Colón era uno de los varios solicitantes que poblaban su corte, firmó una cédula en que mandaba que los guanches apresados y vendidos como esclavos por el gobernador Pedro de Vera se localizasen y devolviesen a sus lugares. La esclavitud era una institución aceptada en todo el mundo y en la Europa cristiana se admitían los esclavos solamente en dos casos: los comprados como tales y los capturados en combate entre infieles. Las costumbres cristianas de la época atenuaban esta institución. Dos compradores de sendas niñas guanches, un mallorquín y un barcelonés, pidieron a la Reina que les permitiese conservarlas, ya que las trataban como a hijas. La Reina se lo autorizó a condición de que las adoptasen, de modo que las convirtiesen en hijas y herederas ante las leyes49.
Los casos de abusos no desmerecen la decisión isabelina, como hoy ningún europeo afirmaría que vive bajo una tiranía ante varias sentencias de los tribunales que condenen por explotación laboral a algún que otro empresario. En el mismo capítulo del codicilo, la Reina subrayaba la obligación de la Corona de procurar la conversión religiosa de los indios siempre voluntaria, lo que implicaba instruirles.
El segundo principio fue la igualdad jurídica de los nuevos territorios con el reino de Castilla, por lo que se constituyeron en reinos, no en colonias:
«E porque el dicho reino de Granada e Islas de Canarias e Islas e Tierra firme del mar Océano, descubiertas e por descubrir, ganadas e por ganar, han de quedar incorporadas en estos mis Reinos de Castilla y León, según que en la Bula Apostólica a Nos sobre ello concedida se contiene.»
Tan importante fue ese régimen jurídico que cuando un virrey de la Nueva España quiso detener el ascenso de la delincuencia con castigos como el desorejamiento y el sellado de las espaldas con un hierro candente de los condenados, Carlos II se lo prohibió mediante una Real Cédula de 31 de octubre de 1698, porque las leyes del reino de Castilla no los permitían.
El Papa Paulo III promulgó una bula, Sublimis Deus (1537), en que ratificaba que los indios tenían derecho a gozar de su libertad y sus propiedades y a que se les predicase la fe católica.
Por el apoyo a Colón, por la prohibición de la esclavitud para los nativos americanos y su instrucción religiosa, y por la igualdad jurídica entre las nuevas tierras y España, por sus premoniciones y su humanidad, la reina Isabel merece figurar entre las mujeres más extraordinarias de la historia.
DOÑA MARINA: CONSEJERA DE CORTÉS
Y sin ella, la conquista de México no habría sido posible.
Bernal Díaz del Castillo cuenta que la incorporación de la azteca a la expedición «fue gran principio para nuestra conquista; y así se nos hacían las cosas, loado sea Dios, muy prósperamente. He querido declarar esto, porque sin doña Marina no podíamos entender la lengua de Nueva España y México.»
Su nombre indígena era Malintzin, que los españoles fonetizaron en Malinche. Al bautizarse se le impuso el de Marina. Muy poco sabemos de la mujer que se convirtió en intérprete y consejera de Hernán Cortés. A diferencia de otras mujeres de este capítulo no tenemos escritos de su puño; ni reflexiones sobre su sorprendente destino; ni el relato de su propia vida. Las únicas referencias que nos han llegado son las legadas por el testimonio de los españoles.
Sus progenitores eran caciques, pero al morir su padre y casarse su madre con otro hombre se la vendió como esclava. Después de la batalla de Centla, librada el 15 de marzo de 1519, los gobernantes de Tabasco regalaron a sus nuevos señores joyas y veinte muchachas para que les sirvieran como cocineras, lavanderas y concubinas, entre las que se encontraba Malinche. Debía de rondar entre los dieciocho y los veinte años. Como sus compañeras, fue bautizada y recibió el nombre de Marina, con el que entró en la historia.
Pronto se reveló como imprescindible por su dominio de los idiomas locales, el náhualt y el maya, principalmente, y su rápido aprendizaje del castellano. Así, sustituyó a la otra «lengua» de la expedición, Jerónimo de Aguilar. Marina no solo se convirtió en intérprete, sino también en consejera de Cortés sobre las costumbres de los pueblos del Imperio mexica y sus divisiones. El extremeño, según narra López de Gómara, «le prometió más que libertad si le trataba verdad entre él y aquellos de su tierra, pues los entendía, y él la quería tener por su faraute y secretaria.» Podemos hacernos una idea de la importancia que adquirió Marina con su aparición en varios códices junto a Cortés y la atribución en seguida, por parte de los conquistadores, del título de doña.
Los servicios de Marina brillaron en las batallas, donde traducía las órdenes de los oficiales españoles a sus aliados tlaxcaltecas, y en la difusión del catolicismo, pues gracias a ella se vertió por primera vez la doctrina cristiana en las lenguas indígenas.
Hernán Cortés fue un mujeriego. Que sepamos, tuvo once hijos de seis mujeres. Aunque estaba casado con Catalina Suárez Marcayda, hizo de Marina su amante. Y cuando su esposa llegó de Cuba, la relación ilícita se mantuvo bajo el mismo techo, el de un palacete en Coyoacán. En 1522, nació un hijo mestizo que recibió el nombre de Martín y unos años más tarde la legitimación para él y sus hermanos Luis y Catalina por medio de una bula papal. Su padre le llevó consigo en su último viaje a España, en 1540, y el Emperador le aceptó en su casa como criado del príncipe Felipe. El joven se dedicó a la carrera de las armas y combatió en Alemania, Argel y las Alpujarras, donde falleció a las órdenes de otro bastardo ilustre, Juan de Austria.
Pero la fortuna y los honores no ataban a los conquistadores españoles en sus palacios. Su pasión de viajar y conocer les impulsaba a correr nuevas aventuras. Hernán Cortés llevó a Marina en la expedición a las Hibueras para que ejerciese de intérprete. Entonces, su amante decidió que casase con un capitán veterano de la conquista, Juan Jaramillo, regidor del Ayuntamiento de México y rico encomendero. Aunque solo en los cuentos de hadas los príncipes se casan con barrenderas, Marina tuvo un matrimonio de calidad y fortuna. La boda se celebró el 15 de enero de 1525 y su protector dotó a Marina con dos encomiendas. ¿Por qué actuó así Cortés? Quizás porque pensaba que el emparejamiento con una antigua esclava le dificultaría alcanzar el nombramiento de virrey; o para atenuar las sospechas de un asesinato por celos en la muerte de su esposa, ocurrida en noviembre de 1522.
En 1526, dio a luz a una hija que se llamó María. Doña Marina murió entre 1526 y 1527, en la ciudad de México, probablemente a causa de una de las epidemias de sarampión o viruela que asolaban la Nueva España.
Los revolucionarios mexicanos han tratado de presentarla como una traidora a la sociedad que la degradó a la condición de esclava y regalo, pero lo cierto es que, al igual que otras muchas mujeres nativas, gracias a los españoles gozó de una libertad y un respeto que le negaron los aztecas.
En junio de 1520, cuando Moctezuma agonizaba por el ataque de sus súbditos, pidió a Hernán Cortés que cuidara de sus hijos más queridos y el conquistador se lo prometió. Entre estos se encontraba la princesa Tecuichpo Ixquixóchitl (Flor de Algodón), a la que habían casado con el primo de su padre Cuauhtémoc, el último huey tatlonai mexica, después del fallecimiento de su primer marido, su tío Cuitlahuac, por la viruela.
Al final del sitio de Tenochtitlán, en agosto de 1521, cuando la caída de la ciudad era inminente, Cuauhtémoc trató de huir por el lago Texcoco en una barca, que los españoles capturaron. El monarca derrotado pidió a Cortés que le diese muerte, pero que se respetase la vida de su esposa, todavía una niña de poco más de diez años, aunque «muy hermosa mujer», en palabras de Díaz del Castillo. Como ya contamos en otro capítulo, los nuevos dueños del país no masacraron a las familias de los gobernantes vencidos, a diferencia de lo que habían hecho ellos en décadas anteriores con los pueblos que sometían, sino que los integraron en la nueva sociedad, supeditadas a la Corona y sus autoridades, pero con un estatus privilegiado.
Después de que su marido fuese ejecutado, la joven mexica casó tres veces más, en todas ellas con españoles escogidos por Cortés: el contador Alonso de Grado, Pedro Gallego de Andrada y Juan Cano de Saavedra. Tuvo seis hijos legítimos de ambos sexos de sus dos últimos maridos, más una niña engendrada por Cortés y nacida en 1528. Esta recibió el nombre de Leonor Cortés Moctezuma, un título de nobleza otorgado por Carlos V y una gran suma de dinero de su padre legada en su testamento.
En 1526, después de la muerte de su primer marido español, Tecuichpo se convirtió al cristianismo y escogió el nombre de Isabel, el mismo de la esposa del emperador Carlos, quizás para recordar su perdida corona. También recibió de Cortés la encomienda del pueblo de Tacuba, con más de mil doscientas casas.
Juan Cano, su último esposo, viajó en 1542 a España para tratar de recuperar los bienes de Isabel, pero fracasó. En su viaje de vuelta, recaló en Santo Domingo, donde le contó a Gonzalo Fernández de Oviedo, primer cronista de las Indias por nombramiento imperial, la historia de su mujer.
En 1550, poco antes de su muerte, Isabel dictó testamento, en el que, de acuerdo con las costumbres del tiempo, concedió la libertad a sus esclavos indios, mandó pagar deudas a sus criados y encargó misas y limosnas; y por supuesto repartió sus propiedades. Sin embargo, estableció una nueva asignación de su patrimonio en el caso de que la Corona le devolviera los bienes que le correspondían como hija legítima de Moctezuma. Se ocupó de atender a todos sus hijos, salvo la bastarda que tuvo con Cortés y de la que él le había separado.
Sus hijas Isabel y Catalina ingresaron como novicias en el convento de la Concepción de México. Juan Cano Moctezuma, que había acompañado a su padre a España, se casó en 1550 con una cacereña y levantó en Cáceres el Palacio de Moctezuma. De esta rama de la realeza mexica derivaron otras familias tituladas.
La Corona española siguió honrando a la familia de Isabel. Carlos II concedió en 1690 el condado de Miravalle al aristócrata novohispano Alonso Dávalos y Bracamonte, descendiente de la última emperatriz azteca.
LA PRIMERA MAESTRA
Con las primeras mujeres españolas que se establecieron en América suele ocurrir lo mismo que con los varones: prestamos más atención a las guerreras y jefas de expedición que a quienes, después de callar las armas, araron las tierras y levantaron las ciudades. Por eso, en las historias del Imperio español siempre se nombra a Inés Suárez, que se unió a la expedición de Pedro de Valdivia para la conquista de Chile y guerreó como un soldado más; a Isabel Barreto, que por la muerte de su marido se convirtió en almirante del mar del Sur y gobernadora de las islas Salomón; y a María de Toledo y Rojas, virreina de Santo Domingo durante las ausencias de su marido, Diego Colón, y después de su muerte. Lo asombroso oculta lo ordinario, aunque esto sea más abundante. Y ordinario incluso en el siglo XVI era montar una escuela para niñas, aunque lo asombroso es que fuera la primera escuela en América. Semejante honor correspondió a la extremeña Catalina Bustamante, más honrada en México que en España.
El 5 de mayo de 1514, partió en una nao de Sanlúcar de Barrameda con rumbo a las Indias una familia encabezada por Pedro Tinoco y formada por cinco mujeres: su esposa Catalina Bustamante, de casi veinticinco años, sus hijas María y Francisca y sus hermanas María y Juana Tinoco. Aunque no figuran en el libro de pasajeros de la Casa de Contratación ni su profesión ni su destino, seguramente el viaje en familia fue motivo suficiente para quedar exentos de las formalidades legales. Por el contrario, cuando Inés Suárez, acompañada de una niña pequeña que presentó como su sobrina, quiso pasar a Tierra Firme, dos personas tuvieron que jurar que no estaba incursa en ninguna de las prohibiciones impuestas a los españoles.
Los Tinoco, naturales de Llerena, se establecieron en Santo Domingo, donde vivieron varios años. Es muy probable que conocieran a fray Bartolomé de las Casas y recibieran una encomienda. Quizás Catalina, que sabía leer y escribir en su idioma natal y además tenía conocimientos de las lenguas latina y griega, instruyera a las hijas de los españoles acomodados. Su rastro documental desaparece hasta una carta que escribe en 1529 al rey Carlos I de España, ya emperador, en la que presenta una queja por la ofensa a dos internas indígenas del colegio del que era directora en Texcoco50, en la Nueva España. ¿Cómo había llegado Bustamante hasta allí?
Nada más concluir la conquista de Tenochtitlán, Hernán Cortés pidió a Carlos V el envío de misioneros franciscanos para predicar la fe católica a los nativos. Una docena de ellos desembarcó en Veracruz en junio de 1524 y les recibió el propio conquistador en una ceremonia de humildad que pasmó a los indios. Uno de ellos, fray Toribio de Benavente, recibió el apodo de Motolinía, por la pobreza en que decidió vivir. Los franciscanos no solo levantaron iglesias, fundaron conventos y enseñaron catequesis, sino que también abrieron escuelas para enseñar a los indígenas desde la lengua castellana a canto y música. Por su parte, los misioneros buscaron sabios que les instruyesen en el náhualt y otros idiomas locales para mejor evangelizar. El franciscano flamenco Pedro de Gante, que había llegado un año más tarde que sus doce hermanos y se había establecido en Texcoco, a unos treinta kilómetros de México, uno de los territorios aliados de los españoles en la guerra de conquista, donde erigió una escuela con un internado para los muchachos. En la misma ciudad, vivió Motolinía y, sin duda, dado lo reducido de la población española, conocería a Catalina Bustamante.
Para entonces, la extremeña ya aparecía como viuda avecindada en Texcoco, junto con sus dos hijas y el marido de una de ellas; y además como miembro de la Tercera Orden de San Francisco, otro motivo para dar por segura la amistad con los misioneros franciscanos. El vizcaíno fray Juan de Zumárraga le confió la dirección del primer colegio femenino de la Nueva España, que se instaló en unas habitaciones en el palacio de Nezahualcayotzin. Este sacerdote, primer obispo de México, la definió así: «…de nuestra nación, honrada, honesta, virtuosa, de muy buen ejemplo.»
En este colegio y en los demás que se abrieron a partir de su modelo, todo el claustro era femenino, salvo el sacerdote que impartía la catequesis con un catecismo en náhualt elaborado por Pedro de Gante. Las niñas aprendían doctrina católica, canto, lengua castellana, oficios, higiene, cocina y el cuidado de la casa. Catalina trató de extirpar en sus discípulas costumbres muy arraigadas en la sociedad nativa, como la poligamia y la venta de muchachas.
«La meta final de esta educación de doncellas culminaba con el cometido de conformar uniones con jóvenes indígenas conforme al concepto monógamo e indisoluble del matrimonio cristiano. Desde una visión humanística y cristiana Catalina instruía a las niñas para no dejarse vender o regalar a colonos y caciques. Sin duda, esta es una de las experiencias educativas más innovadoras del Renacimiento51.»
A partir de 1524, cuando Cortés marcha a Honduras y está ausente dos años, en México irrumpe el caos. De los cinco oidores de la Real Audiencia nombrada en 1527 por Carlos V para gobernar el territorio, dos murieron en seguida y los otros tres, dirigidos por Nuño de Guzmán, implantaron un despotismo que duró hasta 1530 y que padeció el propio caudillo extremeño.
Una noche de mayo de 1529, Juan Peláez de Berrio, alcalde de Antequera (hoy Oaxaca de Juárez), mandó a un grupo de indios vasallos penetrar en el colegio y secuestrar a una muchacha hija de un cacique a la que deseaba, llamada Inesica, y a su criada. Bustamante acudió a Zumárraga. Tanto la maestra como el obispo trataron de recuperar a la joven y de castigar a Peláez del Barrio, pero el delincuente tenía familiares en la Audiencia que le concedieron impunidad.
Los oidores controlaban los correos de Cortés y de Zumárraga para impedir sus denuncias a la corte española. Catalina, sin embargo, puedo enviar una carta que leyó la emperatriz Isabel, regente de España y las Indias debido a la ausencia de Carlos. Doña Isabel respondió con una Real Cédula de 24 de agosto de 1529 dirigida a los oidores y demás jueces de la Nueva España en que les reprochaba que no observasen «el servicio de Nuestro Señor, ni el bien de los dicho indios y conservación de ellos»; y al obispo Zumárraga le confiaba que velase por el colegio de Texcoco. El 31 de agosto, la Emperatriz envió una orden a la Real Audiencia para que respetasen los privilegios del convento y del colegio anexo, so pena de una multa de diez mil maravedíes. El amparo de la Corona no acabó aquí. Más tarde, Isabel de Avis encargó a un fraile la búsqueda de varias mujeres letradas que se incorporaran al colegio de Bustamante y a otros ya abiertos y se comprometió a pagarles el pasaje y un ajuar.
A doña Catalina el apoyo de las autoridades del naciente virreinato no le pareció suficiente para cumplir con su misión y en 1535 realizó el tornaviaje, de Veracruz a Sevilla. En España se reunió con la Emperatriz, que le renovó su protección, y así pudo escoger varias hermanas terciarias preparadas para incorporarse a sus colegios, abonar los gastos del viaje y comprar material de enseñanza.
En 1536, informó al Consejo de Indias de que gobernaba más de diez colegios en diversas villas (Texcoco, Otumba, Xochimilco, Coyoacán, Tlamanalco, Cuautitlán…) con unas cuatro mil internas en total, que eran tanto hijas de caciques como niñas pobres. Los establecimientos se sostenían con aportaciones en especie de los caciques y de donativos de damas españolas.
Pero esta obra se segó en agraz. La espantosa peste de 1545 mató a cientos de miles de novohispanos, entre ellos a Bustamante, a sus compañeras terciarias y a sus alumnas. En la base del monumento que la recuerda en Texcoco se grabó esta frase que resume su mérito: «Maestra Catalina de Bustamante, primera educadora de América.»
Luisa Carvajal y Mendoza nació en 1566 en Jaraicejo (Cáceres) y en el seno de una familia noble. Su padre fue corregidor de la ciudad de León y su madre era hermana del primer marqués de Almazán. A los seis años quedó huérfana y pasó a vivir con su tía María Chacón, aya de las infantas Isabel Clara Eugenia (1566-1633) y Catalina Micaela (1567-1597), las inteligentes hijas de Felipe II y de Isabel de Valois. En 1576, se produce una nueva muerte en su familia, su tía, y, en consecuencia, un viaje a Pamplona, para reunirse con su tío Francisco Hurtado de Mendoza, el marqués.
Con quince años, rechazó toda propuesta matrimonial, debido, entre otras razones, a su vocación religiosa. Consiguió que su tío le permitiese vivir desde 1591 en casa independiente con unas criadas. Al año siguiente falleció el marqués de Almazán y, ya con veintiséis años, Luisa fue plenamente capaz de tomar sus decisiones.
Reclamó su herencia paterna a su hermano, con el que pleiteó, y la donó a la Compañía de Jesús para la fundación de un noviciado para enviar jesuitas a Inglaterra, donde Isabel I perseguía de manera encarnizada a los católicos. A partir de entonces, vivió en una pequeña casa de la calle de Toledo (Madrid) con sus criadas en situación de igualdad. En 1593, hizo voto de pobreza; en 1595, de obediencia y en 1598, de martirio.
En su poesía mística, hay composiciones al martirio, como esta:
Esposas dulces, lazo deseado,
ausentes trances, hora victoriosa,
infamia felicísima y gloriosa,
holocausto en mil llamas abrasado.
Di, Amor, ¿por qué tan lejos apartado
se ha de mí aquesta suerte venturosa,
y la cadena amable y deleitosa
en dura libertad se me ha trocado?
¿Ha sido, por ventura, haber querido
que la herida que al alma penetrada
tiene con dolor fuerte desmedido,
no quede socorrida ni curada,
y, el afecto aumentado y encendido,
la vida a puro amor sea desatada?
En la España de entonces, el sentimiento religioso arrebataba a todas las clases sociales y en consecuencia abundaban los ingresos en monasterios, la toma de hábitos y hasta la búsqueda de la santidad o del martirio en tierras de infieles. El país escogido por doña Luisa de Carvajal para su martirio fue Inglaterra.
En enero de 1605, partió desde Valladolid a Londres vía Flandes, donde reinaban la infanta Isabel Clara Eugenia y su marido, el archiduque Alberto. El monarca inglés acababa de firmar la paz con España, pero doña Luisa tuvo en su contra el descubrimiento en octubre de 1605 de la Conspiración de la Pólvora, en que un grupo de católicos, para acabar con la persecución que sufrían, planeó volar el Parlamento con el rey Jacobo presente. La conmoción y el miedo entre los protestantes perjudicaron a los católicos.
Doña Luisa aprendió inglés y, sin miedo a la muerte y las humillaciones, se dedicó a visitar a fieles y sacerdotes encarcelados y torturados; arrancó pasquines anticatólicos; recogió los cuerpos descuartizados de los mártires y repartió sus reliquias; participó en discusiones en las calles; trató de fundar un convento de españolas; auxilió a los pobres, etcétera. Al poco de la llegada a Inglaterra de la brava española, el rey Felipe III ordenó a sus embajadores que abonasen un subsidio mensual a quien hacía «muy ejemplar vida y gran beneficio a los católicos de aquel reino.»
Conocemos las proezas de doña Luisa, así como la despiadada persecución a los católicos ingleses hecha por los protestantes, gracias a unas ciento cincuenta cartas que ella escribió mientras vivió en Londres.
«No sé si ha llegado allá la nueva de cómo fue su madre del barón de Vaux cogida antes de amanecer en su casa, escalando su huerta y abriendo sus puertas con ganzúas y palancas. Cogieron todo el aderezo de su capilla, que estaba adornado para Todos los Santos, y en ella, unos joyeles de diamantes. Perdió en todo allí mil libras o poco más. Hízose esta ‘serche’ [search] con especial orden, que fue de aquí para ello. Por esa hazaña, dicen, han hecho ya caballero al Justicia de la paz que la ejecutó.»
El comportamiento de Carvajal preocupó los embajadores de Felipe III con los que coincidió a lo largo de casi diez años, por las amenazas, tanto al estado de paz entre ambos reinos, como a la vida de una mujer resuelta a morir por su religión. Se le detuvo dos veces, la segunda por orden del arzobispo de Canterbury. En esta última, se le acusó de haber convertido a numerosos protestantes y de haber fundado un convento. Pero, cuenta ella,
«…que aunque tienen las lenguas de millares en sus manos, no han podido mostrar probanza alguna ni de la más mínima cosa que a aquesas dos toque.»
En noviembre de 1613, Carvajal escribió al valido real, el duque de Lerma, para pedirle que ni él ni el embajador le salvasen de las cárceles inglesas:
«…suplico a vuestra excelencia que jamás concurra con los que, por su medio, procuraren mi salida deste reino, dejándolos a ellos que, a sus solas, hagan por violencia u maña lo que Nuestro Señor les permitiere.»
Poco después, se excarceló a doña Luisa por presión del embajador, conde de Gondomar, cuya esposa visitó a la prisionera. El monarca Estuardo exigió la expulsión de la misionera, pero el conde, Diego Sarmiento de Acuña, contestó que, si ella se marchaba, él también lo haría. El tiempo resolvió el conflicto. Unos pocos días después, el 2 de enero de 1614, Luisa de Carvajal expiró en la casa de Acuña.
A petición del rey, Gondomar envió el cuerpo a España en 1615. Se enterró en el Real Monasterio de la Encarnación, en Madrid, donde se conservan muchos de sus escritos. Seguramente, esta fue una de las poquísimas ocasiones en que a doña Luisa un hombre le dijo adónde tenía que ir.
CONFIDENTE DEL REY Y MISIONERA EN TEXAS
La monja María Coronel y Arana (1602-1665), como se bautizó, constituyó una personalidad fascinante en el siglo XVII, del que se dice que fue más religioso que el XVI. Nació en la villa soriana de Ágreda, cercana a Aragón y batida por los fríos vientos del Moncayo. Después de una visión, la madre convirtió la casa familiar en convento de clausura de la Orden de la Inmaculada Concepción. A los dieciocho años, María ingresó en la Orden y el convento. En 1627, se nombró abadesa, cargo que desempeñó hasta su muerte, salvo un período de tres años. En 1633, la comunidad se trasladó a otro edificio.
Los escritos místicos y los dones divinos de Sor María de Ágreda se difundieron en seguida por una España volcada en lo espiritual y lo prodigioso. Mucho más que en el siglo anterior, los acontecimientos naturales se interpretaban como augurios, signos y profecías, y surgían supuestos videntes en todas las capas sociales. La Inquisición defendió la racionalidad y se afanó en reprimir las supersticiones. Pero esa pasión no fue solo española; se dio en toda Europa. Los puritanos ingleses estaban convencidos de la inminencia del fin del mundo, de ahí su renuencia a alcanzar acuerdos de convivencia con los católicos y los anglicanos; y el cardenal Richelieu, paladín de la Razón de Estado, pedía a la Madre Margarita del Santo Sacramente, del Carmelo de París, sus revelaciones sobre el porvenir y ella le anunciaba la derrota de los ingleses.
En enero de 1643, Felipe IV se había hecho con las riendas del Gobierno, que había tenido desde el comienzo de su reinado su favorito, el conde-duque de Olivares. A este le había costado el cargo el fracaso de su «política de prestigio» tanto exterior como interna, que concluyó con quiebras económicas, con la sublevación de Portugal y Cataluña en 1640 y la penetración militar francesa en la Península. Como descripción del ambiente de la época, sus enemigos le denunciaron ante el Santo Oficio por practicar hechicerías con las que se apoderaba de la voluntad de los demás.
Por primera vez desde los años cincuenta del siglo XVI, un rey español se ponía al frente de un ejército y marchaba a combatir a los invasores, que acababan de capturar Lérida y amenazaban Zaragoza. El 10 de junio de 1643, Felipe IV se detuvo en Ágreda para conocer a la mística y así establecieron una amistad y una relación epistolar que se prolongó hasta el 27 de marzo de 1665, fecha de la última. Sor María Jesús falleció el 24 de mayo de ese año y el monarca el 17 de septiembre. Se conservan casi trescientas cartas con la peculiaridad de que el rey le mandaba el mensaje con un espacio en blanco en el papel para que la monja le contestase. Las cartas contienen por parte del rey incluso lamentos, como el causado por la muerte de su hijo, el príncipe Baltasar Carlos, en octubre de 1646: «He ofrecido a Dios este golpe, que os confieso me tiene traspasado el corazón y en estado que no sé si es sueño o verdad lo que pasa por mí.»
Sor María de Ágreda exhortaba al monarca a rezar, a confiar a Dios, a moralizar las costumbres, a promover el buen gobierno del pueblo, a mantener los fueros y las instituciones de los reinos que componían la Monarquía Hispánica y a conseguir la paz con Francia para que los Austrias y Borbones, unidos, combatiesen al turco, una propuesta que ya hizo Carlos V, como vimos en el capítulo dedicado al lema «Plus Ultra.»
El historiador Joaquín Pérez Villanueva se opuso al tópico de que la monja gobernó el imperio español desde su convento de Ágreda.
«Es más fácil decir que decir que la monja gobernaba la Monarquía desde su celda que probarlo con textos que lo apoyen. Porque lo cierto es que más que consejos políticos precisos, lo que sor María prodiga son estímulos morales, peticiones de confianza en la ayuda divina e invitaciones a la justicia divina, al equilibrio social y, por supuesto, a la reforma moral de la conducta regia.»
Sobre la influencia que pudiera tener Sor María en el gobierno se puede aducir esta frase del rey en una carta del 30 de enero de 1647: «Pero al final la decisión no la toma nadie más que yo, pues reconozco y comprendo que este deber es solo mío.»
El libro más famoso de Madre Ágreda, Mística Ciudad de Dios, se publicó de manera póstuma. Defiende el dogma de la Inmaculada Concepción, que era popularísimo en España, pero con citas de supuestas revelaciones divinas, lo que hizo que las Inquisiciones española y romana lo estudiaran. Cuando en junio de 1681, un decreto del Santo Oficio de Roma, aprobado por Inocencio XI, prohibió su lectura, el rey Carlos II de España y su madre, la reina Mariana de Austria, se quejaron al papa hasta conseguir la revocación de la prohibición. Y cuando la Sorbona de París censuró el libro en 1696, tanto la Corona como las universidades españolas lo apoyaron. Entre su publicación y mediados del siglo XX, Pérez Villanueva calcula que se imprimieron ciento sesenta y ocho ediciones del tratado, una cifra impresionante.
Pero lo más difícil de aceptar para la mente humana, sobre todo la mente posmoderna, es la afirmación de que Sor María Jesús de Ágreda fue capaz de bilocarse, es decir, por gracia de Dios, estar en dos sitios al mismo tiempo, en este caso, en su convento de Soria y en las llanuras de Nuevo México y Texas.
En 1622, una expedición de veintiséis franciscanos encabezada por fray Alonso de Benavides penetró en el territorio salvaje al norte del río Bravo —que hoy es parte de Nuevo México y Texas— con la misión de evangelizar a los nativos. Para su sorpresa, esos indios no solo les recibieron con alegría y paz, sino que además mostraban conocimientos del catecismo católico, tan amplios que pudieron bautizarlos sin más instrucción. A las preguntas de los franciscanos, los nativos respondieron que les había catequizado una mujer blanca y joven, vestida con un hábito azul. Benavides informó a sus superiores y años después, en 1630, viajó a España, y se trasladó a Ágreda para conocer a la «Dama Azul.» Otro caso de bilocación fue el ocurrido en 1626 con un musulmán encarcelado en Pamplona, al que le conminó que se convirtiese. Cuando este llegó a Ágreda, incluso le sometieron a una rueda de reconocimiento de varias monjas hecha ante notario, y señaló a Sor María Jesús.
La Inquisición de Logroño le abrió un proceso en 1635 para comprobar la veracidad o mentira de sus declaraciones (que los ángeles la trasladaban volando) y lo archivó sin sancionarla unos años después. La Iglesia declaró en 1927 a santa Teresa de Liseux patrona de las misiones, pese a que nunca había salido de su convento de carmelitas descalzas, porque siempre rezaba por los misioneros. Sin embargo, una monja que va de misiones por medio de la bilocación…
Lo mismo que escribió un biógrafo del Padre Pío de Pietrelcina, protagonista de sucesos asombrosos, se podría aplicar a las bilocaciones de la Sor María de Ágreda.
«¿Cómo entender la presencia de un personaje tan "medieval" en nuestro mundo contemporáneo? Quizá no debiera extrañarnos tanto que Dios actúe de forma especialmente dramática para llamar nuestra atención cuando ve que perdemos de vista las realidades espirituales.»
MICAELA VILLEGAS, LA «PERRICHOLA»:
Uno de los virreyes más importantes de Perú fue el catalán Manuel de Amat y Junyet (1704-1782), que ejerció el cargo civil más alto del Imperio español en las Indias entre 1761 y 1776. Antes, de 1755 a 1761, fue gobernador y capitán general de Chile. Porque era costumbre en la Monarquía seleccionar a sus principales funcionarios después de un período de entrenamiento en puestos inferiores. Amat, que sucedió al conde de Superunda, impulsó la reconstrucción y el embellecimiento de Lima después del terrible terremoto de 1746; reforzó las defensas del Callao y los demás puertos contra los británicos; realizó un censo de población y un inventario de los bienes de la catedral de Lima; reformó la fiscalidad, las aduanas, el comercio y la minería para aumentar la recaudación de impuestos y la producción de minerales; y armó milicias y expediciones navales en el Pacífico. Tanta actividad le enfrentó no solo con los indios, sino también con los criollos y, sobre todo, con los grandes comerciantes, que alimentaban sus fortunas con el contrabando y, por tanto, preferían virreyes débiles. Su obediencia a la Corona y su autoridad le convirtieron en una figura desagradable en las historias oficiales del Perú independiente. Sin embargo, le recuerdan en Lima la larga lista de sus obras públicas y su amante, la «Perricholi.»
Cuando Amat entró en Lima rodeado del fasto que acompañaba a los virreyes como representación del rey de España, era un solterón de cincuenta y siete años. En la Ciudad de los Reyes encontró el amor con la actriz Micaela Villegas Hurtado, cuarenta años más joven.
A pesar de la popularidad de Micaela Villegas, convertida en protagonista de una reciente telenovela, poco se sabe de su vida. Nació en una familia criolla de clase media que cayó en la pobreza. Como la mayor de siete hermanos, se puso a trabajar muy joven para aportar dinero a su casa y la profesión elegida fue la de actriz, aunque estaba mal vista. «Miquita» despuntó como cantante, bailarina, arpista, guitarrista y, por supuesto, intérprete, de modo que a los veinte años ya figuraba como actriz. Una de sus actuaciones más admiradas era el intercambio de coplillas y canciones picarescas con el público masculino.
Hacia 1767, Amat conoció a Villegas en el Coliseo de Comedias y quedó deslumbrado por ella. En seguida se conoció el romance en una ciudad tan opulenta y relajada que las aristócratas y burguesas limeñas tenían la costumbre de llamar la atención entrechocando sus joyas durante sus paseos y los comerciantes solicitaron el permiso para mandar su propio galeón a Manila. ¡Una actriz seducía al virrey! Además, ni Amat ni la «Perricholi» llevaron sus amoríos con discreción. Los dos se mostraban en público y paseaban juntos. Encima, Amat le hizo carísimos regalos y también un hijo, que nació en 1769 y al que su madre impuso el nombre de Manuel, el mismo que el de su amante.
El apodo de «Perricholi» con el que se la conoce proviene del insulto que le espetaba el virrey durante las discusiones y peleas que atravesaban su relación. La llamaba «perra chola» con acento catalán, es decir «perri choli.»
La fogosidad del romance entre el virrey y la actriz y el permanente cotilleo provocaron todo tipo de leyendas y rumores que perviven. Se dice que Amat construyó la Alameda de los Descalzos para que la «Perricholi» paseara por ella con la carroza que le regaló. Y si bien es cierto que el catalán le obsequió con tal carroza, en cambio la alameda existía ya en la segunda década del siglo XVII.
Cuando se separaron al regresar Amat a España, la «Perricholi» tenía veintiocho años y su hijo seis. Como muestra de su carácter independiente, siguió unos años más en el escenario y se retiró gracias a las inversiones de la fortuna ganada en el teatro. En 1781 adquirió una quinta como residencia y un molino para obtener rentas. Falleció en 1819, poco antes de que San Martín irrumpiese desde Chile y proclamase en Lima la independencia de Perú. En un ejemplo de ese ridículo nacionalismo que envenena a capas de hispanos de América y Europa, algunos universitarios y escritores han pretendido convertirla en una vengadora de la humillación de los criollos por los españoles peninsulares.
Tan popular se hizo en Sudamérica la relación de Amat y Villegas que, treinta años más tarde de concluir, se apodó la «Perichona» a la francesa Ana Perichon, amante de otro virrey, Santiago de Liniers, en Buenos Aires.
***
El discurso dominante nos presenta a las mujeres europeas y americanas como sometidas a los deseos de los varones y desprovistas de protección legal hasta el último tercio del siglo XX. En el Imperio las hubo con voluntad de hierro, capaces de enfrentarse a la poderosa Corona española y a sus funcionarios para reclamar derechos y bienes.
47 MÁRQUEZ MACÍAS, Rosario: La emigración española a América (1765-1824), Universidad de Oviedo, Oviedo, 1995, pp. 36 y ss.
48 SUÁREZ FERNÁNDEZ, Luis: Isabel I, Reina, Folio, L’Hospitalet, 2004, p. 413.
49 SUÁREZ FERNÁNDEZ, Luis: Op. cit., pp. 398 y 406.
50 GÓMEZ-LUCENA, Eloísa: Españolas del Nuevo Mundo, Cátedra, Madrid, 2013, pp. 123-132; y RUIZ BANDERAS, Julián: «Catalina de Bustamante, primera educadora de América», en España, el Atlántico y el Pacífico: y otros estudios sobre Extremadura, Sociedad Extremeña de Historia, Llerena, 2013, pp. 155-169.
51 RUIZ BANDERAS, Julián: Op. cit., p. 168.
11. ¿DESEMBARCARON LOS ESPAÑOLES EN INGLATERRA?
Los británicos que todavía conocen su historia suelen decir con orgullo que desde 1066, en que el caudillo normando Guillermo el Conquistador cruzó de Francia a Gran Bretaña, ningún otro invasor se ha asentado en su isla. Y añaden entre los derrotados por el mar y las naves inglesas a Felipe II, rey de España, a Napoleón, emperador de Francia y a Adolf Hitler, führer de Alemania. Como todas las frases rotundas, también ésta debe matizarse. Ningún soldado de Napoleón y de Hitler puso pie en ninguno de los territorios británicos, con la excepción de las islas del Canal, ocupadas por los alemanes entre 1940 y 1945. Sin embargo, Felipe II y otros monarcas españoles consiguieron desembarcar tropas en Irlanda, Inglaterra y Escocia entre los siglos XVI y XVIII.
Las incursiones navales españolas contra Inglaterra tampoco fueron una novedad en el siglo XVI. Comenzaron en el último tercio del siglo XIV, durante la guerra de los Cien Años, en que los reyes castellanos Enrique II, Enrique III y Juan I se aliaron a los franceses. En el verano de 1377, el almirante de Castilla Fernando Sánchez de Tovar y el almirante francés Jean de Vienne arrasaron varias ciudades del sur de Inglaterra y la isla de Wight. En 1380, Sánchez de Tovar trató de remontar con sus galeras el río Támesis con la intención que quemar Londres. Sin embargo, no pasó de la villa de Gravesend, que destruyó. En las Crónicas de los Reyes de Castilla, el canciller Pedro López de Ayala ensalza con estas palabras la gesta del almirante:
«Ficieron gran guerra este año por la mar, e entraron por el río Artemisa [Támesis] fasta cerca de la cibdad de Londres, a do galeas de enemigos nunca entraron»,
Otro militar castellano, Pero Niño, después de combatir la piratería cristiana y musulmana en el Mediterráneo Occidental, en 1405 también atacó el sur de Inglaterra, junto con el francés Charles de Savoisy.
Para insistir en la falsedad de la leyenda del Britannia rule the waves y la realidad de la impotencia naval inglesa durante siglos, un poco más al sur de donde navegó Sánchez de Tovar, en junio de 1667, una flota holandesa penetró en el estuario del Támesis, remontó el río Medway hasta el puerto de Chatham y destruyó la flota allí reunida sin apenas bajas, en la que se ha calificado como la peor derrota naval británica en sus propias aguas.
Los marinos españoles del siglo XVI navegaban por el canal de La Mancha y el mar del Norte con el mismo aplomo que por el golfo de Vizcaya y las aguas interiores de las Canarias. Por ello, no tiene que sorprender que en El Escorial y en el Alcázar se planeasen ataques a las islas británicas como respuesta a las acciones hostiles de la monarca inglesa, pues, «desde la llegada al trono de Isabel, la monarquía inglesa se había convertido en defensora de todos los que se enfrentaban al avance del poderío español y de la religión católica»52.
Desde entonces, España e Inglaterra se disputaron la condición de potencia naval hegemónica a lo largo de dos siglos y medio, en los que ambas naciones libraron once guerras.
— Entre Felipe II e Isabel I (1585-1604). Se firma una paz favorable a España, el Tratado de Londres, por agotamiento de los dos combatientes.
— Entre Felipe IV y Carlos I (1625-1630). Victoria española reconocida por el Tratado de Madrid.
— Entre Felipe IV y la República de Oliver Cromwell (1655-1660). En los dos tratados de Madrid (1667 y 1670) España admite la pérdida de Jamaica.
— La guerra de Sucesión española (1701-1713), en que Inglaterra, al margen de los pactos con sus aliados, se apodera de Gibraltar y de Menorca.
— La guerra de la Cuádruple Alianza (1718-1720), causada por el intento español de revertir el diktat de Utrecht.
— La guerra de 1727 a 1729. España sitió Gibraltar, pero fue derrotada, como lo fue Gran Bretaña en Portobelo. El Tratado de Sevilla (1729) concede a Felipe V territorios para su primogénito en Italia.
— La guerra del Asiento o de la Oreja de Jenkins (1739-1748). Victoria española frente a los planes británicos de arrebatarle territorios en el Caribe y Nueva Granada. El Tratado de Aquisgrán (1748) impone el regreso al statu quo anterior.
— Dentro de la guerra de los Siete Años, España y el Reino Unido libraron un conflicto entre 1761 y 1763. Por el Tratado de París (1763), España cedió Florida a cambio de recuperar La Habana y Manila, tomadas por los británicos. En compensación, Francia le cedió la Luisiana, entre el golfo de México y Canadá.
— España se unió a la guerra de independencia de Estados Unidos en 1779, en alianza con Francia. El conflicto concluyó en 1783. Por Tratado de París España recupera Menorca, Florida y posiciones conquistadas por los ingleses en Centroamérica.
— España y la Francia revolucionaria firmaron el Tratado de San Ildefonso (1796), por el que se enfrentaron al Reino Unido. Los británicos atacaron Puerto Rico, Menorca, Cádiz y Santa Cruz de Tenerife, pero fueron derrotados. Por la Paz de Amiens (1802), España solo perdió la isla de Trinidad, frente a las costas de Venezuela.
— España mantuvo su alianza con Francia y su nuevo dictador, Napoléon Bonaparte, cónsul vitalicio de la república. La guerra comenzó en 1804 y en ella España perdió su armada de guerra en Trafalgar. Concluyó en 1809, por un acuerdo entre Londres y la Junta Suprema española debido a la invasión de la Península por Napoleón, ya coronado emperador.
El embajador español Fernando Olivié se preguntaba si, después de transcurridos más de doscientos años desde la última guerra entre los dos países, se puede considerar que la paz equivale a amistad y se respondía así: «A pesar de ello, sería difícil contestar positivamente»53.
LA «GRAN ARMADA» Y LA «CONTRAARMADA»
En 1580, barcos españoles al mando del almirante Juan Martínez de Recalde trasladaron voluntarios irlandeses, italianos y españoles al Finisterre de la isla, la península de Dingle, para apoyar las rebeliones contra los ingleses que ya habían comenzado. Desembarcaron unos ochocientos hombres en la bahía de Smerwick, enseguida rodeados por los ingleses y cañoneados desde mar y tierra. Como no recibieron ayuda local, en noviembre rindieron su posición, el Fuerte de Oro (Dún an Óir). Los jefes ingleses, Arthur Grey, Thomas Butler y Walter Raleigh, incumplieron su promesa de respetar la vida de los capturados y, salvo a unos pocos que conservaron presos para pedir rescate por ellos, a los demás les instaron a abjurar del catolicismo, les torturaron y, por fin, les asesinaron. La mayoría murió degollada y decapitada.
Sin embargo, la más conocida de las expediciones españolas contra las islas británicas fue la «empresa de Inglaterra» de 1588, que fracasó sin que las tropas españolas pudieran desembarcar en tierra enemiga, aunque la flota mandada por el injustamente vilipendiado duque de Medina Sidonia logró la proeza de regresar con la mayoría de sus barcos intactos. La Gran Armada perdió solo treinta y cinco naves, de las que únicamente cuatro fueron por combates y el resto por el mal tiempo o por motivos operacionales; y de los 19 295 militares y 8 050 marinos que salieron de Lisboa, murieron en torno a la tercera parte, muchos de ellos asesinados por los ingleses y los irlandeses al pisar como náufragos Irlanda54. La Corona española se preocupó por la suerte de sus soldados y marineros: envió barcos a rescatarlos, preparó hospitales para acogerlos y abonó pensiones a sus viudas. También la Iglesia y los particulares ofrecieron su ayuda a los supervivientes. Por el contrario, la Corona inglesa trató a sus hombres como prescindibles, les licenció en cuanto pudo y ordenó a sus capitanes que les regateasen los atrasos. Cuando las tripulaciones llevaban meses en sus barcos aguardando el regreso de los barcos españoles, que ya estaban a cientos de kilómetros, y por ello empezaban a sufrir enfermedades y hasta hambre, William Cecil se frotó las manos cuando lo supo y escribió su esperanza de que «por muerte, o por enfermedad, o por algo parecido, podamos ahorrarnos algo de la paga.» Y buen dinero se ahorró la Corona. Unos historiadores británicos calculan que antes de las Navidades de 1588 murió en torno a la mitad de los 16 000 hombres alistados contra Felipe II.
Al año siguiente, el pirata Francis Drake dirigió una expedición contra Santander, La Coruña (donde brilló María Pita) y Lisboa que recibió el nombre de «Contraarmada.» Sus objetivos eran la destrucción de las naves de la «Gran Armada» refugiadas en los puertos españoles del norte de la Península y el fomento de una rebelión portuguesa. Los soldados y marinos ingleses sufrieron sendas derrotas en La Coruña y Lisboa, de modo que las pérdidas en hombres, barcos y dineros de Drake, de su reina y de quienes habían invertido en la expedición superaron las de Felipe II. Se desconoce el número exacto de las bajas de la «Contraarmada», ya que el gobierno inglés ordenó el secreto sobre este fracaso, pero las investigaciones más fiables sostienen que se perdieron más de veinte naves, por solo tres españolas, en reparación en el puerto de La Coruña, y entre diez mil y doce mil hombres de los 23 365 embarcados en Plymouth. De las doscientas mil libras gastadas en preparar la flota, se recuperaron unas veinte mil. Los supervivientes del acero español, del hambre y de las enfermedades, recibieron una paga tan baja por sus sacrificios que se amotinaron y en reacción las autoridades inglesas ahorcaron a varios de ellos55. El saldo de las operaciones de esos dos años era favorable a España, aunque semejante ritmo de fracasos desgastaba a los dos países.
Por unos años, Drake cayó en desgracia ante su reina, pero Londres prosiguió su política antiespañola, con respaldo a corsarios (piratas para los españoles) que asaltaban los navíos de la carrera de las Indias y a los rebeldes flamencos. En las costas y puertos de ambos países siempre se esperaban desembarcos o cañoneos enemigos. Como ejemplo del miedo general entre los ingleses, en 1593, el gobernador del pequeño archipiélago de las Sorlingas construyó una fortaleza en una de las islas para defender de una ocupación este territorio, a menos de cincuenta kilómetros al suroeste de la península de Cornualles. Además, en 1594 se había recrudecido la rebelión irlandesa acaudillada por los jefes de los clanes O’Donnell y O’Neill, que solicitaron ayuda a Felipe II, paladín de los católicos, y se comprometieron a convertirse en vasallos suyos. Asimismo, desde 1590, además de los puertos en Flandes, España disponía de una base en la costa bretona. Después de los asesinatos del duque de Guisa, en 1588, y del rey Enrique III, en 1589, y del ascenso al trono del hugonote Enrique de Navarra, en 1590, Felipe II envió tropas, mandadas por el militar castellano Juan del Águila, para apoyar al partido católico francés. Estas fuerzas desembarcaron en la rada del río Blavet y construyeron un fuerte. Isabel I también mandaba fuerzas a Francia en respaldo del bando protestante. Los dos soberanos mantenían su guerra de desgaste en países ajenos.
En 1595, en Madrid, se dispuso una expedición de castigo contra la costa inglesa, que se encargó a Del Águila y al marino Diego Brochero. Éste la confió al vasco Carlos de Amézquita (o Amézola), quien, con tres compañías de arcabuceros y cuatro galeras, Capitana, Patrona, Batana y Peregrina, zarpó de Blavet el 26 de julio. La flotilla se aprovisionó saqueando varios puertos franceses en poder de los hugonotes. El punto elegido para el desembarco fue el extremo occidental de Cornualles. El 2 de agosto, la flotilla apareció delante del puerto de Mousehole. Los aldeanos huyeron en cuanto vieron a los españoles y solo hubo una muerte. En los dos días siguientes, las tropas arrasaron la comarca y reembarcaron sin problemas, pues las milicias locales no se atrevieron a enfrentarse a los célebres tercios españoles, aunque les triplicaban en número. Tampoco apareció Drake, de guarnición en Plymouth, a pesar de que recibió la noticia. Como despedida, los españoles celebraron una misa y prometieron la erección de un monasterio cuando derrotaran a los ingleses y restauraran el catolicismo. Todo ello ocurriría, según dejó escrito el capellán de la flota, fray Domingo Martínez, en dos años. Un broche adecuado para la operación, porque la reina Isabel castigaba como delito de traición la asistencia de sus súbditos a una eucaristía. Mientras las galeras regresaban a Bretaña, se toparon con una flota holandesa formada por cuarenta mercantes y seis navíos armados. En la batalla, los españoles hundieron cuatro buques enemigos, sin perder ni uno solo de los suyos. Las únicas muertes de esa operación ocurrieron entonces: una veintena de hombres, tal como cuenta el minucioso Cesáreo Fernández Duro, en su Historia de la Armada española desde la unión de los reinos de Castilla y de Aragón56.
En el verano de 1596, una flota angloholandesa mandada por el conde de Essex saqueó Cádiz. Entonces, Felipe II empezó a planear una nueva invasión de Inglaterra. La oportunidad apareció cuando en el verano siguiente los ingleses (ciento veinte naves) y los holandeses (veinticinco naves) trataron de apoderarse del oro de las Indias. Esta flota primero rondó las Azores y luego aproó rumbo a América. Los españoles aprovecharon que el canal de La Mancha estaba abierto para zarpar de La Coruña. La fecha de salida fue el 19 de octubre de 1597, ya entrado el otoño, y el destino, Falmouth, puerto de Cornualles. El tamaño de la fuerza invasión superaba al de la armada de 1588: más de ciento sesenta barcos. De nuevo las tormentas frustraron la operación española, pero en esta ocasión no se produjeron las pérdidas humanas y navales de la ocasión anterior. Sin embargo, siete navíos llegaron a Falmouth y de ellos desembarcaron cuatrocientos soldados, que se atrincheraron en la zona en posición de combate hasta que, transcurridos unos días, comprobaron que la invasión se había frustrado y reembarcaron.
Los demonios españoles llegaban con el viento a la campiña inglesa y se marchaban con la amenaza de regresar otro año. A la vuelta de su expedición, los jefes de la flota inglesa, el conde de Essex, Raleigh y Thomas Howard se encontraron con acusaciones por haber dejado indefenso el reino y hasta de estar a sueldo del rey español. Los sobornos de ingleses por el oro español eran frecuentes, como veremos con el caso del embajador Bernardino de Mendoza, expulsado de Inglaterra por conspirar contra Isabel I demasiado abiertamente.
La reina Tudor murió cuatro años y medio más tarde que su odiado Felipe II, pero el nuevo monarca español, Felipe III, que se proclamó en 1598, también puso picas en las islas británicas y ella tuvo que verlo. Desde las rebeliones de Desmond, ocurridas a partir de 1569, y de la represión inglesa, los irlandeses habían pedido ayuda a España. Después de la batalla de Lepanto, algunos llegaron a proponer a Juan de Austria, capitán general de la flota que había derrotado a los turcos, como rey del país. Y en la Gran Armada habían ido numerosos irlandeses.
En 1599, Irlanda ya era el Flandes de Inglaterra. En ese año Essex regresó con un gran ejército de diecisiete mil hombres, pero tuvo que pactar con Hugh O’Neill, motivo por el que cayó en desgracia y acabó decapitado en 1601. La «Reina Virgen» tan pronto encumbraba a sus favoritos como los ejecutaba. Otro general inglés, el barón de Mountjoy, aplicó métodos despiadados en vez de negociaciones, y empezó a imponerse sobre los irlandeses. Entonces, antes de que los irlandeses fueran derrotados, Felipe III aprobó el envió de una expedición militar a cuyo frente puso al experimentado Juan del Águila, que había tenido que dejar Francia por el Tratado de Vervins entre España y Francia. La flota, que llevaba casi cuatro mil quinientos soldados veteranos, zarpó de Lisboa el 2 de septiembre de 1601, con el objetivo de tocar tierra en el sur de la isla, y colaborar con los rebeldes, dirigidos por los condes de Tyrone y de Tyrconnell. El destino era Cork, pero los vientos hicieron que fuese Kinsale. En esta ocasión no falló el tiempo, sino el populacho: los irlandeses no se sublevaron. Los militares ingleses bloquearon con sus naves la bahía y rodearon a los españoles y sus aliados por tierra. Los intentos de Pedro de Zubiaur de auxiliar a los españoles desembarcados con refuerzos enviados por mar fracasaron. El 3 de enero de 1602 una columna de irlandeses mandada por Richard Tyrell, Hugh O’Neill y Red Hugh O’Donnell se enfrentó a los ingleses de Mountjoy en las cercanías de Kinsale, pero fue derrotada. En esta situación, sin refuerzos ni aliados, Del Águila pactó con Montjoy la entrega de sus posiciones si le facilitaba barcos para que él y sus hombres regresasen a España, lo que el general inglés aceptó. La expedición atracó en La Coruña en marzo de 1602 con un millar de hombres, mientras en Irlanda permanecía como rehén Del Águila; de la tropa habían muerto seiscientos soldados. Juan del Águila volvió a España en abril, pero se le puso bajo arresto y se le inició un consejo de guerra porque se consideraba que su capitulación había deteriorado la reputación española. El militar fue absuelto y antes de morir en 1605 cumplió un último servicio en Flandes a las órdenes de Ambrosio de Spínola.
La represión inglesa se agravó aún más en Irlanda, lo que produjo un aumento de la emigración de irlandeses a España, donde se les recibía con los brazos abiertos. La guerra entre españoles e ingleses concluyó con el Tratado de Londres (1604).
INFANTES DE MARINA CON LOS JACOBITAS
El último desembarco español en las islas británicas ocurrió en Escocia. De los tratados de Utrecht y Rastatt, que pusieron fin a la guerra de Sucesión española, el país más beneficiado fue Inglaterra y España el más perjudicado. Esta perdió no solo las posesiones italianas, en las que estaba presente desde la Edad Media, y los Países Bajos, que pasaron a Austria, sino, también, Gibraltar y Menorca. España dejó de tener puertos en el canal de La Mancha, frente a las costas inglesas, mientras que Inglaterra pasó a disponer de ellos en el Mediterráneo. Utrecht supuso una inversión geopolítica. En cuanto se consiguió la paz, el nuevo rey, el borbón Felipe V, y la clase dirigente española quisieron darle la vuelta a ese tratado, en cuya redacción no participaron embajadores españoles, mediante operaciones y alianzas militares. El abad Alberoni, traído de Italia por la segunda esposa del monarca, Isabel de Farnesio, repetía que «España, bien administrada, es un monstruo desconocido.» ¡Y vaya si lo demostró!
En el verano de 1717 zarpó de Barcelona una flota con tropas para reconquistar Cerdeña, lo que se logró en poco tiempo. Al verano del año siguiente se repitió la operación con objetivo en Sicilia con un despliegue todavía mayor: Treinta y seis mil soldados, ocho mil marinos y cerca de cuatrocientas naves de transporte. En ambos casos, la población nativa recibió con alegría y sin resistencias a los españoles. Entonces, Francia, Gran Bretaña, Austria y las Provincias Unidas formaron la Cuádruple Alianza para atacar a España. El primer episodio de la guerra fue la batalla naval del cabo Pessaro, librada en agosto de 1718, una de las mayores derrotas de la armada española por obra de los británicos, agravada porque no había todavía declaración de guerra. La reacción de Madrid consistió en llevar el fuego a la misma Gran Bretaña, donde reinaba desde 1714 Jorge I. Este monarca pertenecía a la dinastía alemana de Hannover y era tan impopular que en su coronación se produjeron altercados en varios puntos del recién formado Reino de la Gran Bretaña. Le rechazaban los irlandeses, los escoceses, los católicos ingleses y los tories. La oligarquía mercantil y anglicana, llamada whigs, que controlaba el Parlamento, había excluido del trono a la dinastía Estuardo por católica y en su lugar había traído del continente al duque y elector de Hannover. El rey Jacobo II había sido derrocado en 1688 por los protestantes. Luis XIV, su aliado, le acogió en Francia en el castillo Saint-Germain-en-Laye y financió sus intentos de reconquistar el trono. Con el fallecimiento de Jacobo II en 1701, sus derechos y partidarios pasaron a su hijo, Jacobo III. El final de la guerra de Sucesión española y la muerte de Luis XIV en 1715 implicaron que Francia retirara su apoyo a los jacobitas, pero ese mismo año en Escocia hubo un levantamiento jacobita, al que acudió el pretendiente. Aunque el gobierno de Londres derrotó a los rebeldes, se comprobó que existía un sentimiento de resistencia que resurgía una y otra vez. Y España tenía una carta: Jacobo se había marchado a Roma y allí recibía una pensión anual enviada desde Madrid.
En 1719, Felipe V y Alberoni planearon, de acuerdo con exiliados y agentes británicos e irlandeses, como el duque de Ormonde, la invasión de la isla y el derrocamiento del monarca alemán. La clave consistía en el envío de una pequeña fuerza naval a Escocia, con tropas y armas para los jacobitas, bajo el mando del conde George Keith. Una vez que el ejército inglés hubiera marchado al norte, una fuerza naval mayor, con unos cinco mil soldados y treinta mil mosquetes, desembarcaría en Gales —o de nuevo en Cornualles—, armaría a los jacobitas y marcharía hacia Londres. La flota mayor no pudo zarpar de La Coruña a finales de marzo de 1719 debido al mal tiempo, pero la expedición destinada a Escocia y formada por dos fragatas, trescientos siete infantes de marina y dos mil mosquetes, había salido días antes de San Sebastián. El 4 de abril, las dos fragatas arribaron a la isla de Lewis, la principal del archipiélago de las Hébridas, y se apoderaron de su capital.
Poco después arribaron el marqués de Tullibardine, un auténtico mártir de la causa jacobita (participó en todos los alzamientos y murió en la Torre de Londres), venido de Francia, y Keith, llegado de España. En un consejo de guerra, los recién llegados, los jacobitas locales y los mandos españoles acordaron atacar la ciudad de Inverness, capital de las Tierras Altas (Highlands) y la ciudad con el invierno más frío de la Gran Bretaña, por diversas razones: tenía una guarnición muy reducida, de trescientos hombres, se hallaba muy alejada de las plazas controladas por los ingleses y ya se había tomado en el alzamiento jacobita de 1689. Los españoles y los jacobitas establecieron su cuartel en el castillo de Eilan Donan, que aparece en casi todas las películas ambientadas en Escocia, como El señor de Ballantree, Los inmortales, La trampa y alguna de James Bond. Allí depositaron las armas y las municiones. Al poco, las malas noticias se acumularon: no se produciría la invasión en el sur, los clanes no acababan de reclutar hombres y Londres había enviado tropas y buques para aniquilarlos. Las dos fragatas habían vuelto a España, y los infantes de marina, mandados por el coronel Nicolás Bolaño, se unieron a los jacobitas. Los anteriores guerreros extranjeros que habían marchado por esas frías y desoladas tierras fueron noruegos en la Edad Media.
En Eilan Donan quedó una pequeña guarnición de cuarenta y cinco infantes de marina y el resto se adentró en el país. Cinco fragatas inglesas irrumpieron en el lago Loch Alsh y ofrecieron la rendición a los soldados españoles, pero estos se negaron y el 10 de mayo las fragatas bombardearon el castillo. Aunque el edificio aguantó, los soldados españoles también depusieron las armas. Por si acaso, los artilleros británicos demolieron el castillo, que permaneció dos siglos en ruinas hasta que se reconstruyó a principios del siglo XX.
El gobernador militar inglés, Joseph Wightman, veterano de la guerra de Sucesión y del levantamiento de 1715, se enfrentó con fuerzas superiores en número y en material (disponía de cuatro morteros) a la columna formada por unos mil quinientos jacobitas y doscientos españoles. El 10 de junio, trigésimo primer aniversario del pretendiente Jacobo III, se libró la batalla de Glen Shiel. Los españoles ocuparon el centro, pero los ingleses, apoyados por dos batallones escoceses leales a los Hannover, vencieron. Keith y Tullibardine huyeron a pie a Francia. Los soldados españoles, que tuvieron pocas bajas, se confinaron en Inverness. Por un acuerdo entre Madrid y Londres, a principios de ese otoño se canjeó a los españoles por otros ingleses detenidos en España. Quien peor lo pasó fue el irlandés al servicio de España capitán Peter Stapleton, preso hasta el año siguiente y que recurrió a la mendicidad para poder comer.
El último intento de restaurar a los Estuardo en el trono corrió a cargo de Francia y fue, a la vez que un desastre, un ridículo. Durante la guerra de Sucesión de Austria (1740-1748), Luis XV se adhirió al proyecto de su tío Felipe V de respaldar los alzamientos jacobitas como manera de debilitar a los británicos y hasta de cambiar la dinastía reinante. España ya estaba librando la guerra del Asiento, en la que el almirante Blas de Lezo infligió una tremenda derrota a los ingleses en Cartagena de Indias (1741). En agosto de 1745, el hijo de Jacobo III, el príncipe Carlos, apodado Bonnie Prince Charles, desembarcó en la isla de Eriskay y encabezó la rebelión en Escocia. Mientras las columnas jacobitas se acercaban a Londres, la invasión prometida por París no se realizó. El príncipe tuvo que abandonar a sus partidarios y huir en un barco francés. Al menos, España consiguió poner soldados en las islas británicas en cumplimiento de los compromisos con sus aliados irlandeses y escoceses. Durante la guerra de los Siete Años (1756-1763), Luis XV trató de repetir el plan de invasión y engatusar a los jacobitas, pero perdió su flota en las batallas de Lagos y de la bahía de Quiberon, ambas libradas en 1759.
Después de las fragatas españolas de 1719, solo el Directorio de la Revolución francesa consiguió desembarcar tropas en los territorios bajo soberanía británica: un millar de hombres en el pueblo galés de Fishguard, en febrero de 1797, y otro millar en Irlanda en 1798.
Fue a partir de la batalla de Trafalgar (1805) cuando el mar que rodea Gran Bretaña se convirtió en un muro infranqueable, gracias a la Royal Navy y a la decisión del Gobierno de Londres de desencadenar la guerra contra cualquier país europeo que tratase de construir una flota de similar potencia. Para comprender el poderío de la Armada británica desde entonces, tan pronto como en 1810 y 1812, esta fuerza aseguró el abastecimiento de la ciudad de Cádiz, con cien mil habitantes y refugiados, durante el sitio por tierra por los franceses. En 1810, entraron en Cádiz 3 890 barcos y salieron 3 874. No faltaron alimentos, ni siquiera frutas, de modo que el precio de la carne, el pan y el vino no subió dentro de la ciudad, mientras que las tropas francesas ni cobraban sus salarios ni recibían alimentos57.
En la guerra centenaria entre las dos talasocracias que eran España e Inglaterra, al final venció esta última, después de dos siglos y medio de batallas, por razones que explicaremos más adelante. Y en los siguientes ciento cincuenta años, el Imperio británico derrotó a todas sus epirocracias (poderes exclusivamente terrestres) enemigas: la Francia napoleónica, la Rusia zarista y la Alemania del II y del III Reich. La hiperpotencia de hoy Estados Unidos, hasta cierto punto sucesora del Imperio británico, asienta su preponderancia militar, política y económica sobre su enorme flota, superior a la suma de sus mayores rivales.
52 FEROS, Antonio: El Duque de Lerma. Realeza y privanza en la España de Felipe III, Marcial Pons, Madrid, 2002, p. 268.
53 OLIVIÉ, Fernando: La herencia de un Imperio roto. Dos siglos de política exterior, Fundación Cánovas del Castillo, Madrid, 2004, págs. 33-34.
54 RODRÍGUEZ GONZÁLEZ, Agustín Ramón: Drake y la Invencible. Mitos desvelados, Sekotia, Madrid, 2011, págs. 134 y ss.
55 RODRÍGUEZ GONZÁLEZ, Agustín Ramón: Op. cit., p. 180.
56 Disponible en Internet en http://www.armada.mde.es/html/historiaarmada/index.html.
57 VELARDE FUERTES, Juan: «El coste de la guerra y su incidencia en la Armada», en La Marina en la guerra de la Independencia, II y III, Instituto de Historia y Cultura Naval, Madrid, 2010.
12. ¿ANTES DE LA LIBRA Y DEL DÓLAR?
Nadie rechaza un dólar. Es la moneda de referencia mundial y alcanzó esa condición poco antes de que terminase la Segunda Guerra Mundial, en los Acuerdos de Bretton Woods que fundaron el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. En 1971, el presidente Richard Nixon abolió la convertibilidad del dólar en oro para los Gobiernos y los bancos centrales, ya que los ciudadanos habían perdido ese derecho antes. Desde entonces, convertido en moneda fiduciaria, el dólar es el principal producto de exportación de Estados Unidos, por encima de la industria militar, la tecnología y la industria del entretenimiento.
Antes del dólar, ¿cuál era la moneda de referencia mundial? La libra esterlina británica, con sus diversos fracciones y múltiplos: soberano, guinea, chelín y penique (media guinea equivalía a diez chelines y seis peniques). En 1816, el Banco de Inglaterra adoptó el patrón del oro y a partir de entonces emitió billetes y monedas con el respaldo de sus reservas de oro. El dinero de papel podía cambiarse por una cantidad fija de oro. La libra reinó entre mediados del siglo XIX y 1914; el endeudamiento y la inflación causados por la Primera Guerra Mundial causaron su declive.
¿Y antes de la libra? ¿Hubo alguna moneda universalmente aceptada por su calidad y fiabilidad? Sí, el Real de a Ocho español. Una moneda acuñada en cecas del Imperio en España, Perú y Nueva España que circuló por todo el mundo, desde el interior de China a Estados Unidos y desde Australia al Levante mediterráneo. Gracias al Real de a Ocho, en palabras del historiador Antonio-Miguel Bernal, «España fue, durante casi tres siglos ininterrumpidos, la fábrica de moneda del mundo»58.
Si el Imperio tiene como compañera a la lengua, también se puede adjudicar la misma condición a la moneda. Todo Estado sin una moneda sólida se desmorona o queda reducido a la impotencia. Los reinos cristianos, sobre todo Castilla y León, vincularon sus sistemas monetarios al dinar almorávide y la dobla almohade, acuñadas en oro, metal que escaseaba en Europa. Mediante la Pragmática de Medina del Campo de 1497, los Reyes Católicos, artesanos de tantas novedades, ordenaron el desequilibrado sistema monetario, debido a la depreciación monetaria en el reinado de Enrique IV y la conquista de Granada. Fueron tales el acierto de la Pragmática y la seriedad con que se aplicó que sus elementos se mantuvieron hasta la Real Ordenanza de Felipe V en 1728. En 1535, Carlos V sustituyó el ducado por el escudo para proteger la moneda española, de mejor calidad, porque, en una práctica muy común cuando las monedas eran dinero mercancía, se sustraían las de mejor calidad para fundirlas y acuñar otras nuevas de ley más baja. Eso hicieron los franceses y los italianos con los ducados españoles. Felipe II creó la Onza de oro, con valor de ocho escudos, que, puesto que el sistema monetario español era bimetalista, conviviría con el Real de a Ocho, acuñado en plata. El Real de a Ocho se inspiró en el thaler (tálero) alemán y recibió otros nombres, como el de Peso fuerte, Peso duro, Duro, Ducatón para Italia o Dealder para los Países Bajos, y su expansión fue posible gracias a los hallazgos de enormes yacimientos de plata en el Cerro Rico de Potosí (virreinato del Perú) y Zacatecas (Nueva España).
Durante las primeras décadas del siglo XVI, la llegada de metales preciosos de las Indias a España fue impredecible por dos motivos: los tesoros dependían de las conquistas o los pillajes y el transporte, realizado por barcos individuales o pequeñas flotillas, quedaba al albur de los piratas (como la captura de dos de las naves que mandó Hernán Cortés al Emperador con parte del tesoro azteca). La Corona dejó claro su poder tan pronto como en una real ordenanza de 1504 que reclamaba el pago a Hacienda del quinto de cualquier mineral extraído de minas en España o las Indias y, en consecuencia, estuvo pendiente del contenido de las bodegas de las naves desde el principio del Imperio. Pocos meses antes de fallecer, la reina Isabel escribió a los oficiales de la Casa de Contratación sobre un desfase de menos de siete pesos de oro entre los seis mil remitidos por el gobernador Nicolás de Ovando y los recibidos en Sevilla. Carlos V, cuyas guerras contra Francia, los turcos y los piratas requerían dinero en cantidades nunca vistas antes, ponía sus esperanzas en la llegada de Flotas de Indias. Para tranquilidad del Emperador y de su hijo, a mediados del mismo siglo, se ensamblaron los elementos de la impresionante máquina minera, naval y financiera que en China convirtió al rey de España en «Rey de la Plata.»
La sucesión de acontecimientos es la siguiente. En 1545 y 1546 los españoles descubren enormes minas de plata en Potosí y Zacatecas, respectivamente. En 1548, el padre Pedro La Gasca derrota a Gonzalo Pizarro y pacifica el Perú. El historiador Manuel Fernández Álvarez afirma que, desde entonces, el envío de plata y oro desde la Indias, «ya no será la sorpresa, el regalo inesperado de la Divina Providencia, sino algo con lo que se podía contar»59 de manera previsible y anticipada. En los años cincuenta, el metalurgista andaluz Bartolomé de Medina inventó el método de la amalgama para obtener plata fácilmente, con el uso del mercurio, mineral que abundaba España, pues tenía en Almadén la mayor mina del mundo. El Imperio se convirtió por tanto en el mayor productor de plata de calidad del mundo. En 1561, la Corona hizo obligatoria la navegación en conserva al prohibir la navegación de buques separados de las dos flotas anuales, y en 1564 fijó las fechas definitivas de estas. En 1565, Andrés de Urdaneta realizó la proeza de atravesar el Pacífico de oeste a este, con lo que permitió los viajes de ida y vuelta entre Filipinas y Acapulco (Nueva España). En 1571, el guipuzcoano Miguel López de Legazpi fundó la ciudad de Manila, futuro principal puerto de España en Asia. Y en 1572 se abrió la ceca de la Villa Imperial de Potosí, que se dedicó a acuñar moneda, sobre todo reales de plata, junto con la ceca de México, fundada en 1535.
A partir de entonces, las naves de la Carrera de Indias llevaban dos veces al año mercurio a América y volvían con lingotes y monedas de plata y oro; a la vez, el galeón de Manila, que viajaba una vez al año, trasportaba la única mercancía que aceptaban los chinos: la plata. Tal regularidad asentó la vía de financiación de la Monarquía Hispánica, que era el crédito concedido por los banqueros, sobre todo genoveses, con la plata como garantía.
Las cifras sorprenden por su magnitud. Según el profesor Earl Hamilton, entre 1503 y 1667, España importó de sus Indias la cantidad de 16 887 toneladas de plata. Parte de la plata en lingotes que llegaba a España también se amonedaba en las cecas de la Península (Segovia —la primera en acuñar Reales de a Ocho—, Toledo, Madrid, Sevilla, Granada, Burgos). El Real de a Ocho, que solía llevar las armas de España, la fecha y algún otro motivo de adorno, como una cruz o las columnas del César Carlos, pero no el busto del monarca hasta mediados del siglo XVIII. En el reinado de Felipe II, el Real de a Ocho equivale a doscientos setenta y dos maravedíes.
El río de plata que desembocaba en Sevilla alteró la economía nacional. La industrialización se frenó, ya que los españoles podían adquirir lo que quisiesen con sus cofres sin fondo. Además, el resto de los europeos suplicaba los cofres de reales. Aunque no existió por parte del Gobierno español el objetivo de promover con los metales preciosos de Indias un cierto «desarrollo económico nacional» (lo que, subraya el historiador Bernal, era inconcebible en la política mercantilista de entonces por parte de cualquier Estado europeo), los españoles se lamentaban de que las piezas de plata durasen en sus manos tan poco como si fuesen carbón ardiente. Francisco de Quevedo expresó este resquemor en su letrilla «Poderoso caballero es Don Dinero.»
Nace en las Indias honrado,
Donde el mundo le acompaña;
Viene a morir en España,
Y es en Génova enterrado.
El embajador veneciano Francesco Vendramin comparó en 1595 el efecto de los tesoros de Indias en España como el de la lluvia sobre los tejados. Sin embargo, gracias a ellos la Monarquía Hispánica se mantuvo como potencia hegemónica en Europa y, por ejemplo, pudo pagar las flotas que perseguían a los piratas y las fortalezas que protegían los puertos. Y mucho peor que la desindustrialización fue la despoblación de Castilla a partir de las epidemias de peste que menudearon entre finales del siglo XVI y mediados del siglo XVII. A causa de la de 1649, Sevilla perdió la mitad de sus vecinos.
CHINA SOLO ACEPTA PIEZAS ESPAÑOLAS
El Real de a Ocho, que recibió los nombres de Peso, Piastra, Duro y Pieza, fue el cimiento sobre el que se levantó la primera globalización. Penetró en los Balcanes hacia 1530, en Milán en 1551, en Inglaterra en 1554, en Argel en 1570, en Estonia en 1579… Pero su importancia se debió a su aceptación en China.
El mayor mercado mundial y el centro del planeta hasta el siglo XIX fue China, que ahora empieza a recuperar esas condiciones después de un paréntesis de unos doscientos años. El Mediterráneo era la última etapa de la Ruta de la Seda ya en la época de la república romana. De Europa salieron viajeros como Marco Polo y Cristóbal Colón, que portaba en su arcón cartas de los Reyes Católicos al Gran Kan, para alcanzar China. Lo explico con las palabras de Adam Smith en su libro La riqueza de las naciones.
«Desde hace mucho tiempo China es el país más fértil, mejor cultivado, más laborioso y poblado del mundo. Pero también se ha mantenido durante mucho tiempo en un estado estacionario.»
Pero a los chinos, la cristiandad, Europa, no les interesaba en absoluto. Los europeos no fabricaban ni tenían nada que a los chinos les interesase, ni muebles, ni arte, ni libros, ni joyas, ni tejidos, ni aceite, ni vino… El único bien deseado por los chinos era la plata indiana, que tenían los Reyes de España. Los europeos, por su parte, ansiaban seda, porcelana, jade, marfil y, desde la segunda mitad del siglo XVII, té, productos de lujo que, por ello mismo, se vendían con altos beneficios. Pero los chinos solo estaban dispuesto a comerciar con los «bárbaros» occidentales a cambio de plata, que escaseaba en el Imperio del Centro.
La pasión de los chinos por la plata asombró a los españoles en cuanto entraron en contacto con ellos. Juan Niño de Távora, gobernador de Filipinas entre 1626 y 1632 (uno de los mejores gobernadores que tuvo el archipiélago), le reveló a Felipe IV que los chinos estaban dispuestos a someterse a cualquier trabajo por servil que fuera por unos pocos reales, porque «su dios es la plata y su religión consiste en las diversas maneras que tienen para obtenerla.» Y otro funcionario real escribió al «Rey Planeta» también desde Filipinas en 1628 que los comerciantes chinos solo entregaban sus sedas por Reales de a Ocho «y no aceptan ninguna otra cosa para comprarlas o trocarlas», de tal manera que vaciaban la provincia de las monedas que llegaban de Nueva España. Por eso, proponía al monarca la prohibición del comercio de seda. ¿Y por qué plata y no oro? Volvemos a Adam Smith:
«Media onza de plata en Cantón, China, puede ordenar una cantidad mayor tanto de trabajo como de cosas necesarias y convenientes para la vida que una onza en Londres. Una mercancía, por lo tanto, que se venda por media onza de plata en Cantón puede ser en realidad más cara, de más importancia real para la persona que la posea allí, que una mercancía que se venda por una onza en Londres para su propietario en Londres.»
En China, el poder de compra de la plata era alrededor del doble que el del oro. Por eso, los chinos compraron plata en los siglos XVI y XVII a los japoneses a cambio de seda y, debido a la feroz enemistad entre ambos pueblos, los portugueses —y más tarde los holandeses— operaron como intermediarios. Por el mismo motivo del mayor valor de la plata, entre 1560 y 1650 China vendió su oro a los europeos a cambio de plata. En este último caso ¿quién hizo el negocio? En un rasgo de soberbia y también de ese remordimiento que tanto abunda hoy entre los hombres blancos, se piensa que los comerciantes europeos timaron a los indígenas polinesios al darles espejos, hachas y cuchillos a cambio de perlas. Lo cierto es que los polinesios se desprendían de objetos que no les servían para nada y recibían a cambio otros que, en sus islas, dado su atraso tecnológico, así como la falta de minerales, les eran muy valiosos para trabajar la piedra y la madera. Los europeos también quedaban contentos, porque obtenían objetos para ellos valiosos mediante otros que en Europa abundaban. Los chinos, sin duda, pensarían que ellos también hacían un excelente negocio al cambiar las hojas de té por lingotes de plata. De todas maneras, ¿para qué sirve una perla?, ¿para colgarla del cuello de una mujer?
Así, la plata española alcanzó el estatus de primera moneda global. La diferencia entre participar o quedar excluido del comercio residía en tener o carecer de Reales de a Ocho. Las monedas con las armas del «Rey de la plata» las aceptaban personas que desconocían dónde situar España en el mapa.
«La plata española podía encontrarse, en la práctica, en cualquier parte del mundo, excepto en España. El peso español era de largo el signo monetario más ampliamente aceptado al principio de la era moderna. Los diversos agentes comerciales a lo largo del mundo respetaban esta y solo esta moneda, porque su integridad era totalmente conocida.»60
A principios del siglo XVII, cuando Portugal formaba parte de la Monarquía Hispánica, existían tres vías para transportar la plata, amonedada o en barras, a China. La primera, el galeón de Manila, que en torno a 1602 solía llevar entre cinco y ocho millones de Reales de a Ocho. La segunda, la Carrera de las Indias. De Veracruz, Panamá y Cartagena a Sevilla, de donde parte se trasladaba a Lisboa y de ahí a los puertos de Goa, en la India, y de Macao, en China. La cantidad anual así movida oscilaba entre seis y treinta millones de toneladas. Y la tercera, de Sevilla a Génova, Londres y Ámsterdam, por medio de los banqueros genoveses, que distribuían la plata y parte de ella caía en sus bolsas. Y de estas ciudades europeas, por tierra o por mar, marchaba a Turquía, Persia, India... Otra ruta que se mantuvo después de la separación de Portugal fue la que tenía como eje Buenos Aires, ciudad que vivía del contrabando: la plata del Perú pasaba a Brasil a cambio de mercancías europeas y hasta esclavos, de allí a Lisboa, de donde salía para las Provincias Unidas. La Compañía de las Indias Orientales inglesa exportó entre 1602 y 1795 Reales de a Ocho por valor de 3 745 898 libras, y la Compañía Oriental de las Indias holandesa exportó más de 5 700 quintales de plata, la mayor parte en forma de Reales de a Ocho61.
La Ruta de la Plata cubrió todo el planeta y, puesto que alrededor de un tercio de la plata producida por España solía terminar en China62, no es una fantasía reconstruir el viaje de unos reales de un extremo a otro del mundo, como hoy viajan los dólares. A finales del siglo XVIII, digamos 1785, unos mineros extraen mineral de plata en Zacatecas, Fresnillo o San Luis Potosí63. Se transporta a México en una recua de mulas, donde en unas semanas se acuña con él una partida de Reales de a Ocho, con el busto de Carlos III en el anverso y en el reverso las columnas y los dos hemisferios. Unos sacos se envían a Acapulco y de ahí a Manila, donde los comerciantes españoles los cambian por seda y porcelana a otros comerciantes chinos, quienes los llevan a Cantón. Varias de esas monedas se usan para abonar impuestos al Emperador Qing y acaban en las arcas de la Ciudad Prohibida de Pekín. La otra parte de los Reales se traslada a Veracruz y se sube en galeones cuyo destino es Cádiz. Esas piezas apenas están unos días en España, pues con ellas se pagan tejidos ingleses o trigo venido del Báltico. Las monedas se amontonan en un barco propiedad de alguna compañía europea de comercio con el Lejano Oriente y las hay no solo británica y holandesa, sino austriaca, sueca, francesa y danesa. En un trayecto de meses, la nave zarpa de un puerto europeo, contornea África y entra en el Índico. El capitán atraca en Zanzíbar y abre varios sacos para comprar marfil. Otros sacos de monedas se bajan en Madrás y Batavia para comprar provisiones y cajas de té. Al final, el barco toca tierra en Cantón. Como siempre y en todo lugar, los funcionarios reclaman los impuestos y remiten la plata española a Pekín. Los Reales de a Ocho sacados de Nueva España se reúnen con sus compañeros en los cofres chinos sin que apena los hayan tocado manos humanas. Y de ahí pueden correr otra aventura, como usarse para pagar a soldados que los llevan a Corea o a las selvas de Vietnam, o bien, ya que es dinero mercancía y no dinero fiduciario, fundirse para hacer lingotes.
No podemos limitar las alabanzas al Real de a Ocho sin olvidar la creación por la monarquía española del entramado más complejo y eficaz de su época en cuanto a la política monetaria: controles contables, fundiciones en dos continentes, registros oficiales, compradores de oro y plata y un dispositivo de transporte y protección que abarcaba desde mulas y galeones a almacenes y pesas64.
Crecidos en el desprecio a lo español y a nuestros antepasados, animado en este caso por la decadencia de la peseta, nos cuesta comprender la importancia y el prestigio de los Reales de a Ocho. No es solo que la pérdida de una flota65 o, mucho más frecuente que lo anterior, el retraso de la llegada provocase conmociones en toda Europa y el Mediterráneo, porque al desaparecer el numerario para mantener en funcionamiento el comercio internacional las transacciones se paralizaban y los prestamistas temían que la Corona no pudiese pagar sus créditos, lo que a su vez conducía a la quiebra a algunos de ellos. La moneda española la querían hasta los mayores enemigos de España.
Aunque las leyes de Londres prohibían a sus colonos el uso de moneda extranjera, las piezas españolas penetraron en los territorios americanos bajo la soberanía británica, como las Indias Occidentales, que incluía el archipiélago de las Bahamas, y las Trece Colonias. Estos colonos se enfrentaron al mismo problema que los primeros españoles dos siglos antes, la falta de numerario. Mientras Nicolás de Ovando había pedido a los Reyes Católicos el suministro de moneda de vellón, los colonos británicos recurrieron a la mejor moneda del mundo, tan cercana. La plata española se introdujo de contrabando a cambio de cereal, aceite de ballena, salazones y carne seca.
Una de las historias más curiosas es la de las piezas que se convirtieron en la primera moneda acuñada en Nueva Gales del Sur, en la isla de Australia. El Gobierno de Londres mandó a esta colonia un cargamento de cuarenta mil monedas de Reales de a Ocho desde la India, valoradas en unas diez mil libras. Para evitar que los comerciantes y marineros distrajesen las deseadas monedas, el gobernador hizo que se inutilizasen mediante un cuño circular que les arrancaba un trozo del metal y, además, que se les grabasen inscripciones alrededor del agujero con su denominación en chelines y el lugar de acuñación. La mutilación tardó un año en realizarse y las piezas estuvieron en circulación hasta finales de la década siguiente.
Se dice que las columnas y la cinta del «Plus Ultra» de los reales inspiraron el signo del dólar estadounidense, la S atravesada verticalmente por dos líneas. Lo cierto es que la influencia española va más allá del dibujo. El dólar de plata de Estados Unidos nació por una ley de 2 de abril de 1792, en la que se tomó como base la Piastra, palabra con la que los indígenas mexicanos se referían al Real de a Ocho. La equivalencia en peso con el Real de a Ocho español era casi idéntica, para lo que se habían pesado en el Tesoro numerosas monedas españolas. El dólar se ajustó a otro patrón ponderal más sencillo, el de base decimal implantado en Francia por los revolucionarios, por decisión del secretario de Estado Thomas Jefferson. Este, que compraría a Napoleón La Luisiana, pretendía financiar a los grupos separatistas del Imperio español y desestabilizar el comercio español con el dólar de plata66.
En el siglo XIX, se derrumbó el Imperio y España perdió las minas de plata mexicanas. Paradójicamente, en el naufragio, los Reales de a Ocho flotaron debido a su peso. México siguió extrayendo plata y acuñando moneda según el modelo español de calidad y pureza. Aunque tenían las armas y los sellos mexicanos, los pesos se aceptaban en Estados Unidos, Canadá, algunos antiguos territorios del Imperio español y, por supuesto, los puertos chinos. En la colonia británica de Hong Kong, la moneda usada por la administración y el comercio también era el peso mexicano, aunque marcado con un agujero. Londres trató de expulsarlo mediante la acuñación de una moneda propia de plata en una ceca construida para tal fin, pero los chinos la rechazaron y la casa cerró en 1868. En Hong Kong se mantuvo el patrón plata hasta 1935, por lo que los pesos y reales españoles y mexicanos permanecieron como moneda de curso legal hasta esa fecha. El descubrimiento de oro en California recién conquistada por Estados Unidos causó el descenso del precio de este metal y fue uno de los factores que permitió al Gobierno de Washington en 1857, en vísperas de la guerra de Secesión, retirar todos los pesos, ya tuviesen el busto de un rey español o los símbolos de la república mexicana. China no emitió su primera moneda de plata, el Tael, hasta 1899 y lo hizo según el modelo español del Real de a Ocho.
La Ruta de la Plata duró menos que la Ruta de la Seda, pero fue más compleja y extensa, pues abarcó los cinco continentes y, como la Victoria, daba la vuelta al mundo. El centro de ella era el Imperio español y, más en concreto, la ciudad de Sevilla. La primera globalización hablaba español en el tintineo de las monedas.
A pesar de que España hizo posible el primer sistema monetario y comercial planetario, esta construcción y su signo, el Real de a Ocho, no han recibido entre nosotros la atención que merecen. ¿Quizás porque para unos rompe la «leyenda negra» y la vagancia atribuida a los españoles y para otros porque les asquea que los soldados, los navegantes y los sacerdotes que admiran se dedicasen a contar y pesar monedas? En el extranjero sucede otro tanto. Un libro editado por el British Museum titulado Symbols of Power. Ten Coins that changed the World, reconoce que el Real de a Ocho fue «la primera moneda global»67, pero sus autores prefieren alabar el franco francés, que ha sido un enano entre el florín y el ducado italianos, los reales españoles, la libra británica y el marco alemán, aunque con muy buena prensa, o el yen japonés.
Concluyo con las burlas del gran economista Carlo María Cipolla de la calidad de las piezas de a ocho, hechas con una acritud que no solo contradice su ciencia, sino que hace pensar en uno de los pecados capitales: la envidia.
«Además de ser deficitarias en su valor intrínseco las piezas de ocho eran monedas feas, mal acuñadas y fáciles de cercenar. Sigue siendo un misterio cómo es posible que una moneda tan fea, tan mal acuñada, tan fácilmente cercenable y para colmo, indigna de confianza en cuanto a su valor intrínseco, fuera tan apreciada y aceptada en todos los rincones del globo. La única hipótesis que puedo avanzar es que la fuerza de los reales de a ocho se debiera fundamentalmente a que se encontraban en enormes cantidades.»68
Como bien saben los economistas, la moneda mala expulsa a la buena del mercado. Por tanto, resulta pasmoso que la única razón que insinúa Cipolla para explicar la circulación durante unos tres siglos de unas piezas en su opinión tan defectuosas sea su cantidad, como si la historia no hubiese demostrado numerosas veces que la cantidad no defiende a una mala moneda de otra de más calidad. Para mí esta sorprendente opinión expuesta por un natural de Pavía, ciudad del ducado de Milán, bajo soberanía española durante casi dos siglos, que corona en su libro el tono despectivo respecto al Imperio español, ilustra el sentimiento tan bien descrito por María Elvira Roca Barea de «imperiofobia.» Cipolla, admirable en otras materias, ha debido de ser el único ser humano que pensaba que los plateados Reales de a Ocho estaban verdes.
58 BERNAL RODRÍGUEZ, Antonio-Miguel: «Remesas de Indias: de dinero político al servicio del imperio a indicador monetario», en Dinero, moneda y crédito en la Monarquía Hispánica, Fundación ICO y Marcial Pons, Madrid, 2000, p. 379.
59 FERNÁNDEZ ÁLVAREZ, Manuel: Poder y sociedad en la España del Quinientos, Alianza, Madrid, 1995, p. 202.
60 FLYNN, Dennis O. y GIRÁLDEZ, Arturo: «Imperial monetary policy in global perspective», en Dinero, moneda y crédito en la Monarquía Hispánica, Fundación ICO y Marcial Pons, Madrid, 2000, pp. 385 y ss.
61 CIPOLLA, Carlos Maria: La odisea de la plata española. Conquistadores, piratas y mercaderes, Crítica, Barcelona, 1999, pp. 99 y 103-106.
62 Cálculo de Peter Gordon, co-autor con Juan José Morales del libro The Silver Way: China, Spanish America and the Birth of Globalisation, 1565-1815; Penguin, Londres, 2017.
63 Los mineros de Nueva España eran hombres libres, dueños de su trabajo, y cuyo salario era, según el alemán Alexander Humboldt, el más alto de los trabajadores similares que él había conocido en Europa. Ver ROCA BAREA, María Elvira: Imperiofobia y Leyenda Negra, Siruela, 11ª edición, Madrid, 2017, pp. 331-332.
64 BERNAL RODRÍGUEZ, Antonio-Miguel: «Remesas de Indias: de dinero político al servicio del imperio a indicador monetario», Dinero, moneda y crédito en la Monarquía Hispánica, Fundación ICO-Marcial Pons, Madrid, 2000, p. 379.
65 En una exposición de 2017 dedicada por el Museo Naval de la Armada española en Madrid al «Galeón de Manila», en los casi 250 años de existencia de esta ruta a través del mayor océano del mundo, los españoles solo sufrieron la captura de ocho naves: Santa Ana (1587), San Diego (1600), Nuestra Señora de la Encarnación (1709), Nuestra Señora de Covadonga (1743), Nuestra Señora de la Encarnación (sin fecha), San Sebastián y Santa Ana (1753) y Nuestra Señora de la Santísima Trinidad (1762). Accesible en https://www.fundacionmuseonaval.com/el-galeon-de-manila-la-ruta-espanola-que-unio-tres-continentes.html, consultado el 3 de agosto de 2019.
66 TRAPERO RUIZ, María José: «El Real de a Ocho: su importancia y trascendencia», en IV Jornadas Científicas sobre Documentación de Castilla e Indias en el siglo XVI, Universidad Complutense, Madrid, 2005, p. 364.
67 HOCKENHULL, Thomas (ed): Symbols of Power. Ten Coins that changed the World, British Museum Press, London, 2015, p. 145. De las 140 páginas de texto del libro, se mencionan las “pieces of eight” en cuatro de ellas.
68 CIPOLLA, Carlo Maria: Op. cit., Crítica, Barcelona, 1999, pp. 116-117.
«Yo he nacido no para agitar naciones como la vuestra, sino para conquistarlas.» Esta es una frase que nos imaginamos en boca de un rey belicoso, de un general o de un mercenario, pero no en boca de un diplomático, al que se le suelen exigir prudencia y buenos modales. Sin embargo, un embajador español se la espetó a los principales cortesanos de la reina Isabel I de Inglaterra cuando le maltrataron.
En la Segunda Guerra Mundial los alemanes consiguieron pocos éxitos en el campo del espionaje. El más espectacular, aunque se desaprovechó por las rencillas internas en la cúpula del III Reich, fue el albanés Elyesa Bazna, que pasó a Berlín información sobre los planes aliados sobre la Operación Overlord.
«Una escena digna de alguna de las películas absurdas de espías que dio el Hollywood de la década de 1920: en un suntuoso salón diplomático, un aristócrata con bigote cuyo nombre desafía toda parodia interpreta a Beethoven en un piano de cola mientras en el piso de arriba uno de sus sirvientes, de origen balcánico e intenciones aviesas, fotografía sus documentos con el propósito de venderlos al enemigo.»69
El embajador británico en Turquía cuyo valet le espiaba se llamaba Hughes Knatchbull-Hugessen y cuando se descubrió su incompetencia sus amigos en el servicio diplomático encubrieron su falta. Mendoza tenía un apellido mucho más fácil de pronunciar y, desde luego, él no tenía espías en su casa, sino que los colocaba en las ajenas.
INGLATERRA, DE ALIADA A ENEMIGA
Entre los acontecimientos capitales del reinado de los Reyes Católicos está la aceptación por Castilla de la política exterior de Aragón, en la que Francia era el enemigo. Hasta entonces, las relaciones entre Castilla y Francia habían sido de amistad y de alianza contra Inglaterra. En consecuencia, la reina Isabel I mandó a Italia para defender los derechos de su marido en Nápoles a tropas castellanas al mando del Gran Capitán. Esta política exterior también pesó en los matrimonios de los hijos de los Reyes Católicos. Mientras la hija mayor, la infanta Isabel, casó con el heredero de Portugal para apuntalar el proyecto de unión de todos los reinos ibéricos en una sola monarquía, el único varón, el príncipe Juan, y la infanta Juana, casaron con los hijos del archiduque Maximiliano, y la infanta Catalina lo hizo con el príncipe de Gales (primero Arturo en 1501 y luego Enrique en 1509). La intención de las tres dinastías implicadas en estos matrimonios, los Trastámara, los Habsburgo y los Tudor, era cercar a la revoltosa Francia de los Valois. De entonces data la presencia de embajadores españoles en Londres. Los reyes repartieron las cartas, pero Dios, rey supremo, también se sentaba a la mesa.
Los enlaces con la casa portuguesa de Avis produjeron la unión de Portugal en 1580 pero de una manera inesperada. Juana enloqueció y su marido, Felipe, a punto estuvo de dar al traste con la obra de los Reyes Católicos. Y Catalina, a quien su enemigo Thomas Cromwell elogió diciendo que «si no fuera por su sexo, habría podido desafiar a todos los héroes de la historia», fue apartada del trono cuando su marido, Enrique VIII, causó un cisma religioso y montó su propia iglesia para divorciarse de ella.
A pesar de la idea difundida por el cine histórico y las series de televisión, la Inglaterra del siglo XVI era un país pobre, convulso y poco importante en Europa. Convertida la Monarquía Hispánica en la potencia hegemónica de la cristiandad, sus principales enemigos eran Francia, hasta que se sumió en una serie de guerras civiles religiosas, el Imperio otomano, los príncipes alemanes seguidores del exmonje Lutero y los rebeldes flamencos. Cuando en 1547 murió Enrique VIII, «uno de los hombres más horros de nobleza, de sustancia y de freno a la bestia, que el azar jamás permitió llegar a una cumbre histórica»70, lo que interesaba de Inglaterra a España y Francia eran sus puertos en el canal de La Mancha. El Emperador Carlos, por mucho que detestase a Enrique VIII debido al cisma y al trato dados a su tía y a su prima, lo necesitaba contra Francisco I y por eso firmó una alianza en 1543 que condujo a la derrota de Francia.
En 1553, después de la muerte de Eduardo VI, único hijo varón de Enrique, ascendió al trono María I, hija de Catalina, y por tanto prima del Emperador Carlos. Este, que ya estaba planeando su abdicación, era, como explica Fernández Álvarez, «consciente de las dificultades que iba a tener su sucesor para mantener unidos los Países Bajos y España, especialmente si no contaba con la alianza de Inglaterra, dada la invencible hostilidad de Francia» y en consecuencia pensó en recuperar la alianza matrimonial: la Reina María con el príncipe Felipe, el «heredero del mundo», y al que ya había cedido la Corona de Nápoles. La diferencia de edad entre ambos y los treinta y siete años de María no importaban en los planes carolinos, como tampoco las duras capitulaciones firmadas. Los ingleses temían por su independencia, prueba de la debilidad de su reino, y obligaron a Felipe a comprometerse en que no los arrastrarían a una guerra contra Francia, no participaría en el nombramiento de ministros ni vendería las joyas reales y además, de nacer un heredero varón, este recibiría no solo el reino de Inglaterra sino, también, Flandes. Felipe adquirió el título de rey de Inglaterra y de Irlanda, hasta ahora el único caso de un consorte del monarca titular en la monarquía británica. También se opuso a la propuesta de su esposa de enviar a su hermanastra Isabel, la hija de Ana Bolena, a España para que fuese reeducada en el catolicismo, en parte por precaución a que, sin herederos propios, la reina de Escocia, María Estuardo, vinculada a la casa Tudor, casase con Francisco II, rey de Francia. Cuando falleció María en 1558, sin hijos, Felipe, ya rey de España y señor de Flandes, propuso matrimonio a la princesa Isabel, que le rechazó en parte por su acendrada fe protestante, que hacía de ella, entre otros atributos, la cabeza de la Iglesia de Inglaterra.
Al principio de su reinado, mediante el Acta de Supremacía (1559), Isabel I persiguió a los católicos como enemigos del Estado. Simultáneamente, desarrolló una política hostil a España, aprobada por la oligarquía mercantil: amparó ataques piratas al Imperio, financió a los rebeldes holandeses, encarceló a María Estuardo, refugiada en Inglaterra desde 1568, cobijó a enemigos de Felipe II, como el pretendiente a la Corona portuguesa… Madrid pospuso todo lo posible la ruptura con Londres, porque prefería conseguir su neutralidad en las diversas guerras y campañas militares y navales que estaba librando. En estas circunstancias, ¿quién demostró menos fanatismo religioso y más flexibilidad política y respeto a la soberanía ajena?
Y en 1577, con una tregua vigente entre ambos reinos (que no había impedido la expedición de Francis Drake a Panamá en 1573) y cuando la guerra en Flandes estaba detenida por las negociaciones, Bernardino de Mendoza llegó a Inglaterra como embajador de Felipe II.
DIPLOMÁTICOS EXPERTOS EN CONJURAS
El historiador Fernández Álvarez califica a Bernardino de Mendoza, de «representante de la generación del príncipe don Carlos y de Miguel de Cervantes y uno de los más característicos historiadores de la época de Felipe II»71. Y el diplomático Miguel Ángel Ochoa Brun lo define como «leal hasta el sacrificio e intransigente incondicional»72.
Nació en Guadalajara en torno a 1540 y fue el décimo hijo del conde de Coruña y de Juana Jiménez de Cisneros, sobrina del cardenal. Se licenció a los diecisiete años en la Universidad de Alcalá de Henares en Arte y Filosofía, y estuvo vinculado al Colegio Mayor de San Ildefonso. Pero en vez de convertirse en letrado y funcionario de algún Consejo de la Monarquía con posibilidades de ser nombrado virrey, optó por la carrera de las armas. Recibió su bautismo de fuego en 1563, en la campaña de Orán. Al año siguiente, participó en la toma del Peñón de Vélez de la Gomera a los piratas, islote que todavía pertenece a España. Y en 1565, junto con otros jóvenes de la corte, acudió a la defensa de Malta, atacada por los turcos. En 1567, dejó el Mediterráneo y se unió al ejército del duque de Alba enviado contra los rebeldes flamencos. Allí se convirtió en hombre de confianza del mejor general de Felipe II. Durante los diez años siguientes, al mando de una compañía de caballería ligera, participó en varias batallas, salvo un paréntesis en que Luis de Requesens, gobernador de los Países Bajos (1573-1576), le envió a Inglaterra a negociar puertos y vituallas para la armada que iba a trasladar al rey Felipe de España a Flandes en un viaje de pacificación que no se realizó. La Corona consideró que Bernardino de Mendoza mejor le serviría como embajador en Londres que en las trincheras.
En un país donde la violencia era cotidiana, la aristocracia conspiraba contra los reyes y estos decapitaban a sus cónyuges y sus duques, los embajadores españoles habían aprendido a moverse en las sombras. El bravo saboyano Eustace Chapuys planeó el rescate de la reina Catalina de su prisión, el derrocamiento de Enrique VIII y una sublevación popular. Para el conde Feria, la reina Isabel era «una mujer que es hija de un demonio.» El obispo Álvaro de la Quadra en seguida comprendió el juego de la soberana: «a nosotros piensa entretenernos con palabras y con esperançillas.» El canónigo Diego Guzmán de Silva recibió con escepticismo la confesión de Isabel de que ella se tenía por católica en su fuero interno, pero que tenía que disimular para conservar el reino y la vida. A Gerau de Spes, el embajador más torpe de todos, se le recluyó en su domicilio hasta su expulsión. Su sustituto, el comerciante Antonio de Guaras, fue acusado de conspiración por relacionarse con María Estuardo —la reina de Escocia a la que sus nobles habían forzado a abdicar y que desde 1567 se hallaba en Inglaterra vigilada por su prima Tudor—, y por ello se le encarceló en la Torre de Londres73. En cambio, Mendoza, que conoció a Guaras, no era hombre al que se pudiese encerrar.
Como su hermana María, la reina Isabel había crecido en el ambiente de terror creado por su padre. Enrique VIII decapitó a su madre y la declaró bastarda. Su supervivencia en semejante corte dependía de decir lo contrario de lo que pensaba, es decir, de mentir y fingir. Cuando se le contrariaba, mostraba el carácter despótico heredado de su padre, como comprobaron varios diputados que le instaron a contraer matrimonio o nombrar un sucesor. Su forma de gobernar y la persecución a los católicos provocó en 1569 un levantamiento de la nobleza católica del norte de Inglaterra que pretendía derrocarla y sustituirla por María de Estuardo. La represión dejó unos seiscientos ejecutados.
La política exterior isabelina consistía en ganar tiempo y en subastarse entre las dos grandes potencias que disponían de costas frente a Inglaterra: la Corona francesa y la Monarquía Hispánica. Por boca de la embajada que comunicó a Felipe II el fallecimiento de su esposa María I, Isabel declaró que ella quería mantener «the ancient amity.» Por las mismas fechas, le dijo al enviado francés, Guido Cavalcanti, que Inglaterra había entrado en la última guerra italiana (1551-1559) en el bando español solo por decisión de María I, presionada por su marido, y que ella estaba obligada a continuarla para recuperar Calais. Sin embargo, le dio esperanzas: le subrayó que ella no tenía una gota de sangre española en sus venas y que terminaron en su país los tiempos en que nada se hacía sin permiso de los españoles74.
La reina recibió por primera vez al nuevo embajador en marzo de 1578 en su cámara privada. Las guías que Mendoza recibió de su rey consistían en proteger a los católicos, evitar el apoyo de Isabel a los flamencos levantiscos y mantener en todo lo que pudiera las relaciones comerciales y políticas. Sin embargo, los católicos ingleses e irlandeses acudían al monarca y al embajador españoles en busca de ayuda y el destino de la reina Estuardo cambiaba de tiempo en tiempo. En el otro extremo de la cuerda, Isabel de Tudor pretendía asentar su poder y hacerse con algunas porciones del Imperio español, fuesen territorios en las Indias o, mejor aún, buques rebosantes de tesoros.
Las conspiraciones contra la soberana inglesa, no tan popular como pretenden los historiadores y guionistas británicos, fueron numerosas. En 1571, se descubrió la conjura del banquero Roberto Ridolfi; en 1583, la de Throckmorton; y en 1586, la de Babington. Todas ellas las dirigían católicos que pretendían deponer o asesinar a Isabel y sustituirla por María. Madrid estaba al tanto de ellas, pero su participación fue «más bien tangencial y, en realidad, resultó más perjudicial que beneficiosa para los intereses de Felipe II»75. Por supuesto, Mendoza las conocía. Al describir la «Conspiración de Babington», Mendoza le escribió a Felipe II que estaban comprometidas seis personas y el soberano, escéptico sobre el secreto entre conspiradores, anotó al margen del descifrado: «Si lo saben seis gentilhombres y él (Mendoza), más lo saben.» De su amplia red de espías y agentes ingleses, al que más valoraba Mendoza hasta calificarlo de su «primer informador», era un antiguo partidario de la reina: James Croft, controlador de la Casa Real, que levantó una rebelión en Gales contra el matrimonio entre María I y Felipe. En 1581, el año en que Portugal se incorporó a la Monarquía Hispánica, Mendoza le pagó dos mil coronas. En ese mismo año, el diplomático, al que no le molestaba poner en clave sus despachos, presumía de poder interceptar casi cualquier correspondencia que saliese de la isla.
En aquella época, la diplomacia y el espionaje solían ir unidos, y el espionaje era muy frecuente entre aristócratas, intelectuales y hasta científicos. El pintor Peter Paul Rubens ejerció en Londres como agente diplomático de Felipe IV y de la gobernadora de los Países Bajos. La infanta Isabel Clara Eugenia le recompensó con una patente de nobleza y Carlos I le nombró caballero y le regaló la espada que empleó en la ceremonia. El escritor Francisco de Quevedo estuvo implicado en una conspiración en Venecia organizada por los gobernantes españoles en Italia, entre ellos el virrey de Nápoles, a cuyo séquito pertenecía. Cuando se descubrió, en 1618, tuvo que huir disfrazado para evitar su asesinato. Y el dominico y astrónomo Giordano Bruno se colocó como capellán en la embajada de Francia en Londres para servir de espía a Walsingham, porque se oponía a la contrarreforma y a la liberación de María de Estuardo.
El descubrimiento de la «Conspiración de Throckmorton», por parte del jefe de los servicios de información de Isabel, Francis Walsingham, supuso la muerte para Francis Throckmorton y el fin de la misión para Mendoza, ya que se conoció su implicación. Entonces, el embajador quedó aislado en la corte; nadie se les acercaba ni a él ni a sus criados. En enero de 1584, le convocaron a una reunión en la que varios consejeros de la reina se encararon con él. Allí estaba Walsingham, que «por tener la lengua italiana más pronta que ninguno, sería el intérprete.» Se le reprocharon sus tratos con la monarca escocesa presa y se le ordenó, de parte de Isabel, que abandonase Inglaterra. Mendoza, que estaba solo en casa ajena y rodeado de enemigos, respondió con una frialdad admirable. Puesto que según la reina Isabel él «no le había dado satisfacción siendo ministro de paz, me esforzaría de aquí en adelante para que la tuviese de mí en la guerra.»
En el puerto de Dover, para humillarle, las autoridades inglesas le hicieron esperar seis días antes de entregarle su pasaporte y los de su séquito, lo que aumentó el enfado del temperamental diplomático. Las cosas sucedieron así, según lo contó don Bernardino:
«No quererme dar navío para los oficios que hacía queriendo revolver este reino, ni que la Reina me tratase como amigo, a quien respondí, que, pues no me había conoscido en tanto tiempo, no podía dejar de decille que don Bernardino no había nascido para revolver reinos, sino para conquistarlos.»76
Mendoza dejó Inglaterra en enero de 1584. En 1585, la guerra fría entre Inglaterra y España se convirtió en caliente. El castellano fue el último embajador español en Inglaterra hasta 1605, cuando se firmó la paz entre los dos reinos. Su nuevo destino era el polvorín de Europa: Francia.
La áspera marcha de Inglaterra no perjudicó a Mendoza. Para Felipe II y sus consejeros, se comportó como se esperaba de él. Su nuevo destino fue la embajada en París, ante el rey Enrique III. Desde décadas antes, en Francia rugían los enfrentamientos entre católicos, protestantes y calvinistas (hugonotes), así como las ambiciones de la nobleza, que habían sumido al país en guerras intermitentes. La pusilanimidad y la degeneración del último monarca de la dinastía Valois devolvieron el poder a su madre, la influyente Catalina de Médici.
En la primera audiencia, Mendoza sacó de sus casillas a Enrique III. El castellano protestó por la recepción del rey a una delegación de flamencos rebeldes que le pidieron su respaldo contra Felipe II. Enrique, furioso por haber sido reprendido en público por un embajador, le respondió que él no recibía órdenes de nadie y que invitaría a su palacio a quien quisiese.
Después de su derrota ante España, reconocida en la Paz de Cateau-Cambresis (1559), Francia se hundió en una serie de guerras de religión. La falta de herederos jóvenes agravó la inestabilidad. Cuando Mendoza llegó a París, Enrique III, que había sucedido a dos hermanos suyos muertos sin descendencia, tampoco tenía hijos. El heredero más cercano era Francisco, duque de Alençon, benjamín de los Valois, y si este moría, en virtud de la ley sálica vigente en Francia, la Corona pasaría a su primo Enrique de Borbón, pretendiente al reino de Navarra, conquistado por Fernando el Católico en 1512, y calvinista de fe; por tanto, doblemente enemigo de los españoles. En junio murió el inepto Francisco, que el año anterior había sido rechazado dos veces: por los habitantes de Amberes como conquistador y por Isabel I como marido. La dinastía Valois se encaminaba a su extinción. El 31 de diciembre de ese año, don Bernardino firmó en nombre de su señor el Tratado de Joinville con los dirigentes de la Liga Católica: una alianza perpetua entre España y la Liga para mantener la religión católica en el país, bajo la dirección de la familia Guisa y mediante los subsidios de Felipe II.
Mendoza convirtió la embajada en un centro de conspiración a favor de los católicos perseguidos en Inglaterra, Flandes, Alemania, Francia… De Madrid y de Bruselas le llegaba oro y plata que repartía a manos llenas entre sus agentes, espías y confidentes; aconsejaba a los Guisa; agitaba, prometía, amenazaba, cifraba y descifraba despachos… Los Tercios se encontraban a menos de doscientos kilómetros al norte, mandados por uno de los mejores generales de esos siglos, Alejandro Farnesio, que acababa de tomar Amberes (1585), el mayor centro financiero del Imperio español. Sedujo, con palabras y onzas, al marqués de Villeroy, ministro principal de Enrique III. En julio de 1585 presentó a su rey otro éxito: el Tratado de Nemours, por el que Enrique III se comprometía, ante la Liga, a eliminar de la sucesión al Borbón y a revocar los privilegios concedidos a los hugonotes.
Como hombre del Renacimiento y genio, Mendoza no se limitaba a la política y las conspiraciones. Encontró tiempo durante su ajetreada estancia en París para ordenar los apuntes de su estancia en Flandes y redactar sus Comentarios a la Guerra de los Países Bajos; y en 1586 al tiempo unió el valor para someterse a una operación de cataratas.
Con el frente francés aparentemente cerrado, Bernardino de Mendoza se dedicó al proyecto de la «Empresa de Inglaterra», la invasión del país para derrocar a Isabel. Según algunos historiadores, Mendoza detectó la vulnerabilidad de Edward Stafford, embajador inglés en París, bien por sus deudas o bien por su odio a Francis Walsingham, y le captó como espía. A cambio de sus informaciones, como el ataque de Drake a Cádiz, le abonó cinco mil doscientos escudos. También formó parte de su red el embajador francés en Londres, Claude de l’Aubespine, señor de Châteauneuf, católico y adepto de la Liga, que no solo remitía secretos a Mendoza, sino que anticipaba dinero a los agentes del español y bloqueaba los acercamientos de la reina Isabel a Enrique III 77.
De manera involuntaria, Mendoza colaboró en la ejecución de la reina María. Walsingham planeó la implicación de la reina derrocada en conjura contra su prima inglesa para poder ejecutarla. Usó como provocador a Gilbert Gifford, un escocés católico detenido por haber participado en otro complot, al que le permitió acercarse a María en su prisión. El agente doble persuadió a la reina que escribiese cartas cifradas a sus partidarios refugiados en Francia que él sacaría del castillo en barriles de cerveza. Entre los autores de tan imprudente correspondencia estuvo Mendoza. Así se tramó la llamada «Conspiración de Babington», que pretendía el asesinato de Isabel I y la instauración en el trono inglés de María gracias a un desembarco de tropas españolas y francesas. Cuando Walsingham dispuso de suficientes pruebas, denunció a la escocesa. A María se le sometió a juicio y se le condenó a muerte por traición; ella alegó que no podía ser traidora a la reina de Inglaterra porque nunca había sido súbdita inglesa. Su decapitación en febrero de 1587 causó la indignación de los católicos europeos y de muchos escoceses y fue el último motivo, junto con la campaña de Drake esa primavera contra Cádiz y Lisboa, para que Felipe II decidiese la invasión de Inglaterra.
Los oídos de Mendoza alcanzaron las habitaciones personales de los Valois, ya que tuvo como informador al valet de chambre de la reina madre. Enrique III pidió en 1588 a Felipe II que retirase a semejante intrigante, pero la respuesta de Madrid estuvo a la altura de los actos de su enviado:
«El embajador don Bernardino de Mendoza procede muy conforme a la buena amistad y hermandad que entre sus Majestades hay; es lo que más encargado le tienen en sus instrucciones.»
Y las instrucciones enviadas desde El Escorial y el Real Alcázar le exigían a Mendoza que colocara espías en los puertos franceses del Atlántico y del canal de La Mancha y comunicara las novedades cuanto antes. El embajador, según la abundante correspondencia cruzada entre él y Madrid, tenía informadores en Le Havre y Dieppe. Entre octubre de 1587 y finales de junio de 1588, Mendoza gastó cinco mil seiscientos setenta y siete escudos en pagar espías, una cantidad inferior en poco a su salario de seis mil escudos78. A la vez, maquinaba contra Enrique III, que quería sacudirse sus acuerdos con la Liga Católica. En mayo de 1588, el pueblo católico de París se sublevó en la «Jornada de las barricadas», la primera vez que la ciudad se llenó de estas trincheras improvisadas, que tanto se prodigaron durante los siglos XVIII y XIX. A Mendoza solo le faltó apilar barricas y maderas con sus manos, pues se reunió varias veces con los cabecillas. Los católicos consiguieron que el rey huyese de su capital.
El fracaso de la invasión de Inglaterra no detuvo a Mendoza, sobre todo porque animó a Enrique III a deshacerse de sus adversarios. El 23 de diciembre, cayó asesinado el duque de Guisa, a quien Mendoza le había aconsejado que aumentase su seguridad, y al día siguiente un guardaespaldas del propio rey mató a su hermano Luis, cardenal de Guisa. En enero, murió Catalina de Médici a los sesenta y nueve años y nueve meses de edad. Y en agosto un fraile vengó a los Guisa apuñalando al último de los Valois. El ascenso al trono de Enrique de Borbón después de los magnicidios causó una nueva guerra civil que se prolongó hasta 1598. En la búsqueda de un monarca para Francia, Felipe, por medio de Mendoza, propuso a su hija favorita y más inteligente, la infanta Isabel Cara Eugenia, cuya madre había sido otra Valois, pero la ley sálica era para los franceses una de las leyes fundamentales de su monarquía.
Los hugonotes sitiaron París en mayo de 1590. La tradición diplomática reciente permite, y hasta aconseja, que las embajadas salgan de las capitales cuando estas son atacadas por ejércitos enemigos. Pero Mendoza se quedó para contribuir a la defensa. Por él no iba a caer en poder de los herejes la capital del reino y ciudadela católica. No solo colaboró con los mandos militares, sino que también preparó hornos para cocer pan y hasta acuñó moneda con las armas de España. Anciano y casi ciego recorrió las murallas y los barrios para animar a la resistencia. Por suerte era soltero, de modo que no tenía esposa ni hijos que sufriesen las penalidades de la batalla. Cuando se agotó el crédito de doce mil escudos abierto por Madrid, vendió sus joyas y fundió su plata. En septiembre, Farnesio liberó la ciudad, en cuyo sitio murieron más de cuarenta mil personas. Por fin, el rey permitió a Mendoza regresar a España. Salió de París escoltado por más de doscientos hombres al servicio del duque de Mayenne, el Guisa superviviente, y por fin alcanzó España en 1592.
Hasta su muerte, acaecida en 1604, Mendoza vivió en Madrid, en una casa anexa al convento de monjes bernardos de Santa Ana en la actual calle de San Bernardo. Escribió varios libros más, entre ellos un tratado militar dirigido al príncipe de Asturias, asistió a sesiones la Academia Real de Matemáticas y ejerció como asesor ocasional de los Consejos de la Corona en política exterior. Militar, embajador, espía, pensador, ensayista, conspirador… Capaz de poner colorados de rabia a dos reyes. Un prodigio de hombre que quemó su vida y su patrimonio al servicio de la Corona española.
Uno de los tópicos más asentados sobre los españoles del Imperio en general y Felipe II en particular, asegura que estos preferían encargar rogativas a conventos de monjas para conseguir victorias, mientras que los ingleses, más prácticos y precavidos, mantenían la pólvora seca79. Entre las personalidades que se suelen proponer como ejemplo a los avergonzados españoles destaca Walsingham, a quien sus más entusiastas admiradores atribuyen la creación de los célebres servicios de información británicos. Sin embargo, la Monarquía Hispánica reconocía la importancia del espionaje y por ello disponía de unos magníficos maestros de espías a los que suministraba abundante dinero. En los años ochenta del siglo XVI, Walsingham gastó alrededor de cuatro mil libras (aproximadamente dieciséis mil ducados) en seis años. Mendoza, autorizado por el rey, gastó una cantidad similar en el semestre anterior a la salida de la Gran Armada80.
Los españoles del Imperio superaron en mucho a los ingleses en las artes del espionaje y no creyeron que implicarse en esa actividad tan siniestra mancillase su honor, ya que lo hacían por la religión, el rey y la patria.
69 HASTINGS, Max: La guerra secreta, Crítica, Barcelona, 2016, pág. 569.
70 MADARIAGA, Salvador: Mujeres españolas, Espasa Calpe, Madrid, 1972, pág. 166.
71 FERNÁNDEZ ÁLVAREZ, Manuel: Poder y sociedad en la España del Quinientos, Alianza, Madrid, 1995, pág. 263.
72 OCHOA BRUN, Miguel-Ángel: Historia de la Diplomacia española, tomo VI, Ministerio de Asuntos Exteriores, Madrid, 1990, pág. 173.
73 OCHOA BRUN, Miguel-Ángel: Embajadas y embajadores de la Historia de España, Aguilar, Madrid, 2002, págs.188-194.
74 OCHOA BRUN, Miguel-Ángel: Op. cit., pág. 148.
75 CARNICER, Carlos y MARCOS, Javier: Espías de Felipe II: los servicios secretos del Imperio español, La Esfera de los Libros, Madrid, 2005, págs. 170.
76 OCHOA BRUN, Miguel-Ángel: Embajadas y embajadores en la Historia de España, Aguilar, 2002, pág. 199.
77 CARNICER, Carlos y MARCOS, Javier: Op. cit., págs. 325-326 y 330.
78 CARNICER, Carlos y MARCOS, Javier: Op. cit., pág. 370.
79 Se atribuye al dictador Oliver Cromwell la frase «Rezad a Dios y mantened la pólvora seca» (“Pray to God and keep your powder dry”), durante la campaña para exterminar a los irlandeses.
80 CARNICER, CARLOS Y MARCOS, Javier: Op. cit., págs. 370.
14. LA «DIPLOMACIA INMACULISTA» DEL IMPERIO
En nuestro tiempo, los grandes asuntos de interés son los vídeos virales, no ya siquiera libros o artículos, sino un chiste o una frase grabados y enviados al mundo por medio de un teléfono. Hace siglos, las polémicas que conmovían multitudes tenían un sentido más trascendente, apropiado para quienes estaban convencidos de que su vida terrenal era una etapa hacia la eternidad y de la existencia de un juez supremo ante el que comparecían duques y galeotes, virreyes y pordioseros. Como reza uno de los aforismos del colombiano Nicolás Gómez Dávila: «Hablar sobre Dios es presuntuoso, no hablar de Dios es imbécil.»
En España, una de estas grandes polémicas consistió en el copatronazgo entre Santiago Apóstol y santa Teresa de Jesús. En 1617, el padre general de los carmelitas descalzos solicitó a las Cortes de Castilla que nombrasen patrona de España y de las Indias a santa Teresa, fallecida en 1582 y en proceso de canonización. Como el patrón y protector de España era desde hacía siglos el Apóstol Santiago, a la monja castellana se le nombró copatrona. Felipe III ordenó a las ciudades obedecer el decreto. Sin embargo, hubo una gran reacción contraria. Muchas voces se opusieron a un patronazgo compartido que desmerecía a Santiago y todo se suspendió hasta que la Iglesia canonizó a santa Teresa en 1622. Entonces, se reanudaron la orden y la resistencia. En esta polémica participó Francisco de Quevedo, miembro de la Orden de Santiago, con un memorial publicado en 1628 y dirigido a Felipe IV en el que reivindicaba el patronato único de Santiago. Tanto se enriscaron los cruces de palabras, sermones y folletos que Quevedo se ganó otro destierro. Al menos consiguió su deseo, ya que el papa Urbano VIII suprimió el copatronazgo en 1630.
Otro asunto en que la Corona y el pueblo español, de uno y otro lado del Atlántico, estaban unidos era la defensa del Misterio de la Inmaculada Concepción, es decir, que la Virgen María fue creada por Dios sin pecado original. Tanta importancia le dieron los Reyes de España a esta devoción que para obtener del Papado una declaración que la elevase a dogma para los católicos pusieron en marcha la «diplomacia inmaculista.»
DEVOCIÓN POPULAR DESDE LOS GODOS
La Iglesia católica ha definido cuatro dogmas sobre la Virgen María: la Maternidad Divina, proclamada por el Concilio de Éfeso en el año 431; la Perpetua Virginidad de María, proclamada en el Concilio de Constantinopla, en el año 553, y confirmada por Pablo IV en el Concilio de Trento, en 1555; la Inmaculada Concepción, definido por Pío IX en el año 1854; y la Asunción de la Virgen al Cielo, declarado por Pío XII en el año 1950.
La creencia de que María nació de sus padres, San Joaquín y Santa Ana, sin pecado original por gracia de Dios arraigó muy pronto en la Iglesia oriental, en torno a mediados del siglo II, y alcanzó España en seguida, como prueba de la vinculación hispana con Oriente a través del Mediterráneo. Por obra de San Ildefonso, arzobispo de Toledo (657-667), apodado «el capellán de la Virgen» se incorporó al calendario y la liturgia del rito hispano la fiesta de la Concepción Inmaculada. De sentimiento y devoción popular pasó a convertirse en política de estado. El godo Ervigio (680-687) obligó por una ley a los judíos a no trabajar en determinadas fiestas cristianas, una de las cuales era la Concepción de la Virgen.
A principios del siglo XIII, el arzobispo de Santiago de Compostela, Rodrigo del Padrón, trató de elevar el día a preceptivo, es decir, de asistencia a misa obligatoria. Fernando III, rey de Castilla y de León, mostró en su estandarte una imagen de la Madre de Dios. Las Cantigas de Alfonso X el Sabio (1252-1284) incluyen Cantigas das cinco festas de Santa María. En misales del rito Hispalense de la diócesis de Sevilla de finales del siglo XII y principios del siglo XIII aparece la fiesta de la Concepción.
En 1390, los cofrades y conselleres de la ciudad de Barcelona establecieron, por voto unánime, que fuera festivo. El 1 de noviembre de 1466, los vecinos de los trece pueblos que formaban Villalpando y su Tierra (Zamora) proclamaron su fe en la Inmaculada Concepción de la Virgen María y su voto de defenderlo. Muchas instituciones españolas, como universidades (la de Salamanca desde 1218), colegios profesionales y cofradías, exigían a sus miembros la adhesión a la Purísima.
Entre las monarquías españolas, la de Aragón fue la más implicada en la promoción de la Inmaculada. El rey Jaime I (1213-1276) encargó a la Orden Mercedaria que defendiese la Concepción Inmaculada. En 1304, Jaime II ordenó la celebración de la fiesta de la Concepción de María en la Corona de Aragón. Pedro IV (1336-1387), como infante y heredero, fundó en Zaragoza en 1333 una cofradía bajo el nombre y el amparo de la Concepción Inmaculada. Juan I (1387-1396) mandó que la Concepción se considerada la más solemne de las fiestas marianas y en 1394 prohibió la predicación en contra de esta creencia, edicto que sus sucesores renovaron. Con motivo del Concilio de Basilea, iniciado en 1431, Alfonso el Magnánimo (1416-1458) envió un embajador, el cisterciense fray Bernardo Serra, su limosnero regio, para solicitar la declaración dogmática de la Inmaculada Concepción. A Juan II (1458-1479) las Cortes catalanas le pidieron que dictara un edicto que prohibiera a sus súbditos la expresión de dudas sobre la Purísima, tanto en público como en privado. Y Fernando el Católico, miembro de la Cofradía de la Inmaculada de Barcelona, cuando sufrió en diciembre de 1492 el atentado en el que casi murió, sus primeras palabras fueron «¡O Santa María y valme!.» Como en el caso de la enemistad con Francia, el rey Fernando incorporó este asunto, propio de la Corona de Aragón, a la Corona de España81.
A pesar del extendido sentimiento popular en la cristiandad y de la opinión favorable de muchos teólogos y santos, la negativa de Bernardo de Claraval y de santo Tomás de Aquino de considerar a la Virgen María privilegiada por Dios hasta el punto de eximirla del pecado original impidió la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción. Los dos teólogos argumentaron que María nació con la misma mácula que los demás hombres y luego fue santificada por Dios. Quienes lo mantuvieron y se adhirieron a esta postura, con los dominicos como principales abogados, se denominaron «maculistas.» Los más prominentes «inmaculistas» eran los franciscanos. Como ningún papa ni concilio zanjó la cuestión, los «maculistas» y los «inmaculistas» siguieron discutiendo durante los siglos siguientes.
Los monarcas españoles, con el prestigio de encabezar la Monarquía Católica, trataron de que los papas declarasen dogma la Purísima, es decir, según el Catecismo, como «verdad contenida en la Revelación divina» que obliga al pueblo cristiano a un «adhesión irrevocable.» La que el historiador Miguel Ángel Ochoa Brun califica de «diplomacia inmaculista»82 consistía en que los reyes de la Casa de Austria suplicaban por medio de sus embajadores a los papas —desde el momento en que eran electos en el cónclave— que proclamasen el dogma. Sin embargo, los papas no aceptaban el deseo de sus más poderosos hijos, debido al prestigio de san Bernardo y santo Tomás de Aquino y a consecuencias eclesiásticas y hasta políticas.
Mientras esperaban la proclamación pontificia, los españoles ganaban pequeñas batallas frente a los «maculistas.» Por ejemplo, los teólogos españoles consiguieron que en el Concilio de Trento se excluyese expresamente a la Virgen del decreto sobre el pecado original para que no quedase cerrada la cuestión. Pontífices que coincidieron con Felipe II, como Pablo IV y Pío V reiteraron prohibiciones de culto y de sermones públicos en favor de la Purísima, pero consentían su representación icónica. En 1616, en su encíclica Regis Pacifici, Pablo V conminó a la corte española a atenerse a las disposiciones de sus predecesores. Entonces, Felipe III (1598-1621), apodado «el Pío», suspendió la ejecución del escrito papal en sus reinos, creó una real junta para promover el dogma y mandó a Roma una embajada religiosa encabezada por el benedictino Plácido Tossantos.
Este debate sacudía a la sociedad española. En septiembre de 1613 un dominico pronunció en un sermón en Sevilla. la siguiente frase: «La Virgen fue concebida y luego santificada», con lo que aseguraba que la Madre de Dios nació con pecado original y luego, por obra de Dios, fue librada de él. A diferencia de ahora en que los fieles desconectan su atención durante los sermones y callan ante las tonterías o las barbaridades que diga un cura desde el púlpito, los sevillanos protestaron y el imprudente dominico insistió. Dijo que la Virgen se había creado «como vos, como yo y como Martín Lutero.» Contra semejantes palabras se levantaron las órdenes religiosas, el arzobispo y el cabildo catedralicio. El convento de los dominicos tuvo que ser protegido de las protestas populares.
Solo meses después de ser proclamado rey Felipe IV, en marzo de 1621, envió en noviembre a Gregorio XV una carta por medio de su embajador extraordinario en la que, por primera vez le suplicaba la definición dogmática y medidas contra los dominicos «maculistas» que escandalizaban a sus súbditos. El Papa, por el Decreto Sanctissimus del año siguiente, prohibió que la fiesta de la Concepción Inmaculada de María se celebrara con el nombre de Santificación de Nuestra Señora, como lo venían haciendo los dominicos y también las disquisiciones en privado. En cuanto se conoció el decreto, Burgos, Barcelona y sobre todo Sevilla lo celebraron con fiestas.
Sin embargo, los «maculistas» también se movían. El Santo Oficio, en el pontificado de Inocencio X, publicó otro decreto que mandaba que la fiesta mariana se llamara de la «Concepción de la Virgen Inmaculada», no de la «Concepción Inmaculada de la Virgen.» En la Iglesia, como en la diplomacia y el derecho, el orden de las palabras altera el significado. Ese decreto también prohibía el uso de la expresión «Inmaculada Concepción» en libros, estampas, misales o pinturas. Mientras libraba guerras en Centroeuropa, tropas francesas penetraban en España, combatía las sublevaciones de Cataluña y Portugal, Felipe IV encontraba tiempo para defender a la Purísima. El «Rey Planeta» debía de estar convencido como G. K. Chesterton de que «la religión puede ser definida como lo que pone las primeras cosas lo primero»83, por absurdo que nos parezca a nosotros ese modo de pensar.
La devoción a la Inmaculada se trasladó a las Indias gracias a los franciscanos, los primeros y más abundantes misioneros en las nuevas tierras. Por su influencia, otras órdenes, como los mercedarios, los jesuitas y los carmelitas también la adoptaron. Entre los primeros propagandistas del culto mariano y de la Purísima se pueden citar a Antonio de Segovia, Sebastián Gallegos y Diego de Landa en Nueva España; a fray Ginés de Sepúlveda, que predicó a los indios ibidáez en Tierra Firme a la sombra de un estandarte de la Inmaculada y edificó una iglesia llamada Concepción; y en el Perú a fray Jerónimo de Villacarrillo, apóstol de los collaguas, y a fray Mateo Jumilla, que predicó en Cajamarca.
La devoción a María fue prontamente aceptada por los nativos. En marzo de 1519, después de una breve catequesis, Hernán Cortés dejó en Tabasco una imagen de la Virgen y el Niño. Los caciques, cuenta Bernal Díaz del Castillo, llamaron a María «Gran Tecleciguata», o sea, Gran Señora. La aparición a Juan Diego, indio chichimeca, de la Virgen en Tepeyac, cerca de México, espoleó las conversiones. En las Indias se reprodujo el mismo proceso que se vivía en España. El culto mariano, como demuestran los templos, los cuadros, las composiciones musicales, las esculturas, las procesiones y las fiestas en su honor se extendió por todo el Imperio, incluida la creencia en la Inmaculada Concepción. Enumerar las devociones y advocaciones a la Purísima desde Buenos Aires a San Antonio sería imposible. Valgan unas pocas. El III Concilio Limense, a finales del siglo XVI, fijó varias celebraciones en honor de la Pura y Limpia Concepción de María. La catedral de Puebla la consagró el obispo Juan de Palafox, en 1649, a la Inmaculada Concepción, y en las catedrales de Lima y Cuzco se dedicó una capilla a la devoción. En la universidad limeña de San Marcos, los graduados prestaban un juramento de advocación mariana en defensa del dogma de la Inmaculada. Tan lejos como en Santa Fe se fundó, en el colegio de los jesuitas, en 1626, una cofradía mariana cuyo mayor tesoro era un lienzo con una imagen de la Inmaculada. Igualmente, las polémicas entre los dominicos y las demás órdenes cruzaban el Atlántico y provocaban alborotos callejeros, de los que los virreyes y obispos daban cuenta a Madrid.
LOS FRANCESES NO QUIEREN A LA PURÍSIMA
Felipe IV (1621-1645) prosiguió los esfuerzos de su padre. El monarca, que se carteaba con Sor María de Ágreda, convencida de la Inmaculada Concepción, trató de persuadir a los demás soberanos católicos de que se uniesen a su causa. Aceptaron la gobernadora de los Países Bajos, su tía la infanta Isabel Clara Eugenia, y el emperador, miembros de su dinastía; pero la corte de Francia se opuso para no conceder a los españoles una victoria religiosa.
Una vez fallecido en 1644 el papa antiespañol Urbano VIII (que había prohibido la representación de aureolas en los retratos o las esculturas de personas no beatificadas ni canonizadas), los nuevos pontífices, más propensos a España, como Inocencio X y Alejandro VII, recibieron nuevas embajadas de Madrid.
Una de las primeras decisiones de Carlos II (1665-1700) cuando alcanzó la mayoría de edad fue pedir nuevos pareceres para reiterar las peticiones a Roma. En 1696, la «diplomacia inmaculista» obtuvo el breve In Excelsa, que elevaba la festividad de la Concepción al mismo rango que las de la Navidad y la Asunción de la Virgen. Aunque otros monarcas se adherían a la causa de la Purísima, como el emperador, el rey de Polonia y los electores de Baviera, Colonia y Maguncia, Roma no se atrevía a dar el paso. En 1699, a pocos meses de rendir el alma, el rey español escribió a Luis XIV para pedirle ayuda, y el francés le contestó con una negativa: «a su juicio, era mejor dejar sin desvelar los misterios de Dios y no crear turbaciones en la Iglesia.» Además, el papa Inocencio XII, que había nacido en el reino de Nápoles, y por tanto era súbdito de la Monarquía Hispánica, se preparaba para su propia muerte, que sucedió en septiembre de 1700, un mes antes que la de Carlos II.
Poco tiempo después estalló la guerra de Sucesión, que no frenó los esfuerzos de los españoles por obtener la declaración dogmática. El archiduque Carlos de Austria, pretendiente al trono, proclamó en Valencia a la Inmaculada como patrona de España el 8 de diciembre de 1706. Felipe V (1700-1746), el primer rey Borbón de España, recogió la tradición de los Austrias, y en 1732 escribió a Clemente XII para pedirle lo mismo que sus predecesores.
El Borbón que consiguió más reconocimientos para la Inmaculada del Papado, gracias a la «diplomacia inmaculista», fue Carlos III (1759-1788). A petición de las Cortes y de Carlos III, el papa Clemente XIII, el mismo que más tarde suprimió la Compañía de Jesús, proclamó en 1760 a la Inmaculada como «Patrona Universal de los Reinos de España e Indias», mediante la bula Quantum Ornamenti. Este monarca fundó en 1771 la Orden que lleva su nombre en agradecimiento por el nacimiento del primero de sus hijos y la puso bajo la advocación de la Inmaculada Concepción. El color de la vestimenta de la Orden era el azul, asociado a la Virgen (azul es el manto con el que María aparece en la tilma de Juan Diego), y las medallas y placas llevaban un grabado de la Inmaculada. El juramento exigido era el siguiente: «Juro vivir y morir en nuestra Sagrada Religión, y defender el misterio de la Inmaculada Concepción de la Virgen María.» Y de acuerdo con el sentido de la orden, entre los deberes de los caballeros destacaban su compromiso de defender el Misterio de la Inmaculada Concepción y comulgar en la fiesta o en su víspera. Las obligaciones religiosas se suprimieron en 1847, cuando la orden se reservó para premiar servicios al Estado. A instancias de Carlos III, devoto de la Inmaculada desde su niñez, concedió el Papa en 1767 que en las letanías de la Virgen se añadiese a continuación de la invocación «Mater intemerata» la de «Mater inmaculada.»
La Inmaculada aparece también en las guerras de independencia americanas. La elaboración de la bandera de la República de Argentina corresponde al general Manuel Belgrano. Aunque no se conocen las razones exactas de su diseño, es cierto que la enseña reproduce el manto de la pequeña imagen de la Virgen de Luján. Belgrano era un creyente con gran sentimiento mariano, del que dio muestras en la guerra. En 1812 acudió a Luján para rezar el Rosario y puso a sus tropas bajo protección de la Virgen. Después de la batalla de Tucumán depositó su bastón de mando ante una imagen de la Virgen de las Mercedes. En 1813 regaló a la iglesia de Nuestra Señora de la Merced, en Buenos Aires, dos banderas arrebatadas al ejército realista en la batalla de Salta. En abril de 1814 le escribió a San Martín una serie de consejos para las campañas militares:
«No deje de implorar a Nuestra Señora de las Mercedes, nombrándola siempre nuestra Generala, y no se olvide los escapularios para la tropa. (…) Acuérdese Ud. que es un general cristiano, apostólico. Vele Ud. de que, en nada, ni aún en las conversaciones más triviales se falte al respeto a cuanto diga nuestra santa religión.»
Palabras que parecen copiadas de las de Hernán Cortés, Juan de Austria o Alejandro de Farnesio.
El esfuerzo español tuvo por fin su recompensa y el papa Pío IX proclamó el dogma de la Inmaculada Concepción mediante la bula Ineffabilis Deus. En ella no se menciona a España, pero el pontífice dio muestras de agradecimiento en los años siguientes. Por ejemplo, el 8 de diciembre de 1857, en la inauguración de un monumento a la Inmaculada en la Plaza de España, donde se halla la embajada española desde el siglo XVII, al bendecir la imagen, Pío IX declaró:
«Fue España la nación que trabajó más que ninguna otra para que amaneciera el día de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen María.»
En 1864, el mismo papa concedió el «privilegio español», que unió de nuevo las naciones hispanas. Aunque el tiempo litúrgico de la fiesta de la Inmaculada es el Adviento y a este corresponde el color morado, que indica penitencia y el deseo por encontrar a Jesús, con la excepción del tercer domingo, en que se permiten ornamentos rosas, los sacerdotes en España y sus antiguas provincias de ultramar podrán oficiar vestidos de azul, en la fiesta y en su octava (los ocho días posteriores). También podrán usar vestiduras azules en todos los sábados en que se permitan las misas votivas de la Santísima Virgen.
En 1892, la Inmaculada se convirtió en patrona del Arma de Infantería española debido al recuerdo de la batalla de Empel. Después de la toma de Amberes en julio de 1585 por Alejandro Farnesio, la reina Isabel intervino ya sin subterfugios a favor de los rebeldes flamencos, con unos seis mil soldados y dinero. La colaboración inglesa reanimó a los protestantes. El Tercio Viejo de Zamora, cuyo comandante era Francisco Arias de Bobadilla, quedó rodeado en la isla de Bommel entre dos ríos, el Mosa y el Waal, por una nutrida flota neerlandesa, al mando de Felipe de Hohenlohe-Neuenstein. Para derrotar y aniquilar a los españoles, los flamencos empezaron a bombardear la isla desde los barcos y los fuertes de las orillas, a la vez que abrían las compuertas de los diques, río arriba, para anegar su refugio; el agua subió hasta dejar solo por encima de ella un montecillo llamado Empel. El 7 de diciembre, víspera de la fiesta de la Concepción, un soldado que cavaba en el suelo para hacerse un refugio o una trinchera, encontró enterrada una tabla con un retrato de la Virgen María. Los soldados interpretaron semejante hallazgo como una señal de protección divina y, después de rezar una Salve, decidieron un ataque desesperado en las barcas que tenían contra los barcos que les bombardeaban. La noche del 7 al 8 sopló un viento glacial que convirtió el agua de los ríos en hielo. Los buques se retiraron para no ser atrapados. Los soldados corrieron sobre el hielo como sobre un campo y se lanzaron sobre los fuertes, de los que se apoderaron. Tomaron dos mil prisioneros y se saciaron con los víveres que estos tenían. La tabla la entregaron los españoles a la iglesia católica de Balduque y desde entonces la Concepción se convirtió en la patrona de los Tercios de Flandes. Más tarde, se fundó la Cofradía de los Soldados de la Virgen Concebida sin Mancha Original, de la que Bobadilla fue el primer cofrade84.
La Iglesia no se ha pronunciado sobre el carácter milagroso de la helada de las aguas en una sola noche por obra del viento. Los meteorólogos holandeses, reconociendo el hecho, aseguran que se trató de una anormalidad nunca conocida hasta entonces ni después.
81 GAZULLA, Faustino: «Los Reyes de Aragón y la Purísima Concepción de María Santísima», en Boletín de la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona, nº 17, enero-marzo 1905, Barcelona.
82 OCHOA BRUN, Miguel-Ángel: Historia de la Diplomacia española, tomo VIII, Ministerio de Asuntos Exteriores, Madrid, 2006, págs. 336-342.
83 CHESTERTON, G. K.: Un buen puñado de ideas, edición de Enrique García-Máiquez y Luis Daniel González, Renacimiento, Sevilla, 2018, pág. 390.
84 ESPARZA, José Javier: Tercios. Historia ilustrada de la legendaria Infantería española, La Esfera, Madrid, 2017, págs. 255 y ss.
15. «CADENAS DE SAL» PARA ATAR A LOS HOLANDESES
El Imperio español tenía las mejores minas de plata en Potosí y Zacatecas y las mejores salinas en Punta Araya. ¿Cuáles eran más valiosas? Los sueños de riqueza de los comerciantes de los Países Bajos los poblaban barcos cargados de sal en vez de cargados de plata. Si las especias daban sabor a los alimentos, la sal era imprescindible para conservar la carne y el pescado. En algunos lugares literalmente valía su peso en oro, porque se puede vivir sin oro, pero no sin sal. León el Africano viajó desde las orillas del río Níger a la mina de sal de Tagaza, en medio del desierto del Sáhara, para asistir a un trueque asombroso: una onza de oro del mansa de Mali por una onza de oro blanco. En el siglo XVII, un europeo consumía alrededor de quince kilos de sal al año. Y sin sal, la industria y las flotas de las Provincias Unidas se habrían paralizado. Los españoles lo sabían y, después de la guerra de los Ochenta Años (1568-1648), algunos trataron de usar las salinas de Araya, en la Castilla del Oro, como prenda para negociar alianzas con los mismos rebeldes a los que había combatido.
Amontonados en un almacén del puerto de Ámsterdam, junto a cofres con monedas de plata y perlas, sacos de café, té y especias, jarras de aceite, toneles de vino, lingotes de hierro, balas de lana, frascos de ámbar, cajas con porcelanas y sedas, bloques de mármol y pilas de paños y pieles, los toneles de arenques salados no resultan atractivos, ni a la vista ni al olfato. Pero todo bien se fabrica, se elabora, o se cosecha en caso de que tenga demanda y esta deje un beneficio apreciable. Y las salazones de arenques eran un producto con una demanda enorme. Un fabricante que actuaba casi como monopolista; y, junto con los tejidos, el único producto que se manufacturaba en los Países Bajos. En las demás mercancías, los neerlandeses ejercían de mediadores: trasladaban bienes de un lugar a otro y su beneficio consistía en la diferencia entre los precios de compra y de venta, menos los fletes, los seguros y los impuestos. La importancia de las salazones residía en que se usaban para canjearlas en los principales puertos del mar Báltico, como Danzig, Könisberg y Riga, por cereales, que luego los mismos barcos vendían en España, Italia y Portugal, pues los trigales de Castilla y Sicilia no bastaban para alimentar a esos pueblos. Los cimientos de la riqueza de los flamencos fueron el arenque y la sal, y sobre ellos se añadieron en el siglo XVII los asentamientos en Asia, las innovaciones en la construcción de barcos, una financiación más ágil (Bolsa y empresas por acciones) y el comercio triangular en el Atlántico85.
Los neerlandeses carecían de salinas y su clima les impedía obtener sal del agua de mar que amenazaba con sumergir los campos de su país. Sus salazones gastaban un barril de sal por cada cuatro o cinco de arenques. ¿Dónde conseguirla? Había salinas en Francia, en el sur de España y en Italia, pero las preferidas eran las de Setúbal, en Portugal, por combinar alta calidad y bajo precio. Como los cargueros que atracaban en Portugal con trigo para las crecientes bocas de Lisboa realizaban el tornaviaje a los Países Bajos con quintales de sal, los neerlandeses montaron en el siglo XVI su primer sistema de comercio triangular. A pesar de los embargos ordenados por la Corona española y los Estados Generales, así como de las batallas entre neerlandeses y portugueses en Asia y Brasil, da idea de la intensidad del comercio naval el testimonio, aunque sin duda exagerado, del portugués Luis Mendes de Vasconcelos, según el cual a principios del siglo XVII tres mil barcos, la mayoría de ellos repletos de trigo, arribaban cada año al estuario de Lisboa. En 1578 y 1579, alrededor de ciento treinta cargueros neerlandeses cada uno de esos años transportaron sal portuguesa al Báltico. Entre otros efectos, el comercio con Portugal (desde 1581 parte de la Monarquía Hispánica) contribuyó a que el puerto de Ámsterdam se colocase como el preeminente entre las Provincias Unidas debido a los mayores ingresos aduaneros que aportaba el enorme tráfico con Portugal, tanto más cuando a la sal se unió el azúcar de Brasil.
¿Y dónde obtenían los neerlandeses los alimenticios arenques? En el mar del Norte, en concreto en las costas orientales de Escocia y de Inglaterra. Hasta las islas Shetland llegaban los marineros poco antes de que comenzase la temporada de pesca. Era una actividad muy tecnificada y regulada. Entre 1580 y 1621, se promulgaron al menos veintidós leyes sobre las pesquerías referidas a todos los aspectos de esta actividad: la cantidad y calidad de la sal usada; la manera de amontonar los arenques en los toneles; la prohibición de vender a cualquier extranjero sal, aparejos y redes; los números mínimos de toneles y redes por pesquero para salir a la mar; la obligación de respetar las redes de los demás… Una cofradía en Delf velaba por el cumplimiento de tanta norma. Era la manera de crear una prestigiosa denominación de origen86.
El tamaño de la flota pesquera neerlandesa no se ha podido determinar todavía, pero se acepta que era inferior a los veinticinco mil barcos que daban fuentes de la época. Un inglés, William Monson, afirmó que los neerlandeses, en el comercio de las pesquerías, tenían tres mil barcos, empleaban más de cincuenta mil hombres y ganaban anualmente casi millón y medio de libras esterlinas. Y el dinero ganado con las salazones lo multiplicaban con los cereales que vendían en el sur de Europa. El valor de la industria textil inglesa de ese período se fija en dos millones de libras. La riqueza de los neerlandeses, que no menguaba la guerra con España, hartó a los británicos que se pusieron a reclamar su parte en el pastel de arenque. Jacobo I, rey de Escocia y de Inglaterra y de Irlanda desde 1604, trató de impulsar la pesca de arenques entre sus súbditos, en lo que no tuvo éxito, y de cobrar un canon a los pesqueros extranjeros. Los neerlandeses replicaron con el mismo argumento que usaban para despojar los Imperios ibéricos: la libertad de los mares. Entonces, los británicos no eran partidarios de ella.
Aunque Jacobo I insistió durante los años siguientes en que los pesqueros le abonasen una tasa, murió sin que los Estados Generales la aceptasen. Las relaciones entre Inglaterra y las Provincias Unidas, que en el reinado de Isabel I habían sido de cooperación contra el Imperio español, empezaron a agriarse en el reinado del primer Estuardo. En la segunda mitad del siglo, los dos países se convirtieron en enemigos.
El conde-duque de Olivares trató de expulsar a los neerlandeses del Báltico a partir de 1622 y a quienes le objetaban la distancia de ese mar respecto a España les replicaba que para los rebeldes más lejanas estaban las Indias, donde tantos problemas causaban al Imperio87. Los miembros del Consejo de Estado español reconocieron la importancia del comercio de arenques con el norte de Europa al escribir sobre los neerlandeses, en un acta de 1652, que «el Báltico es su garganta.» Y el inglés Tobías Gentleman afirmó en 1614, durante la polémica por el cobro de tasas a los pescadores de las Provincias Unidas que la industria del arenque constituía para esta nación «su mayor mina de oro.» Todos ellos tenían razón. Los barriles de salazones de arenques permitieron a los neerlandeses apoderarse del aromático comercio de las especias.
En su tercer viaje, Cristóbal Colón descubrió en 1498 Punta Araya, en Tierra Firme, que hoy es el litoral de Venezuela. El lugar atrajo la atención de los españoles por las perlas que extraían del mar los nativos, aunque ya en 1500 se dio noticia de la existencia de una enorme salina natural. Los flamencos descubrieron las salinas de Araya a mediados del siglo XVI. El lugar era inhóspito, debido al calor abrasador y la falta de agua potable.
En 1568 comenzó la rebelión de los Países Bajos. Ni los españoles ni los sublevados querían arrasar el país, ya que a fin de cuentas les pertenecía a unos y a otros, y era el territorio más rico de Europa. Las ciudades adheridas a la rebelión o leales cambiaban en función de las batallas, los pactos o las traiciones. Por eso, las fuerzas de la Corona no podían controlar las costas. Los flamencos del norte prosiguieron con su pesca de arenques y su comercio con el Báltico y Portugal. En 1585, el rey ordenó un embargo y, hasta que se levantó en 1590 debido a una escasez de trigo en la Península Ibérica, parte del tráfico pasó de legal a contrabando. Desde 1593 se conocen diversos viajes de barcos neerlandeses a la península de Araya. En los agotadores trabajos murieron muchos marineros de sed, de insolación, de enfermedades y de agotamiento. Los españoles encontraron, aparte de las barracas y los muelles, un pequeño cementerio.
Según el compromiso de Felipe II cuando fue proclamado rey de Portugal por las Cortes de Tomar, el país mantendría sus leyes y su administración separada. El monarca español solo se reservaba un nombramiento, el del virrey. En 1598, Felipe II ordenó el embargo de todo el comercio del Imperio con los rebeldes, incluido Portugal. La medida dañó a la economía neerlandesa y convirtió en más valiosos y rentables los productos prohibidos. Las expediciones a las salinas de Araya fueron mayores.
La Corona ordenó la represión de este contrabando y en septiembre de 1605 zarpó de Lisboa una escuadra al mando del veterano almirante Luis Fajardo, que en la salina capturó diecinueve urcas flamencas. ¿Cómo poner fin a las incursiones de los rebeldes, que desestabilizaban la región, difundían el protestantismo y bloqueaban la extracción de perlas? En Madrid se estudiaron cuatro planes: inundar las salinas, envenenar la laguna, cegar el acceso por mar o construir un fuerte. Se envió al ingeniero Juan Bautista Antonelli, hijo de otro prestigioso constructor de fortificaciones, a reconocer la punta y redactar un informe. Después de tres años de inspección, la mejor solución, según su dictamen, por su baratura, consistía en cegar las salinas. La decisión final, como se acostumbraba en la corte, se pospuso, pero se detectó una debilidad del enemigo y se quería apretar en ella.
Por tanto, principios del siglo XVII coincidieron dos amenazas sobre los neerlandeses: el embargo de todos los puertos del Imperio español que incluía el bloqueo de las salinas de Araya y Setúbal, y las protestas del rey de Escocia y de Inglaterra por las pesquerías en sus costas. ¿Podrían perder las Provincias Unidas sus salazones? Y si Jacobo I acordaba la paz con Felipe III, ¿podría este vencer la rebelión? Estos factores, más las derrotas que infligió el general Ambrosio de Spínola a Mauricio Nassau en 1605 y 1606, influyeron en el ánimo de los neerlandeses. En Madrid, también pesó la quiebra de la Corona que declaró el rey en 1607. Así se abrieron las negociaciones entre los dos bandos.
La Tregua de los Doce Años (1609-1621) incluyó la reapertura de los puertos del Imperio y del comercio, por lo que los holandeses, súbditos de la monarquía nominalmente, volvieron a abastecerse en las salinas de Setúbal. Pero en marzo de 1621 falleció Felipe III, cuyo hijo y el valido de este, el conde-duque de Olivares, optaron por una política de «reputación.» En ese año se extinguió la tregua y los holandeses fundaron en junio la Compañía Neerlandesa de las Indias Occidentales, a imitación de la ya existente Compañía de las Indias Orientales. La nueva sociedad recibió del gobierno el monopolio del comercio con América (azúcar, sal y metales preciosos) y de la captura y venta de esclavos africanos por varios años. Entre los negocios a que podía dedicarse estaba la extracción de sal, por lo que los barcos holandeses, esta vez con otra enseña, aparecieron nuevamente en las salinas de Araya. Tan pronto como en septiembre. El gobernador de Cumaná, Diego de Arroyo y Daza, envió tropas para impedir que la escuadrase hiciese una aguada en el río Bordones. Y puesto que los neerlandeses estaban ocupando posiciones en diversas islas de la costa, como Margarita, eran de esperar nuevas incursiones.
A principios de 1622, Madrid ordenó la construcción de un fuerte para desalentar las incursiones, que recibió el nombre de Real Fortaleza de Santiago del Arroyo de Araya, y el elegido para realizarla fue Antonelli, que tardó siete años en completar el edificio. La decisión fue acertadísima, pues en noviembre, cuando solo se había cerrado la primera muralla, apareció una flota enemiga de cuarenta y tres barcos. Después de un bombardeo que duró dos días, las tripulaciones se lanzaron al asalto del fuerte, pero los españoles, mandados por el gobernador Arroyo derrotaron a los intrusos. En consecuencia, los neerlandeses tuvieron que buscar nuevas salinas, que encontraron en las cercanas islas de la Tortuga y San Martín y en la desembocadura del río Unare. En esos lugares, construyeron fuertes y máquinas para abastecerse. En Unare, transportaron un fuerte desmontado en piezas desde Europa. Aparte de los ataques militares, los españoles inundaron las salinas para dejarlas inútiles.
Para entonces, las Provincias Unidas se habían convertido en la más poderosa amenaza para el Imperio. El almirante Piet Heyn se apoderó por primera vez de una Flota de Indias en 1628, cuya plata enriqueció a los accionistas de la Compañía de las Indias Occidentales y reforzó la armada. Los holandeses rapiñaban las colonias portuguesas de Brasil y Asia. La guerra de los Treinta Años (1618-1648) estaba cambiando de signo, hasta entonces favorable a la casa de Austria, al unirse la Francia de Luis XIII al bando opuesto. Y dos sublevaciones, en Portugal y Cataluña, llevaron la guerra a la Península Ibérica. Felipe IV destituyó a su ministro Olivares en 1643 y tuvo que negociar la paz.
El Tratado de Munster (1648) supuso para la Monarquía Católica el reconocimiento de la independencia de las Provincias Unidas. Entre las exigencias de los vencedores estuvo el cierre del puerto de Amberes, en los Países Bajos españoles, para eliminar así un rival comercial. Madrid no solo aceptó el triunfo de sus antiguos súbditos rebeldes, sino que trató de convertirlos, en un movimiento de realismo diplomático, en aliados contra Francia, Inglaterra o Portugal. Las personalidades de la corte de Madrid se planteaban que las flotas neerlandesas pudiesen cubrir las cada vez mayores bajas en las armadas reales. ¿Pactar con quienes eran tus enemigos hasta hacía unos meses? ¿Y por qué no? Si ya no puedes vencerle, alíate con él. La escuela de la «raison d’état» instaurada por los reyes franceses permitió a Francisco I asociarse con el sultán turco hasta el punto de desvelarle la campaña de Carlos V contra Túnez y a Luis XIII y al cardenal Richelieu hacer la guerra a los Habsburgo del brazo de príncipes luteranos y calvinistas.
ALQUILAR LAS FLOTAS HOLANDESAS
Y la sal, de la que España estaba sobrada, dirigía la política exterior del nuevo país. Bien lo sabían los portugueses, que usaron sus salinas para comprar un aliado en su guerra contra España. Tan pronto, como en agosto de 1649, el primer representante español ante los Estados Generales, Antoine Brun, envió a Madrid una petición oficial neerlandesa para un permiso de extracción de sal de las Indias. Siguieron otras solicitudes en 1651, 1653 y 165588. Mientras, el Gran Pensionario de la provincia de Holanda, Adrian Pauw, declaró a Brun en 1651 para abrir los ojos a la corte de Madrid que los neerlandeses estaban atados a Portugal por una «cadena de sal» y que con gusto la romperían si se les ofrecía una alternativa. A medida que se enrarecían las relaciones entre Portugal y las Provincias Unidas por las campañas militares en Brasil y Angola, y se cerraba el mercado francés en aplicación de las medidas proteccionistas del ministro Colbert, los neerlandeses insistieron a los diplomáticos de la Corona, en 1662 y 1677, para comprar sal española, en estos casos andaluza. En 1665, España accedió a la primera petición, presentada por el embajador Esteban de Gamarra, pero rechazó la segunda a la vista del poco aumento del tráfico comercial y de las tasas ingresadas en los años anteriores. En el tratado de alianza con Portugal de 1669, los neerlandeses aceptaban retirarse definitivamente de Brasil a cambio de unas indemnizaciones, que los portugueses debían pagar en sal de Setúbal. Durante veinte años, los neerlandeses podrían comprar ochenta y cinco moios de sal a un precio fijo de entre mil cuatrocientos ochenta y mil quinientos reales por moio89, considerado una ganga. Si bien el suministro de sal parecía asegurado, crecía la amenaza expansionista de Luis XIV, aliado con Carlos II de Inglaterra. Para ambos monarcas, las Provincias Unidas eran un adversario comercial y, también, un mal ejemplo por su republicanismo.
El embajador Gamarra era un miembro genuino de las elites que servían a la Monarquía Hispánica. Aunque de familia española, pasó toda su vida, incluido su nacimiento en 1593 en Bruselas, fuera de España. Estudió en Italia, se unió a los Tercios, combatió en el sitio de Breda, gobernó el castillo de Gante, fue emisario extraordinario de Felipe IV ante la reina Cristina de Suecia y embajador ante las Provincias Unidas con residencia en La Haya, donde falleció en 1671. Intentó que los Estados Generales comprendieran que el «Rey Sol» era tan enemigo de ellos como de los Austrias y usó como uno de sus cebos el acceso a la sal. A Madrid le insinuó que se podrían emplear las armadas neerlandesas en reconquistar Jamaica, perdida por una invasión inglesa en 1655. Entre los argumentos que planteó a los consejeros de Madrid para que aprobasen las licencias, destaca este:
«Sin esta sal es casi imposible apartarles de la amistad de Francia y Portugal no pudiendo carecer de un género tan necesario y que se gasta aquí en tanta abundancia por la gran cantidad de carne y pescado que salan cada año.»
Sin embargo, los intereses globales del Imperio se oponían a semejante acuerdo, pues los Consejos de Guerra y de Indias concluyeron después de estudiarlo que, a cambio de un ingreso para las arcas reales por muy necesario que fuera, se pondría en entredicho la legitimidad y la utilidad de la soberanía española en las Indias. Para que los fletes compensasen el viaje a Punta Araya, los barcos neerlandeses tenían que ir cargados de productos para vender en los virreinatos americanos, bien legalmente, bien por contrabando, como ya se había comprobado en casos anteriores. Además, se habría autorizado la presencia permanente de holandeses en territorio español, que seguramente causaría los mismos problemas de prestigio y agitación que la pesca del arenque le había provocado a los británicos.
«De haber aceptado tramitar una concesión que, sin duda, habría reportado unos beneficios inmediatos a las exhaustas arcas de la Hacienda y reforzado la alianza con La Haya, Madrid habría terminado por reconocer públicamente su incapacidad para asegurar la única función que, como intermediaria, tenía en el comercio con América. La Monarquía Hispánica era un centro económico semiperiférico desde el que se ofrecía una amplia gama de productos sin elaborar a cambio de todo género de manufacturas y que actuaba como una correa de transmisión entre los países del centro los ámbitos coloniales. No podía aceptar en ningún caso que segundos países controlasen directamente materias primas tan importantes para su sistema económico como la plata o la sal.»90
El Imperio sí quería mantenerse como tal, no podía ceder las salinas de Araya —ni las minas de plata— a extranjeros. Porque, además, los Gobiernos y comerciantes que lo solicitaban estaban cerrando sus mercados a los españoles.
Aunque se nos dice que los ingleses y los holandeses prosperaron a partir del siglo XVII gracias a que optaron por el libre comercio y la libertad de los mares, la verdad es la opuesta. El desarrollo económico de los dos países comenzó con una fase de exacerbado proteccionismo y monopolio. En 1651, es decir, cuando los Estados Generales solicitaban amistosamente a España permiso para establecerse en Araya, el Lord Protector Oliver Cromwell promulgó su Ley de Navegación, que erradicaba el libre comercio y prohibía a sus colonias industrializarse para así depender de Inglaterra. Los barcos europeos podían llevar productos del país de su bandera a las islas británicas y sus colonias, pero se les prohibía transportar los que tenían origen en terceros países o en otros continentes; este comercio se reservaba a naves de la Commonwealth, con capitán y tripulantes británicos. En una medida tramada contra los neerlandeses, también se prohibía a los barcos extranjeros el transporte de salazones. Cromwell triunfó donde Jacobo I había fracasado. Esta política industrial y mercantil se convirtió en principio inmutable de los regímenes británicos. En la Restauración se dictaron más leyes que ampliaban el monopolio inglés y excluían a los extranjeros del comercio. El proceso de destrucción de la potencia neerlandesa concluyó con tres guerras navales libradas entre Inglaterra y las Provincias Unidas. En Francia, Colbert aplicó desde 1661 medidas proteccionistas para fomentar la industria. No se admitían competidores extranjeros. En estas circunstancias, ¿por qué el Imperio español debía aplicar una política económica que las demás naciones abandonaban?
Al final de todo, los planes de la Corona española y de los Estados Generales con las salinas de Araya consistieron en negociar el flete de un barco con una vía de agua. La tecnología o los descubrimientos convirtieron lo valioso en inútil, tal como había ocurrido siglo y medio antes con la posición de la República de Venecia como distribuidor de las especias en Europa en cuanto las naves portuguesas alcanzaron el Moluco. En 1670, en las fincas de la familia Marbury, en el condado de Cheshire, se descubrió sal gema, a la que se aplicaron nuevas técnicas de depuración a partir del calor generado por el carbón de Lancashire. En esa comarca nació una industria concentrada en Liverpool, cuyo puerto pasó a exportar sal. Como colofón, en los años siguientes, Holanda comenzó su decadencia como potencia naval y mercantil en beneficio de Inglaterra. En 1674, concluyó la tercera guerra angloholandesa con victoria inglesa y en 1688 subió al trono inglés Guillermo de Orange, que favoreció a los whigs que le habían hecho rey en perjuicio de las Provincias Unidas de las que provenía. Por último, en junio de 1677, las Provincias Unidas y el reino de Portugal aprobaron un acuerdo sobre la saca de sal en Setúbal.
Los neerlandeses dejaron de acercarse a las salinas de Araya, al menos de manera visible. Quizás lo hicieran a escondidas, alguna que otra vez, con la connivencia de las autoridades locales a cambio de un soborno en plata o en especie. De todas maneras, el lugar se volvió tan pacífico que, una vez desaparecida la piratería, la Corona española ordenó en 1762 la demolición del castillo para eliminar un gasto que, en 1720 el virrey de Nueva Granada, Jorge de Villalonga, calculó anualmente en más de cuarenta mil pesos.
Cuando la sal hoy es tan abundante que se regala y ha perdido su condición de elemento de primera necesidad de modo que los médicos le encuentran más males para la salud que ventajas, las guerras por las salinas venezolanas nos parecen tan incomprensibles como los sufrimientos y sudores de miles de hombres por traer a Europa desde el Lejano Oriente un cargamento de clavo.
85 El comercio triangular de los neerlandeses y británicos en el Atlántico consistía en aprovechar las derrotas de los buques y sus bodegas al máximo. De Europa zarpaban cargados de ron, tejidos, armas y productos metalúrgicos, que en África cambiaban a los reyezuelos de Senegal, Guinea o Angola por esclavos. La siguiente etapa consistía en transportar los esclavos a Brasil, el Caribe o Nueva Inglaterra y llenar los barcos con tabaco, algodón o azúcar que se vendían en Europa. Y de nuevo comenzaba la derrota, interrumpida solo por las guerras, o las estaciones.
86 DAVIS, David William: A Primer of Dutch Seventeenth Century Overseas Trade, Springer Science, La Haya, 1961, p. 6.
87 ELLIOTT, J. H.: El conde-duque Olivares, Editorial Crítica, 4ª edición, Barcelona, 1990, pp. 225, 228, 336-338, 362-363.
88 HERRERO SÁNCHEZ, Manuel: «La explotación de las salinas de Punta de Araya. Un factor conflictivo en el proceso de acercamiento hispano-neerlandés (١٦٤٨-١٦٧٧)», en Cuadernos de Historia Moderna, nº 14, 173-194 Editorial Complutense. Madrid, 1993, pp. 179 y ss.
89 El moio era una unidad de medida portuguesa que equivalía a casi 800 litros.
90 HERRERO SÁNCHEZ, Manuel: Op. cit., p. 184.
16. DE «DUENDE DE PALACIO» A DESTERRADO EN FILIPINAS
El paso a las Indias no estaba al alcance de cualquiera. Desde luego, hacía falta valor para embarcarse en un largo e incómodo viaje de varias semanas de duración en el que el riesgo de morir por ahogamiento, ataque de enemigos o enfermedad era alto. Además, la Corona limitaba el número y las condiciones de quienes deseaban «hacer las Américas.» Desde muy pronto se impuso la exigencia de una licencia, en la que el solicitante debía mostrar sus méritos. Miguel de Cervantes pidió por dos veces al Consejo de Indias esa licencia, en 1582 y 1590. La primera vez se dirigió a un miembro del Consejo, Antonio de Eraso; la segunda lo hizo directamente al rey Felipe II, con su hoja de servicios militar, y le pidió varios destinos:
«Pide y suplica cuanto puede a V. M. sea servido de hacerle merced de un oficio en las Indias de los tres o cuatro que al presente están vacos; que es el uno la contaduría del Nuevo Reino de Granada, o la gobernación de la provincia de Soconusco, en Guatemala, o contador de las galeras de Cartagena, o corregidor de la ciudad de La Paz; que con cualquiera de estos oficios que V. M. le haga merced la recibirá.»
En ambos casos, las peticiones de Cervantes se rechazaron. En la última se le respondió «busque por acá en qué se le haga merced.»
Abundaron quienes pasaron a las Indias sin esa licencia o bien la falsificaron, pero quien vulneraba las ordenanzas de esa manera luego no podía esperar un empleo oficial, a no ser que conquistase un reino, y la lista de estos ya estaba agotada a finales del siglo XVI. Las concesiones de licencias también dependían de las necesidades del Estado en América, España o Europa. Pero uno de los principios que guiaron la población de las Indias y el tránsito de personas era que a los nuevos reinos solo pasasen gentes sin mácula, honradas, trabajadoras y buenos católicos, es decir, que no fuesen una carga para las autoridades o los españoles ya establecidos, ni un mal ejemplo para los indígenas. Ni la monarquía ni la Iglesia, conscientes de su responsabilidad en la evangelización de los nativos, querían permitir el arraigo en las Indias de los vicios del Viejo Mundo. Por eso, los virreinatos de América no desempeñaron el papel de las colonias inglesas, tanto Australia como Nueva Inglaterra, de ser receptoras de delincuentes y rebeldes91. El hispanista sueco Magnus Mörner subraya que «la emigración española al Nuevo Mundo fue un movimiento voluntario. Por lo que sabemos, ningún español fue nunca forzado a dejar su patria por los territorios de Ultramar»92.
Sin embargo, toda regla tiene su excepción: el primer desterrado ilustre fue Fernando Valenzuela y Enciso, valido real, primer ministro de la monarquía y conocido como el «Duende de Palacio.»
El siglo XVII es el apogeo de las monarquías absolutas. Por un lado, los monarcas se revisten de la autoridad omnipotente que les concede el derecho divino y, por otro lado, no ha surgido todavía el gran aparato burocrático del siglo XVIII que limitará por la vía de los procedimientos el poder real. Pero los reyes no podían gobernar solos y recurrieron a unos ministros que dependen de su voluntad: los validos. Estos liberan a sus señores de las agotadoras tareas de gobierno, de modo que puedan dedicarse a sus devociones, a sus amantes, a sus aficiones como la caza, el mecenazgo y el teatro; y también ejercen la práctica función de fusibles políticos. Cuando el mal gobierno se vuelve insoportable para el pueblo o los tradicionales grupos de poder, el monarca puede desprenderse del valido como de una prenda rota; quienes no murieron en su cargo, sufrieron persecución y destierro en cuanto perdieron el favor real.
Hubo validos en todas las grandes monarquías. El duque de Lerma y el conde-duque de Olivares en España, los cardenales Richelieu y Mazarino en Francia y el conde Salisbury y el duque de Buckingham, en Inglaterra. Este último, conocido por el palacio que lleva su nombre, residencia actual de la monarquía británica, y la novela de Los tres mosqueteros, fue el más inútil de todos ellos y su historia merece conocerse para apagar el entusiasmo de los anglófilos culturales que consideran la historia inglesa un modelo de elegancia y equilibrio político. Buckingham nació como George Villiers (1592-1628), hijo de un miembro de la baja nobleza, cuyo principal atributo era su belleza, tanta que deslumbró a Jacobo Estuardo, rey de Escocia y de Inglaterra, en cuanto le conoció en una cacería en 1614. Desde ese mismo momento, el monarca se enamoró de él y le colmó de honores: copero mayor, barón, vizconde, marqués, miembro de la Orden de la Jarretera, guardián de los cinco puertos, gran almirante y por fin duque, el único duque existente en el reino. En su ascenso contó con el apoyo de los aristócratas que detestaban al entonces favorito real, el conde de Somerset; la conspiración comenzó con la compra para Villiers de un lujoso guardarropa para deslumbrar al volátil y sensible Jacobo. Dirigió la política exterior de su país con absoluta torpeza. Estaba tan ensoberbecido por el respaldo real y su apostura que se sobrepasó con una infanta española y con la reina francesa (ambas hijas de Felipe III) y para encubrir esos escándalos y sus fracasos políticos declaró guerras a España y a Francia. Como jefe de la flota, fracasó en capturar los convoyes de Indias. A Jacobo le sucedió en el trono su hijo Carlos en 1625 y mantuvo la privanza de Villiers, hasta el punto de disolver por dos veces el Parlamento cuando este trató de juzgar al favorito. El duque de Buckingham murió en una taberna de una puñalada dada por un oficial al que el pueblo aclamó en varios poemas. El último de los privilegios que recibió Villiers consistió el de ser el primer personaje no perteneciente a la familia real al que se enterró en la abadía de Westminster; su tumba se encuentra cercana a la del rey Jacobo. El historiador conde de Clarendon (1609-1674), que conoció a Villiers, dijo de él: «Jamás se vio a un hombre hacer carrera más rápida ni elevarse así, por su sola belleza, a las primeras funciones del Estado.»
En su libro de historia del Imperio español, querido lector, seguro que no se cuenta la vida del duque de Buckingham y tampoco que, a diferencia de él, el execrado duque de Lerma procuró la paz en vez de la guerra. El valido de Felipe III abrió un período de tregua en las relaciones internacionales que recibe el nombre de Pax Hispanica.
Tanto Isabel y Fernando de Trastámara, el emperador Carlos y Felipe II prescindieron de validos para gobernar, aunque contaran con ministros, consejeros o secretarios de confianza, desde los cardenales Mendoza y Cisneros al aristócrata portugués Cristóbal de Moura. A las pocas semanas de ser proclamado rey, Felipe III disolvió la Junta de Gobierno que había instituido su padre unos años antes y entregó todo el poder de la monarquía a Francisco Gómez de Sandoval y Rojas. Para asombro de funcionarios, aristócratas y embajadores, la firma del favorito en un documento valía tanto como la del monarca. A partir de entonces, en el siglo XVII, salvo excepciones, no habría rey sin valido. Entre 1598 y 1661, año del fallecimiento de Luis de Haro, sobrino del conde-duque de Olivares, se suceden los validos sin interrupción.
En su largo reinado (1621-1665), Felipe IV gobernó personalmente solo el tiempo que medió entre la muerte de Haro y la suya propia. Sin embargo, quedó escarmentado del régimen de los favoritos. El «Rey Planeta» dejó como sucesor al frágil Carlos II, de solo cuatro años, y como gobernadora del reino hasta que el niño cumpliese catorce años a su segunda esposa, su sobrina y viuda Mariana de Austria. En su testamento establecía una Junta de Gobierno, a cuyas directrices sometió a la reina. Esta Junta fue una muestra del equilibrio entre los distintos grupos sociales y territoriales de la Monarquía Hispánica. El historiador José Antonio Escudero enumera a sus miembros: el conde de Castrillo, político andaluz; el conde de Peñaranda, diplomático salmantino; Cristóbal Crespí de Valldaura, vicecanciller del Consejo de Aragón, jurista valenciano; el marqués de Aitona, militar catalán; el cardenal Foch de Cardona y Aragón, eclesiástico catalán, en su condición de inquisidor general; y Blasco de Loyola, como secretario del organismo, miembro de los linajes de vascos que había en la burocracia imperial.
En cuanto tuvo ocasión, la reina Mariana introdujo en la Junta a su valido, el jesuita Juan Everardo Nithard, que le había acompañado desde Viena a Madrid, y del único que se fiaba, tal como declaró a una de sus damas: «Me pudro de todos estos trabajos de Estado, y no puedo echar mano ni confiarme de nadie sino de mi confesor.» Primero le nombró miembro del Consejo de Estado, luego le concedió la naturalización española y a continuación el puesto de inquisidor general. Una vez adornado Nithard con semejantes cargos, la reina lo incorporó a la Junta a finales de 1666. Las derrotas en las guerras con Portugal y Francia, el odio de la aristocracia, cuyo portavoz era Juan José de Austria, bastardo de Felipe IV, y la animadversión del pueblo forzaron su renuncia en febrero de 1669 y su marcha a Roma. Como escribe Francisco Tomás y Valiente, fue el primer valido depuesto contra la voluntad real que le había encumbrado, y en su caída pesó la opinión pública.
La reina gobernadora sustituyó al jesuita alemán por un español sin más patrimonio que su osadía: Fernando Valenzuela y Enciso (1636-1692). Este nació en Nápoles, hijo de un militar rondeño que tuvo que abandonar su villa por «una travesura.» A los doce años, huérfano de padre, entró como paje al servicio del duque del Infantado, uno de los principales aristócratas españoles, al que acompañó en varios destinos en Italia. En 1661, se casó con María Ambrosia de Ucedo, una de las criadas de la reina Mariana de Austria, segunda esposa de Felipe IV. Así penetró Valenzuela en el Real Alcázar y se vinculó con el rey (al parecer le acompañó como alcahuete y guardaespaldas en algunas aventuras amorosas) con tal intensidad que el soberano, en la hora de su muerte, escribió un papel secreto para confiarlo a la reina:
«Por atender a la seguridad de Valenzuela, no he querido premiarle como merece el particular servicio que nos ha hecho. Si acaso faltare antes de hacerlo y durante el gobierno de la Reina muriese el sujeto de quien a este mozo es necesario asegurarle, la encargo le premie, en correspondencia de su mérito, porque estoy con particular cuidado de no haberlo hecho, aunque ha sido por legítima causa.»
La reina austriaca, extranjera en la corte, se encaprichó de Valenzuela, porque la distraía de los asuntos de política que no entendía con cotilleos y rumores del Alcázar. Para entregar su carga de chismes, en ocasiones entraba en los aposentos de la reina, causando escándalo en los cortesanos. Por ello se ganó el apodo con el que ha pasado a la Historia: «Duende de Palacio.» La desgracia de Nithard supuso la fortuna de Valenzuela.
En 1671, la reina Mariana le concedió el hábito de la Orden de Santiago y le nombró introductor de embajadores, que se considera el cargo civil más antiguo de la Administración española, ya que se estableció en 1626. A partir de entonces, la lista de puestos y honores no dejó de crecer: primer caballerizo, miembro del Consejo de Italia, alcalde del castillo, montes y bosques del Pardo, con lo que le correspondía encargarse de los festejos de palacio… El 2 de noviembre de 1675, el valido acudió al Alcázar con la solicitud de concesión para sí y sus descendientes del marquesado de Villasierra, la cual aprobó el Consejo de Castilla el mismo día y se hizo legal mediante un decreto del 3 de noviembre. A pesar de su carencia de preparación, Valenzuela comprendió que el gobierno debía afrontar el permanente déficit de las cuentas públicas, que obligaba a mantener unos impuestos altos en el reino de Castilla y a declarar bancarrotas; por ello, trató de reducir los gastos públicos; también procuró que en Madrid no faltasen el pan y otros abastos para impedir los motines. A fin de aumentar los ingresos de la Corona prosiguió la política de venta de cargos y honores, característica del Antiguo Régimen en España y en toda Europa.
La mayoría de edad de Carlos II, en 1675, no acarreó al principio mengua del valimiento del «Duende de Palacio.» La Corona le designó el 20 de noviembre de ese año embajador en la República de Venecia. Como un péndulo, 1676 marca la cumbre de su influencia y, también, el comienzo de su derrumbe. Los títulos se siguieron acumulando: capitán general del Reino de Granada, caballerizo mayor y la grandeza de España de primera clase. La más alta categoría de la nobleza española la recibió Valenzuela del rey Carlos en compensación por haberle disparado en una pierna durante una cacería de jabalíes en los montes del Escorial. Tanto los cortesanos como los embajadores le consideraban primer ministro de la Monarquía, aunque no disponemos de tal nombramiento en papel oficial. Un atentado frustrado en la Casa de Campo contra otro palaciego al que los sicarios confundieron con el marqués de Villasierra hizo que Carlos II y la reina madre aposentasen a su valido en el cuarto de los infantes, dentro del Alcázar. Solo otro español acaparó tantos honores y en tan poco tiempo. Se trató de Manuel de Godoy, que en el apogeo de su poder recibió el título de príncipe de la Paz. Ambos favoritos también tienen en común su brusca caída. Un aristócrata francés, el barón de Bergeyct, calificó a Villanueva de «todopoderoso en la corte» justo cuando sonaba el fin de su valimiento.
El partido de los grandes, encabezado por Juan José de Austria, hermanastro del rey, se consideraba humillado por semejante advenedizo y conspiró contra Valenzuela como ya lo había hecho contra Nithard. Un grupo de grandes difundió el 15 de diciembre un manifiesto que, como los que acompañarían los frecuentes pronunciamientos del siglo XIX, imponían condiciones a la Corona. Estos aristócratas exigían al rey, su señor, que expulsase a Mariana de la corte, encarcelase a Valenzuela y convocase a su lado a Juan de Austria. Los Consejos de Estado y de Castilla pidieron la detención solicitada, por lo que Valenzuela, con el permiso del monarca, se refugió, junto con su familia, en El Escorial. Los sucesos posteriores recuerdan los cuartelazos decimonónicos. El 23 de diciembre, se estableció una junta, que el día de Nochebuena aprobó por unanimidad la prisión de Valenzuela. El 27, Carlos comprendió que no era un monarca absoluto y pidió a su hermano, que como virrey de Aragón se hallaba en Zaragoza, aparentemente distanciado de los acontecimientos de Madrid, que le ayudase a gobernar. Juan de Austria se apresuró a obedecer y el 23 de enero de 1677 entró en Madrid aclamado por el pueblo.
La rueda giró para el «pobre y desdichado “Duende”», como le calificó un contemporáneo anónimo. El rey que le había elevado lo derribó. El 27 de enero decretó la nulidad de todas las mercedes concedidas al personaje, con mención expresa de la Grandeza de España; le mantuvo el hábito de caballero y el marquesado. Se constituyó un tribunal especial formado por miembros de los Consejos de la Monarquía que confiscaron su fortuna. El patrimonio reunido por el favorito, aunque era grande, no alcanzaba las cantidades fabulosas que le atribuían los mentideros. Lo más preocupante para Valenzuela fue que el fiscal pidiera la pena de muerte para él. Mientras tanto, dos miembros de la alta nobleza, el hijo mayor del duque de Alba y el duque de Medina Sidonia, irrumpieron en el monasterio del Escorial. Avasallaron al prior, que trató de impedir el atropello, y sus hombres registraron el edificio hasta dar con Valenzuela y llevarlo al castillo de Consuegra.
En unas pocas semanas, el valido pasó de «todopoderoso» a preso infamado. Como le escribió Juan de Silva a Cristóbal de Moura, «la felicidad del privado consiste en la vida y en la constancia de su amo.» Y Valenzuela las había perdido.
En un giro inesperado, el nuncio Mellini, por instrucción del papa Inocencio XI, reclamó la causa contra Valenzuela, dado que los cortesanos habían violado el fuero eclesiástico al penetrar en El Escorial. La Corona se sometió y Valenzuela rodó entre la iglesia de Tembleque y Consuegra. Sin haber dado audiencia al acusado, el 9 de febrero de 1678, el diplomático pontificio condenó al favorito a la confiscación de todos sus bienes y al destierro por diez años en las lejanas Filipinas. El rey no debía de ser ajeno a esta acción, pues envió instrucciones al virrey de la Nueva España, el gobernador de Filipinas y el castellano de la fortaleza de San Felipe de Cavite, escogida como prisión, sobre cómo comportarse con Valenzuela. El historiador Gabriel Maura explica semejante sentencia, sin precedentes en el derecho español, por dos motivos: un intento del rey de proteger la vida del «Duende», al que Juan José de Austria y los grandes linajes habrían preferido ejecutar o encerrar a perpetuidad, y el deseo de mantener la estabilidad social, ya que las disputas palaciegas desgastaban la autoridad de la Monarquía en un momento crucial, ya que esta había tenido que reconocer la independencia de Portugal después de una guerra de veintiocho años y se enfrentaba a los planes de agresión de Luis XIV.
Valenzuela fue sacado de su prisión de Consuegra el dos de abril y llevado al fuerte del Puntal (Cádiz). Se le embarcó en la flota de Tierra de Firme que zarpó el catorce de julio, y aunque su esposa recibió permiso para acompañarle en el destierro, junto con sus hijos, la dama prefirió permanecer en la Península. ¡Otro golpe al poderoso caído! Primero se aflojaron los lazos anudados por el dinero y las mercedes y luego los vínculos de amor. En palabras de un escritor testigo de los acontecimientos, «las que antes eran adoraciones se habían vuelto asechanzas.»
Después de realizar escalas en Puerto Rico y La Habana, el 15 de octubre la flota atracó en el puerto novohispano de San Juan de Ulúa. El 20 de febrero de 1679, el marqués de Villasierra fue llevado a Acapulco para cubrir la última parte de su viaje. El 29 de marzo subió al galeón San Antonio de Padua, con destino a Filipinas. Se le infligieron dos crueles humillaciones: no pudo llevar más ropa que la puesta y se le prohibió hablar con cualquiera, incluso con dos religiosos con los que había coincidido en la flota de Tierra Firme. El 29 de noviembre fue entregado al castellano de San Felipe de Cavite. Para entrar en su prisión, el ilustre condenado había tenido que cruzar dos océanos y cubrir más de veintitrés kilómetros de distancia, en lo que había tardado veinte meses. Si la corona del rey de España era la órbita del Sol, en palabras de Baltasar Gracián, Valenzuela la había recorrido casi entera.
María del Camino Fernández Gutiérrez muestra su asombro por el trato recibido por el «Duende de Palacio»:
«No hay un solo caso entre los grandes personajes de la monarquía del Antiguo Régimen en el que quepa apreciar un trato de mayor severidad por parte del rey, habida cuenta de lo que significaba entonces el destierro a las antípodas y, sobre todo, de las desagradables condiciones y desconsideraciones que lo acompañaron. Pero, además, el primer ministro Valenzuela fue castigado sin haber sido juzgado, hecho sin precedentes en los anales de la Monarquía de los Austrias en la que los altos secretarios (Alemán con Carlos V; Eraso o Antonio Pérez con Felipe II) y otros personajes públicos (Rodrigo Calderón con Felipe III) fueron perseguidos y aun condenados, pero siendo siempre oídos y juzgados.»
Sin duda, en la primera noche que pasó en el castillo de Cavite, entre extraños, empapado en sudor y sobresaltado por los ruidos de los animales que desconocía, Valenzuela compararía su vida anterior con la presente: de un palacio a una cárcel; del eje del mundo a una de sus periferias; de los halagos al silencio; de la fortuna a la pobreza; de señor de muchos a preso despreciado. A estas penas espirituales, se unieron otras materiales, tal como contó en un memorial que dirigió a Carlos II en cuanto tuvo permiso para escribir: estuvo «en tan rigorosa prisión que no se le permitía ver ni hablar a persona alguna sin guardas de vista, ni salir de dos aposentos que tiene por habitación, con todos los gravámenes que caben en los criminales más execrados.»
En 1684, cinco años después de su llegada a Filipinas, Valenzuela recibió la primera gracia real, consistente en mitigar su régimen carcelario. Se le suprimieron la obligación de mantener el silencio y la prohibición de tener criados; y también se le permitió mandar cartas, lo que aprovechó para exponer a Carlos II sus quejas y promesas de lealtad en el memorial citado. Sin embargo, por los archivos sabemos que el castellano de Cavite reforzaba las guardias y prohibía la visita de extranjeros al prisionero, con la aprobación del gobernador de Filipinas. El 7 de junio de 1687, el monarca firmó una cédula en que otorgaba la libertad a su antiguo valido antes de cumplir la condena y ordenaba su traslado a Acapulco y luego a México, donde le imponía la residencia. El 4 de octubre de 1688, Valenzuela escribió otra carta al rey para agradecer su liberación, pero en la que subrayaba lo anómalo de su situación:
«Protesto a V. M. como católico cristiano, delante de Dios o su Madre Santísima y Purísima, que ni judicial ni extrajudicialmente he sido interrogado ni oído por tribunal alguno eclesiástico o secular, desconsuelo durísimo para quien se halla en el concepto de fidelísimo esclavo de V. M. (…) ni con el más leve pensamiento he delinquido en tan horroroso crimen.»
También pedía a Carlos II que le permitiese regresar a España:
«La orden, Señor, que se me ha intimado y obedeceré pronto, dice pase a Méjico; y aunque no especifica V. M. más de que el virrey de la Nueva-España tiene otras tocantes a mi persona, como en distancia tan remota y dependiente de acasos muy próximos el tiempo se dilata tanto, paso desde luego a suplicar a V. M. se sirva de ampliar la cláusula de que quede libre, conforme al auto del Nuncio, pasando a morir con los residuos de aquella familia relicta en el rincón de San Bartolomé de Villa-Sierra, asegurando a V. M. que mi edad, achaques y desengaños de lo peligroso, falaz e inquieto de las cortes, están para apetecer ni desear otra cosa.»
El 28 de junio de 1689, Valenzuela embarcó en el galeón Santo Niño para realizar el tornaviaje por el Pacífico, que calificó de viaje «irregular y horroroso.» Casi seis meses más tarde, el 18 de diciembre, la nave atracó en Acapulco; y por fin el 28 de enero de 1690 llegó a México, una ciudad civilizada deslumbrante en comparación con el lugar en el que había vivido en los años anteriores. El virrey, conde de Galve, informó al rey en una carta fechada el 5 de febrero. Sin embargo, el monarca no atendió el ruego de su antiguo valido de autorizarle su vuelta a España.
El «Duende de Palacio» recibió en la ingle una coz de un caballo el 30 de diciembre de 1691 que le causó la muerte el 7 de enero de 1692. Fue enterrado el 19 en el convento de San Agustín y, según la autopsia, la salud de sus órganos internos era buena, por lo que podía haber vivido más de esos cincuenta y seis años. Al menos, se ahorró seguir atormentándose por la ingratitud y la envidia humanas y también el asistir a la primera rebelión social en México desde la conquista, el motín de junio de 1692.
En los años del destierro de Valenzuela, se produjo en Francia un caso parecido de arbitrariedad real: el «escándalo de los venenos.» En el París de Luis XIV se descubrió una red de personas poderosas, incluida la amante real, que recurría a hechiceras y envenenadoras para obtener afrodisiacos, bebedizos y venenos. Un tribunal especial juzgó a más de cuatrocientas personas, torturó a muchas de ellas y condenó a muerte a treinta. El «Rey Sol» ordenó en 1682 la suspensión de los procesos, debido a la vergüenza que le producían ante su pueblo y las cortes extranjeras.
La diferencia en ambos casos es que el rey español se limitó a desterrar a un favorito, mientras que por presión del monarca francés se ejecutó y encarceló a docenas de personas, a varias de ellas sin ni siquiera saber cuál era su culpa. Además, Luis XIV ordenó la destrucción de todos los documentos relacionados con el «escándalo de los venenos»; si hoy podemos tener constancia de este proceso es gracias a que el jefe de policía de París, Nicolás de La Reynie, desobedeció la orden de su soberano.
Ya en el siglo XIX, siglo de guerras civiles y banderías políticas en España, las Filipinas recibieron más presos enviados desde la Península, por ejemplo, militares del ejército carlista. El castigo del destierro se mantuvo incluso después de la pérdida del Imperio. Hasta mediados del siglo XX, los diferentes Gobiernos (monárquicos, republicanos o franquistas) emplearon como prisión para sus enemigos la colonia penitenciaria de Villa Cisneros, en el Sáhara, y también la Guinea española.
91 Las primeras deportaciones comenzaron en 1615. Las colonias penales de Australia recibieron más de 160.000 convictos, tanto varones como mujeres, entre 1788 y 1868, cuando se abolió este castigo.
92 MORNER Magnus: «La emigración española al Nuevo Mundo, antes de ١٨١٠. Un informe del estado de la investigación», en Anuario de Estudios Americanos, Sevilla, 1975.
17. LUIS XIV OFRECIÓ A EUROPA EL REPARTO DE ESPAÑA Y SU IMPERIO
El punto débil de la Monarquía es su dependencia del azar genético, mayor todavía en los siglos en que la mortandad infantil penetraba en los palacios como en las chozas. De los ocho hijos que tuvo Felipe II, solo le sobrevivieron dos: la infanta Isabel Clara Eugenia y Felipe III.
Cuando España desbrozaba el camino hacia el Imperio se enfrentó a una crisis política que pudo dar al traste con la obra y los planes de los Reyes Católicos, que pronto comenzaron a enterrar a sus hijos. El débil Juan, príncipe de Asturias y de Gerona, murió en 1497; siguió la infanta Isabel en 1498; y en 1500 su hijo Miguel de la Paz, destinado por los hombres a heredar las coronas de Castilla, Aragón y Portugal, pero no por Dios. Juana, enferma y manipulada por su marido Felipe de Habsburgo, quedó colocada en las gradas del trono de España. Y en 1504 dejó este mundo Isabel la Católica, después de que las Cortes de 1502 y 1503 les hubieran suplicado a ella y a su marido que pusiesen en orden la sucesión.
El historiador Manuel Fernández Álvarez describe esta situación con las siguientes palabras:
«La dinastía es aquí la única institución que va forjando lentamente la unidad nacional. Su consecuencia se puede comprender fácilmente: cualquier problema de sucesión se transforma, al punto, en un problema de unidad nacional. (…) Y no se cierra hasta veinticinco años después al liquidarse las rebeliones de comuneros y agermanados.»
En el siglo XVII, la Monarquía Hispánica vivió otro período de inestabilidad política aún más largo, de medio siglo de duración, causado por la ausencia de un heredero de la Corona. En octubre de 1646 falleció en Zaragoza el príncipe Baltasar Carlos, días antes de cumplir diecisiete años. Puesto que era el único heredero su padre, Felipe IV, viudo desde 1644, tuvo que casarse a toda prisa con la prometida del príncipe: la archiduquesa Mariana de Austria. De una boda entre primos se pasó a una boda entre tío y sobrina. De los seis hijos que le nacieron al «Rey Planeta», solo sobrevivió uno. Tuvo tres varones y dos de ellos fallecieron siendo niños. El príncipe Felipe Próspero (1657-1661) vivió cuatro años escasos; el infante Carlos, nacido en 1658, falleció en 1659; y Carlos, que nació solo cinco días después de la muerte de su hermano mayor. En los aposentos de los infantes del Real Alcázar había más lloros que risas y más ropas de luto que juguetes.
Carlos padeció raquitismo, envejecimiento prematuro, debilidad mental y esterilidad, enfermedades todas atribuidas a la endogamia de los Austrias españoles, que empezó con la cuarta esposa de Felipe II, la archiduquesa Ana de Austria. Su decrepitud alarmó a los españoles y sorprendió a las cortes europeas a través de los informes de los embajadores, aunque su vida alcanzó los cuarenta años. Cuando Carlos II fue proclamado rey, él y el otro monarca de la Casa de Austria, el emperador Leopoldo I, carecían de hijos varones. Casó dos veces. La primera, en 1679 con la princesa francesa María Luisa de Orleans; y como esta no quedaba embarazada corrió por Madrid la siguiente copla.
Parid, bella flor de lis,
que en aflicción tan extraña,
si parís, parís a España,
si no parís, a París.
En 1689, a los veintisiete años, falleció la reina. La siguiente consorte fue Mariana de Neoburgo, escogida por los vínculos de su padre, Felipe Guillermo, elector palatino y duque de Neoburgo, con los Austrias alemanes y por la fecundidad de su madre, Isabel Amalia Magdalena de Hesse Darmstadt, que tuvo veinticuatro embarazos y catorce hijos que superaron la infancia.
El rey, que falleció en 1700 a los treinta y nueve años, no fue capaz de engendrar hijos con ninguna de ellas y, a medida que pasaba el tiempo y los rumores de embarazos reales se revelaban falsos, volvió el problema de la sucesión. Un sector de la corte defendía que la decisión correspondiese a unas Cortes convocadas para ello y otro, el triunfador, que fuese prerrogativa del monarca. Los embajadores del emperador Leopoldo I y del rey Luis XIV de Francia pugnaban por los derechos de sus señores.
El reinado de Carlos II, que duró treinta y cinco años, desde 1665 hasta 1700, coincidió con el mucho más largo de Luis XIV de Francia (1643-1715). Este rey, elogiado por Voltaire a tal punto que consiguió que el siglo XVII haya recibido el apodo del «Siglo de Luis XIV», incendió Europa con tal de engrandecer su poder. Sus principales enemigos fueron España, a la que arrebató el Rosellón y la Cerdaña en el sur, el Franco Condado en el este y Artois, Dunquerque y Lille en el canal de La Mancha, y la dinastía de los Habsburgo. El rey francés, que había empezado a reinar de manera personal en 1661 después de una larga regencia, estaba casado desde 1660 con la infanta María Teresa de Austria, hija de Felipe IV y de Isabel de Borbón, hija esta a su vez de Enrique IV, el primer Borbón que reinó en Francia; además, su madre era Ana de Austria, hermana de Felipe IV. Por ello, Luis XIV creía que su familia tenía derecho al trono de España. Pero, por si acaso, empezó a proponer a las demás potencias europeas el reparto de la vieja piel del cansado león español tan pronto como en 166893.
En ese año, se firmaron dos paces ominosas para España: el Tratado de Lisboa, por el que Madrid reconocía al fin la separación de Portugal, que se había sublevado en 1640, y en el que intervino el rey inglés, también llamado Carlos II; y el Tratado de Aquisgrán, que terminó la Guerra de Devolución con la entrega a Francia de varias plazas en Flandes. Pero en enero de ese año, Luis XIV ofreció al emperador Leopoldo I un tratado secreto de reparto de la Monarquía Hispánica en el caso de que «el Hechizado» muriera sin sucesión; y eso que las relaciones entre ambos monarcas no eran sencillas, porque en Viena no había embajada francesa, pues el embajador español gozaba de la precedencia diplomática. Viena recibiría la España peninsular, las Indias y el Milanesado, mientras que París se reservaba Flandes, el Franco Condado, las Filipinas, Nápoles, Sicilia, Navarra, Rosas y las plazas del norte de África. Recibió el nombre de Tratado de Crémonville, por el diplomático francés que lo propuso, el «enviado» de Luis XIV en la corte imperial. Leopoldo no lo ratificó y, además, destituyó al funcionario austriaco que lo había negociado con Crémonville. También se opusieron al reparto Inglaterra, a cuyo monarca Luis XIV enviaba enormes sobornos, y las Provincias Unidas, cuya independencia había reconocido España en 1648. El emperador era el pariente más cercano a Carlos II: su hermana era la reina gobernadora de España y él estaba casado desde 1666 con la infanta Margarita de Austria, sobrina suya y hermana del español. Entonces había concordia entre las dos ramas de los Habsburgo.
En 1696, Carlos II, por presión de su madre, Mariana de Austria, designó heredero al príncipe José Fernando de Baviera, nacido en octubre de 1692. El niño era bisnieto de Mariana de Austria y Felipe IV, sobrino nieto suyo y nieto de Leopoldo I, que le educó en Viena. En una carta a un aristócrata español, el soberano demostró que estaba al tanto de que su esterilidad podía acarrear una catástrofe a su reino: «No vivo tan descuidado de mi obligación, ni aprecio tan poco el amor de mis vasallos.»
El Tratado de Ryswick (1697) puso fin a las guerras que en las décadas anteriores había provocado Luis XIV. En él, el francés fue generoso con España y devolvió los territorios y las plazas conquistados en la Cataluña al sur de los Pirineos (en el Tratado de los Pirineos de 1659, Felipe IV tuvo que ceder los condados de Rosellón y Cerdaña a Luis XIV) y en los Países Bajos, aunque recibió la parte occidental de la isla La Española que luego fue Haití. Así trataba de congraciarse con Carlos II.
Al año siguiente, con la excusa de asegurar «la tranquilidad de la Europa», el embrollador «Rey Sol» propuso un reparto pacífico del Imperio español a las potencias europeas. Este Primer Tratado de Partición contó con la aprobación del padre de José Fernando, el Elector de Baviera Maximiliano II, que dudaba de que, encajonado entre Francia y Austria, pudiera hacer cumplir el testamento que favorecía a su casa. En octubre de 1698, se firmó el nuevo tratado secreto, llamado de La Haya. España, los Países Bajos, las Indias, Cerdeña y Filipinas serían para José Fernando; Guipúzcoa, Nápoles y Sicilia para el Delfín de Francia; y el Milanesado para el segundo hijo de Leopoldo, el archiduque Carlos. En cuanto se conoció este tratado, Carlos II ratificó que dejaba la totalidad de sus estados al príncipe José Fernando, quien falleció en febrero de 1699 de manera tan repentina que se atribuyó a un envenenamiento.
Los diplomáticos españoles se comportaron con el mismo ánimo que su señor. El embajador en Londres, el marqués de Canales, presentó las protestas a Guillermo III de manera tan desabrida que se le expulsó del reino y la corte española, en reacción, entregó los pasaportes al embajador inglés. El obispo de Solsona, embajador en Viena, escribió ese año sobre «el sumo vilipendio y desgracia que nos amenaza.» Y Francisco Bernardo de Quirós, ministro en La Haya, se sintió sobrecogido, porque el futuro solo ofrecía «o una separación de dominios de la Monarquía o una guerra sangrienta.»
En marzo de 1700, Francia, Inglaterra y las Provincias Unidas pactaron el Segundo Tratado de Partición. El Delfín Luis, heredero del monarca francés, recibiría Guipúzcoa, Nápoles, Sicilia y el Milanesado; el archiduque Carlos reinaría sobre el resto de España, las Indias, Filipinas y las plazas africanas, pero debía renunciar a heredar el Sacro Imperio si su hermano José moría sin descendencia masculina, como ocurrió. Por último, el duque de Lorena entregaría a Francia su feudo y recibiría a cambio el Milanesado. El cínico Luis XIV informó del acuerdo a los embajadores español e imperial.
La protesta de Carlos II, que era débil de cuerpo, pero no de espíritu, fue aún más dura. «Siendo ya tan repetidas como públicas estas negociaciones, se opone al decoro el disimularlas y desatenderlas», escribió, y añadió que se comprometía a dejar «compuestas las cosas con bastante reflexión a lo más justo y lo más importante a la quietud pública.»
Leopoldo no se adhirió al Segundo Tratado porque esperaba que su hijo heredase la totalidad de la Monarquía Hispánica. El embajador imperial en Madrid, el conde de Harrach, aconsejó al emperador que lo repudiase para atraerse a los ministros españoles, pero el Habsburgo reaccionó con poca decisión. Aunque la esposa de Carlos II trabajaba por los intereses imperiales, Viena perdió mucho prestigio en Madrid. Si la rama austriaca dejaba de ser leal a la rama española, esta, que se había implicado en la desastrosa guerra de los Treinta Años por defenderla y había compartido con Viena parte de las riquezas recibidas de las Indias para pagar ejércitos, tampoco tenía que serlo a su pariente.
En estos tres acuerdos, Luis XIV estaba empeñado en poner un pie en la Península Ibérica, fuese en Navarra, en Cataluña o en Guipúzcoa.
A LA CASA DE AUSTRIA
El inicio del siglo XVIII mostró la decadencia de Carlos. La Gaceta de Madrid, periódico de la corte, anunció que el soberano había otorgado testamento el 2 de octubre. A pesar de la fama de indiscretos de los españoles, nada se supo de su contenido. En la fiesta de Todos los Santos, que conmemora la gloria de los servidores de Dios, el rey Carlos murió y con él se extinguió en España la más leal familia a la Iglesia católica.
El anciano duque de Abrantes, conocido francófilo, salió de la habitación del Alcázar donde yacía el enclenque cuerpo aún caliente del último de los Austrias. En la antecámara aguardaban expectantes los cortesanos y los embajadores. Sin mirar al embajador francés, el duque se dirigió al austriaco, el conde de Harrach, le abrazó y, cuando todo el mundo tomaba el gesto como una felicitación, le dijo las siguientes palabras: «Con la mayor alegría de mi vida, despido en vos a la Augusta Casa de Austria.»
Semejante muestra de ingenio cruel de haberla realizado un inglés o un francés sería conocida en todo el mundo.
El monarca se pronunció así en su célebre testamento, en el que subrayaba la integridad de la Monarquía Hispánica:
«…arreglándome a dichas leyes, declaro ser mi sucesor, en caso de que Dios me lleve sin dejar hijos, al Duque de Anjou, hijo segundo del Delfín, y como tal le llamo a la sucesión de todos mis Reinos y dominios, sin excepción de ninguna parte de ellos. Y mando y ordeno a todos mis súbditos y vasallos de todos mis Reinos y señoríos que (…) le tengan y reconozcan por su rey y señor natural.»
Carlos II puso los intereses de su pueblo por delante de los de la Casa de Austria y eliminó a la rama menor de la sucesión al trono español. Tanto el rey como sus consejeros más íntimos, entre los que destacó el cardenal Luis Manuel Fernández Portocarrero, arzobispo de Toledo, optaron por un Borbón porque creían que era la única manera de mantener la unidad de España y su Imperio. Luis XIV pasaba de esta manera de ser el mayor enemigo de España a su principal aliado y quizás hasta protector. El servicio más áspero que Portocarrero prestó a la nueva dinastía consistió en exigirle a la reina viuda que abandonase Madrid antes de que llegase Felipe V y hasta la hospedó unas semanas en su palacio de Toledo. Luego el nuevo rey apartó de la corte a Portocarrero y lo desterró a su diócesis, donde murió en 1709. El cardenal fue el primer español víctima del «borboneo.» Como dijo el vizconde de Chateaubriand: «La ingratitud es oficio de reyes. Pero los Borbones exageran.»
Es cierto que la elección de Carlos creó malestar en España entre parte de la aristocracia y de la naciente burguesía que prefería a otro Habsburgo y, por supuesto, en Viena, donde el emperador se quedó con un chasco de narices. Pero quizás la sucesión española no habría provocado una guerra europea de no ser por el imprudente y soberbio Luis XIV.
El monarca francés —como hemos referido en otra parte de este capítulo— era un belicista y un liante, comido además por la envidia a la Casa de Austria. Militarizó su país hasta el extremo de que, en 1696, con un ejército formado por 395 000 soldados, los militares eran más abundantes que los clérigos y cerca de la cuarta parte de los varones adultos estaba alistado94. También provocó numerosas guerras para agrandar su reino y no vaciló en aliarse con calvinistas, anglicanos y luteranos. Al final del siglo XVII, toda Europa (España, Inglaterra y Escocia, Portugal, Austria, Holanda, Baviera, Suecia…) se unió contra Francia en la guerra de los Nueve Años, que se desarrolló entre 1688 y 1697.
Además, Luis había acumulado un montón de leña que su imprudencia encendió. En la comunidad internacional pasó a ser admisible el reparto en tiempos de paz de un Estado, un principio que en el siglo XVIII condujo a la desaparición de Polonia. La llama que prendió la guerra fue su imprudente declaración al despedir a su nieto Felipe de que «ya no había Pirineos.» La unión de las dos coronas más poderosas de Europa en una sola dinastía, y quizás más adelante en una sola cabeza, era demasiado para los demás países. La demografía y el ejército francés se fortalecían con el oro y la inmensidad territorial españoles. Y una España, además, que empezaba a recuperar su economía después de las reformas financieras de los ministros de Carlos, en especial del conde de Oropesa, que llegó a bajar los impuestos en Castilla por primera vez desde el siglo XVI, pero fue destituido por la presión de parte de los grandes linajes.
Felipe V accedió a España por Irún en enero de 1701 y llegó a Madrid el 18 de febrero. En mayo le juraron las Cortes de Castilla en el Monasterio de los Jerónimos, y a fin de año marchó a Cataluña, donde las Cortes también le juraron como rey y él les concedió nuevos privilegios. Por ejemplo, se estableció un Tribunal de Contrafacciones, en el que se enjuiciarían las decisiones reales antes de aplicarlas en Cataluña. El historiador catalán Pedro Voltes escribe en su biografía de Felipe V que en las poblaciones catalanas que atravesaba el rey recibía continuos agasajos, «más copiosos que en otros reinos, porque las poblaciones eran más numerosas y ricas.»
El marqués de San Felipe, cronista del reinado del primer Borbón, escribió: «Por tantas gracias y mercedes que se concedieron se ensoberbeció el aleve genio de los catalanes.»
Y el ministro Melchor de Macanaz añadió:
«Lograron los catalanes cuanto deseaban, pues ni a ellos les quedó que pedir ni al rey cosa especial que darles, y así vinieron a quedarse más independientes del rey que el Parlamento de Inglaterra.»
Otro gesto de Felipe para ganarse a los catalanes fue la celebración en Cataluña de su matrimonio con María Luisa Gabriela de Saboya. Después de la boda por poderes en Turín, la renovación de los votos debía de realizarse en Barcelona, pero el mal tiempo impidió el viaje de la escuadra que traía a la princesa italiana. Por eso, ella entró en España por tierra y la ceremonia se ofició el 3 de noviembre de 1701, en la iglesia de San Pedro de Figueras. El enlace lo decidió Luis XIV para atraerse a la causa borbónica a Víctor Amadeo II, pero el duque de Saboya prefirió romper con la tradicional política de su casa de sumisión a España o a Francia y pasarse a la Gran Alianza antiborbónica. En abril de 1702 Felipe V embarcó sin su esposa en dirección a Nápoles, para negociar con el papa Clemente XI el apoyo a su causa y atraerse a la aristocracia napolitana.
Las causas de la Guerra de Sucesión son muy variadas, y por supuesto en Cataluña no se reducen a la defensa de un sentimiento nacional independentista. En Cataluña había francofobia generada en el siglo XVII, miedo a la penetración del mercado textil francés en España, deseo de impedir que la corte de Madrid participase en el gobierno de la región, lealtad a las leyes tradicionales y preocupación ante los cambios que introduciría el nuevo monarca. Por esas paradojas que produce la historia, si bien fueron los catalanes sitiados en Barcelona los últimos españoles en reconocer a Felipe V, el primero fue otro catalán: el embajador de Carlos II en París, Manuel de Oms y de Santa Pau, marqués de Castelldosríus, a cuyo título Felipe concedió en 1701 la grandeza de España y luego nombró virrey de Perú en 1707, donde murió en 1710.
El emperador Leopoldo acordó una alianza con Inglaterra y las Provincias Unidas, que querían apoderarse del comercio y las riquezas americanas, motivo que algunos historiadores, sobre todo británicos y holandeses, señalan como principal causa. El nuevo régimen español abría el comercio con las Indias, pero solo a Francia. La guerra estalló en mayo de 1702 y cuando concluyó en 1713 los dos reinos gobernados por la Casa de Borbón dejaron de ser las potencias rectoras de Europa. España, que cedió sus estados en Italia y Flandes, más Menorca y Gibraltar, mantuvo intactos sus virreinatos de las Indias. El mayor quebranto respecto a estos se redujo a la pérdida de la Flota de Indias en la batalla de Vigo (octubre de 1702), en la que una armada angloholandesa destruyó o se apoderó de todos los buques españoles y de sus escoltas franceses, aunque las autoridades españolas desembarcaron antes el oro y la plata.
93 Sobre los tratados de reparto de la Monarquía Hispánica en el reinado de Carlos II, sigo a Miguel Ángel OCHOA BRUN: Historia de la diplomacia española. La edad barroca, tomo II, Ministerio de Asuntos Exteriores, Madrid, 2006, págs. 92 y ss. y 185 y ss.
94 PARKER, Geoffrey: La revolución militar. Innovación militar y apogeo de Occidente 1500-1800, Alianza, Madrid, 2002, págs. 75-76.
18. ¿POR QUÉ SE LIBRARON LOS ESPAÑOLES DE LA «PESTE DE LAS NAOS»
La mayoría de los marineros europeos de los siglos XVI, XVII y XVIII no sabían leer ni escribir ni nadar. Pero sabían echar cuentas y tenían memoria. Por tanto, conocían sus escasas probabilidades de regresar a su casa cuando se embarcaban en una escuadra que iba a permanecer varios meses en alta mar. Sin entrar en combate, los muertos podían superar la mitad de las tripulaciones. Por los naufragios y los accidentes, pero también por la falta de comida y agua y, en especial, por una temida enfermedad de la que se ignoraba por qué aparecía y cómo se curaba, pero que se manifestaba cuando se rebasaban los cuarenta o cincuenta días de navegación. El nombre de esa enfermedad era el escorbuto, conocida entre los españoles como la «peste de las naos.»
Antonio Pigafetta, autor de un diario en la expedición de Magallanes y Elcano —la Relación del primer viaje alrededor del mundo—, describió en una entrada el hambre y la sed que pasaban mientras navegaban por el Pacífico, pero aseguró que más asco que la carne de rata les causaba una enfermedad desconocida por todos ellos hasta entonces:
«Nuestra mayor desgracia era vernos atacados de una especie de enfermedad que hacía hincharse las encías hasta el extremo de sobrepasar los dientes en ambas mandíbulas, haciendo que los enfermos no pudiesen tomar ningún alimento. De estos murieron diecinueve y entre ellos el gigante patagón y un brasilero que conducíamos con nosotros.»
Esta es la primera descripción del escorbuto conocida en España, una enfermedad cuya etiología reside en la falta de vitamina C. Produce hemorragias cutáneas y musculares, hinchazón y sangrado de las encías, aflojamiento de los dientes y debilidad general. La debilidad del cuerpo se agrava hasta el punto de reabrirse viejas heridas y rechazar la comida. En su estado más avanzado causa edemas, ictericia, fiebre y convulsiones, que acaban en la muerte del paciente. Aunque en los siglos anteriores se dieron casos de tropas y marineros que padecieron el escorbuto, los frecuentes viajes marítimos de la Era de los Descubrimientos convirtieron la enfermedad en una plaga en los navíos obligados a no tocar puerto durante meses. A los navegantes más veteranos se les reconocía por sus bocas desdentadas, debido a la pésima alimentación y a algún episodio de escorbuto.
El único remedio que existe es la ingestión de vitamina C, en concreto de limones y naranjas. Y fueron los españoles los primeros en descubrirlo95, aunque en algún caso luego se les olvidase.
Cuanto mayores eran las distancias que los marinos ibéricos cubrían, mayor era la virulencia del escorbuto, que entonces no tenía nombre. En el primer viaje de Vasco de Gama a la India (1497-1499) solo regresó un tercio de la tripulación. La expedición de Magallanes (1519-1522) lo padeció al atravesar el Pacífico, en lo que tardaron más de cien días, y también las dos naos supervivientes, la Victoria y la Trinidad, cuando se separaron para regresar a España. La expedición de fray García Jofre de Loaysa a las Molucas, de la que nos ocupamos en el capítulo sobre la Casa de la Especiería en La Coruña, también fue diezmada por el escorbuto, que mató al comandante y a Juan Sebastián Elcano en 1526. Igualmente atacó a los ingleses y los holandeses.
El establecimiento por los españoles y los portugueses de puertos y fondeaderos a lo largo de las rutas que usaban les liberó del flagelo del escorbuto, que solía aparecer después de superarse los dos meses de navegación sin tocar tierra, cuando se agotaban los víveres frescos y el agua potable. Si Cristóbal Colón no lo sufrió fue porque en ninguno de sus cuatro viajes al Nuevo Mundo permaneció más de cuarenta días sin repostar.
Aunque las travesías entre las posesiones españolas en el Atlántico no alcanzaban los dos meses (las corbetas Atrevida y Descubierta, de la expedición de Malaspina y Bustamante, cubrieron en 52 días la derrota de Cádiz a Montevideo), los marinos y médicos siguieron buscando remedios, ya que a las flotas les amenazaban la vastedad del Pacífico y las calmas tropicales. El galeón de Manila tardaba entre cincuenta y sesenta días de Acapulco a Filipinas, pero el tornaviaje podía durar casi el doble, ya que la nave tenía que remontar al norte de Japón para encontrar los vientos favorables y la corriente de Kuroshio, que le permitía atravesar el océano, y luego descendía al sur costeando las Californias. Quien descubrió la ruta, Andrés de Urdaneta, tardó ciento veinte días entre ambos puntos.
Dados el riesgo y la escasa frecuencia de los viajes, los astilleros españoles construyeron barcos más grandes que los usados en el Atlántico. El galeón Nuestra Señora de la Concepción, que naufragó en las islas Marianas en 1638, tenía dos mil toneladas de capacidad y entre cuarenta y tres y cuarenta y nueve metros de manga, y a bordo iban unas cuatrocientas personas, para las que había que disponer de comida y bebida. Uno los peores viajes lo realizaron el Santísima Trinidad y Nuestra Señora del Buen Fin. El galeón zarpó de Cavite en los últimos días de julio y, debido a los tres temporales con que se topó, llegó a Acapulco en febrero, después de doscientas veintiuna singladuras. Falleció una sexta parte del pasaje, formado por cuatrocientas treinta y cinco personas. Entre los muertos, estuvieron el marqués de Ovando, gobernador de Filipinas entre 1750 y 1754, y su hijo recién nacido96.
Si esto ocurría en la Armada española, en la británica, el interés por hallar una cura del escorbuto era mayor, pues hasta el siglo XIX careció de bases en el Atlántico y el Índico para avituallarse en los viajes a la India y los puertos en el Pacífico le estaban cerrados, porque pertenecían a enemigos o a gentes que no querían verlos cerca.
Pero en el siglo XVI los españoles ya habían encontrado el remedio.
En 1569, el marino Sebastián Vizcaíno (1548-1628), que recorrió el Pacífico al explorar las Californias y desplazarse al Japón en condición de primer embajador español, escribió que «no existe ningún medicamento» y conjeturó con acierto: «si existe una cura no será otra que alimentos frescos en abundancia.» En uno de sus libros, el franciscano Fray Juan de Torquemada (1563-1624) describió los efectos de la enfermedad en los hombres y recomendó la ingestión de piña:
«Dios dio a esta fruta tal virtud, que reduce la hinchazón de las encías y permite que sostengan los dientes firmemente, y además las limpia, expulsando de ellas el pus y la materia pútrida»97.
Poco a poco, los españoles se acercaban a la solución.
En el Archivo de Indias, Zulueta encontró listas de cargamentos de los buques de la Armada de Filipinas correspondientes a los años 1617 y 1618, en las que aparecen «cuarenta y cuatro fresqueras de agrios de limón» y «cinco barriles de dicho agrio», más una cantidad indeterminada de «jarabe de limón.» Su uso como tratamiento para el escorbuto lo demuestra su inclusión en el apartado de medicinas, en vez de en el de provisiones de boca.
El corsario inglés Richard Hawkins (1562-1622), que singló por el Pacífico para atacar barcos y ciudades españolas, también coincidió con los españoles en los beneficios de los cítricos contra el escorbuto, pero ¿de quién pudo adquirir ese conocimiento? Según Zulueta, fue de los españoles, que no solo los cultivaban y los comían en la mar, sino que, también, le apresaron durante ocho años en Perú y España. «Pero esta conclusión tan lógica ha escapado a quienes citan a Hawkins al hablar de la historia del escorbuto.»
La condición antiescorbútica del zumo de limón reaparece en varios testimonios del siglo XVIII.
El doctor Ribeiro Sánchez, portugués que estudió en Salamanca, escribió en un libro publicado en 1757 que «el zumo de limón y de naranjas caseras es el preservativo más soberano y el remedio más eficaz para el escorbuto y todas las enfermedades de los navegantes.»
El vasco Vicente de Lardizábal, iniciador de la medicina naval, publicó dos libros, Consideraciones Político-Médicas sobre la salud de los Navegantes (1769) y Consuelo de Navegantes. El sargazo como antiescorbútico (1772), en que trató esta enfermedad y propuso remedios. En el primero aseguró que «los zumos de limón y de naranjas agrias son el más soberano remedio, y cierto preservativo, no solo para el escorbuto, sino también para todas las dolencias de los navegantes.»
Por último, entre los consejos que dio el científico y marino Antonio de Ulloa y de la Torre-Guiral, descubridor del platino, en su libro Conversaciones de Ulloa con sus tres hijos en servicio de la Marina (1795), se encuentra la administración de limón y frutas agrias para tratar a los enfermos de la «peste de las naos.»
Los ilustrados del XVIII confirmaron la tradición española del siglo anterior.
Hay que recordar que la vitamina C se descubrió en el siglo XX y las conclusiones de los médicos provenían de la observación y de la aplicación del método de prueba y error con los enfermos. No se sabía por qué las tripulaciones enfermaban. Algunos médicos atribuían la razón al aire marino, que consideraban insano por motivos filosóficos del estilo de «el hombre no está hecho para vivir en el mar y navegar va contra su naturaleza.» Pero alimentarse de frutas y vegetales frescos, sobre todo zumo de limón y de naranja, evitaba la aparición del escorbuto y lo curaba. El problema persistía cuando el paso del tiempo estropeaba la fruta en los barcos. ¿Cómo conservar los limones y naranjas durante meses?
INGLATERRA TEME QUEDARSE SIN FLOTA
El Gobierno de Gran Bretaña se dio cuenta de los efectos del escorbuto sobre su fuerza naval cuando el almirante George Anson volvió de su desastrosa expedición contra el Imperio español en Indias y Asia. Al poco de comenzar la guerra del Asiento (1740-1748), se envió una fuerza de seis navíos con casi mil novecientos tripulantes para capturar El Callao, Lima y Panamá, alentar la sublevación de los peruanos contra la Corona española y apoderarse del galeón de Manila. La escuadra zarpó en 1740 y, cuatro años después, regresó un solo barco, que circunnavegó la Tierra. Anson fracasó en todos sus objetivos, salvo la captura del Nuestra Señora de Covadonga.
Por las enfermedades, sobre todo el escorbuto, la tripulación se redujo hasta una décima parte. La «peste de las naos» podía dar al traste con la expansión británica por los mares y su comercio. Para enrolar marineros, la Armada tenía que recurrir a las levas, a vaciar las cárceles y a los secuestros, y después, esos hombres, tan trabajosamente reunidos, morían por cientos en los barcos, antes siquiera de combatir, debido al escorbuto. Por ello, se animó la investigación sobre la enfermedad.
El médico escocés de la Marina británica James Lind realizó en 1747 un estudio clínico con doce marineros enfermos en el barco Salisbury. Los dos a los que administró naranjas y limones curaron rápidamente, mientras que el resto, que bebía vinagre, agua de mar, agua de cebada o sidra, no mejoró. Lind publicó su descubrimiento en 1753, pero ni los universitarios ni los almirantes le prestaron atención. Su diagnóstico (incompleto, pues atribuía el escorbuto a la falta de higiene y el hacinamiento, y para curarlo proponía más tratamientos aparte del citado) tardó décadas en ser aceptado.
Un error contribuyó a postergar la aplicación de los descubrimientos de Lind en la Armada británica. En su primer viaje de circunnavegación del mundo (1768-1771), el capitán James Cook experimentó como remedio antiescorbútico las coles agrias (sauerkraut) que comían las dotaciones neerlandesas (y el rey Jorge III) y la cebada fermentada. A su regreso, el oficial recomendó los dos alimentos. El prestigio que adquirió Cook por sus viajes creció tanto que sus sugerencias se aceptaron incluso en la Armada española.
Hasta Alejandro Malaspina, mientras preparaba la expedición científica que dirigió, aseguraba que ya no podía haber dudas sobre los beneficios de las coles agrias. La expedición, que se prolongó entre 1789 y 1794 —y que estuvo en varias ocasiones más de cien días sin atracar en puerto— fue la primera de entre las de larga distancia en la que ninguno de sus miembros murió de escorbuto. Según el diario del médico, Pedro María González, entre los doscientos cuatro hombres a bordo de la Atrevida y la Descubierta solo se presentaron cinco casos de escorbuto en la travesía entre Acapulco y las Marianas, pero en tripulantes ya enfermos cuando zarparon de la Nueva España, y solo uno de gravedad.
Semejante éxito no se debió a las dichosas coles, sino al mantenimiento de las habituales raciones de naranjas y limones. Los españoles disponían del remedio del escorbuto desde hacía siglo y medio, pero algunos quedaron deslumbrados por las novedades del extranjero. González estaba convencido de la utilidad de los cítricos. No sabemos si Malaspina cambió de opinión sobre la prevención del escorbuto, porque el ministro Manuel Godoy ordenó su detención y encarcelamiento.
Lind no asistió al triunfo de su propuesta, pues murió en 1794 y fue al año siguiente cuando otro médico escocés, Gilbert Blane, consiguió que el Almirantazgo introdujese el zumo de limón en el rancho diario de las tripulaciones. El escorbuto, como bien sabían los españoles y portugueses, desapareció. También se elaboró un método para conservar las propiedades del zumo. A partir de entonces, las flotas británicas gozaron de más autonomía y planearon operaciones más largas. El éxito del bloqueo de Cádiz (1797-1802) se basó en la salud de la marinería inglesa.
¿Por qué los otros pueblos marineros, como los británicos y los neerlandeses, no conocieron el descubrimiento español, aunque se publicó en libros, es decir, en lo que hoy se denomina «fuentes abiertas»? Podemos enunciar dos razones. Una de ellas, que esos pueblos tenían un orgulloso sentimiento de superioridad sobre los españoles, que les conducía a rechazar las novedades aportadas por España. Y la segunda, que los españoles tampoco hicieron mucho por difundirlo fuera del Imperio. Ese remedio habría ayudado a los ingleses, incansables enemigos de España, a mantener sus flotas en el mar sin tener que regresar a puerto cuando las tripulaciones empezasen a sufrir el escorbuto.
En el siglo XIX, con la aplicación del vapor a la navegación, la apertura de los canales transoceánicos y el nacimiento del frigorífico, el escorbuto dejó de ser la «plaga del mar.» Pero el Imperio español encontró la cura mucho antes: un vaso de limón, que, por amargo que fuera, valía… un Potosí.
95 Para redactar este capítulo, empleamos como documentación principal el artículo del doctor en Medicina Julián de ZULUETA «La contribución española a la prevención y curación del escorbuto en la mar», en Revista General de la Marina, agosto de 1980, tomo 1999, Cuartel General de la Armada, Madrid, pp. 157-166.
96 SILOS RODRÍGUEZ, José María: «Viaje de ١٧٥٥ del Galeón Santísima Trinidad», en la página web Todo a babor. Accesible en https://www.todoababor.es/articulos/vje_trnd.htm. Consultado el 14 de septiembre de 2019.
97 FERNÁNDEZ-ARMESTO, Felipe: Los conquistadores del horizonte. Una historia mundial de la exploración, Destino, Barcelona, 2006, pp. 417 y ss.
19. LOS SANTOS DEL IMPERIO98
Desde el principio, el Imperio español está vinculado a la religión. Comercio, riqueza, fama, aventura, ciencia, curiosidad, servicio al rey…, sí, pero sin olvidar la religión católica. El Papa, árbitro supremo de la cristiandad y sucesor de Jesucristo en la Tierra, repartió el mundo entre España y Portugal, con exclusión de los demás pueblos cristianos y obligación de evangelizar a los pueblos paganos. En el segundo viaje de Colón, que zarpó en 1493, viajó un grupo de franciscanos. A su frente, estaba el aragonés Bernardo Boil, nombrado por el papa Alejandro VI primer vicario apostólico de las Indias Occidentales, que dijo la primera misa en el continente.
La presencia de religiosos creció a medida que crecía la de españoles. Y también surgieron conflictos. En Santo Domingo, en el primer domingo de Adviento de 1511, el dominico fray Antonio de Montesinos pronunció un tremendo sermón en que les espetó al virrey Diego Colón y a los principales españoles: «Todos estáis en pecado mortal, y en él vivís y morís, por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes.» Y planteó la cuestión de la legitimidad de la conquista:
«Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes, que estaban en sus tierras mansas y pacíficas, donde tan infinitas de ellas, con muerte y estragos nunca oídos, habéis consumido?»
Desde luego, los laicos, con razón o sin ella, se sintieron insultados y, también, tomados por tontos, pues el dominico parecía ignorar las guerras entre los nativos y la existencia de caníbales, algunos de los cuales habían devorado a españoles. Así comenzó el movimiento de reivindicación de los derechos de los indios a ser tratados con justicia y evangelizados.
Al año siguiente, el rey Fernando reunió en el convento de San Pablo de Burgos una junta de teólogos y juristas para estudiar el asunto. De esta junta, salieron las Leyes de Burgos, en diciembre de 1512. El debate prosiguió con los dominicos como defensores de los indígenas y negadores de la presencia de los españoles. Carlos I, conmovido por las críticas, ordenó en 1525 suspender los nuevos descubrimientos y conquistas. Caso único en la historia de la humanidad: un soberano que detiene sus ejércitos, y con ellos las remesas de oro, porque le preocupa la salvación de su alma. ¡Menos mal que Juan Sebastián Elcano ya había regresado de las Molucas y Hernán Cortés y su alianza indígena habían derrocado el Imperio mexica! En 1526, la Corona promulgó nuevas ordenanzas, entre las que se encontraba la presencia de clérigos en las expediciones. Sin embargo, continuaron las protestas y los debates.
Las Cortes de Castilla de 1542 aprobaron un decreto que elevaron al Emperador para que se remediasen «las crueldades que se hacen en las Indias contra los indios, porque de ello será Dios muy servido y las Indias se conservarán y no se despoblarán como se van despoblando.» Comparemos esta actitud del órgano legislativo español formado, por cierto, exclusivamente por representantes de la burguesía, con el comportamiento, trescientos años después de los Parlamentos de las naciones anglosajonas. El Congreso de Estados Unidos aprobó la cínica declaración de guerra a México de 1846-1848, y el Parlamento británico, con mayoría de los whigs (liberales), votó a favor de la expedición militar a China que dio lugar a la guerra del opio (1839-1842). En ambos casos, hubo una campaña de prensa en la que se describió a mexicanos y chinos como seres inferiores gobernados por déspotas que oprimían a los extranjeros e impedían el comercio.
De nuevo, se suspendieron las conquistas armadas en 1549 y al año siguiente se celebró la Junta de Valladolid, un debate entre teólogos sobre «si es lícito a Su Majestad hacer guerra a aquellos indios antes que se les predique la fe, para sujetarlos a su imperio.» Como escribe Iván Vélez,
«Los religiosos españoles fueron pieza clave en el desarrollo del Imperio, hasta tal punto de que son ministros de la Iglesia los que se reúnen en diversas ocasiones para tratar sobre los controvertidos problemas que planteaba la conquista de unas tierras habitadas por hombres»99.
En la Controversia de Valladolid las discusiones más enconadas las sostuvieron Juan Ginés de Sepúlveda, defensor de la legitimidad de la conquista, y Bartolomé de las Casas, que se oponía desde hacía tiempo a toda conquista armada y refutaba la validez de la donación papal. En su apasionamiento, el obispo de Chiapas quitó importancia a los sacrificios humanos de los mexicas y otros pueblos de la Nueva España. Afirmó que los sacrificados no eran «ni cincuenta cada año.» En 1552, el dominico imprimió su Brevísima relación de la destrucción de las Indias, base de la «leyenda negra» española. La polémica duró varios años más. Al final, las bulas se mantuvieron como título legítimo, varios dominicos se convirtieron en partidarios de la conquista, se aprobaron nuevas leyes e instituciones para proteger a los nativos (Ordenanzas de 1573) y se suprimieron definitivamente las encomiendas.
Tan inseparable de la fe católica era el Imperio español que, entre 1493 y 1800, la Corona pagó el viaje a América de al menos quince mil religiosos; encima, no todos eran españoles100, pues los hubo italianos, alemanes, portugueses, irlandeses y hasta franceses. Aquí también hay que separar el grano de la paja. Igual que hacía con los laicos, la monarquía trataba de seleccionar a los religiosos que pasaban a Indias y les exigía licencia. Por eso, se perseguía a los religiosos que, como hacían muchos laicos, se embarcaban de matute. Una real cédula de 1629 advertía a los generales de las Armadas y Flotas de Indias que prestasen atención a los frailes «huidos de sus conventos y desordenados y no son de la vida y ejemplo que se requiere para el ministerio que han de ejercer y se queden en Indias, de que resultan muchos inconvenientes.» Un hábito no suponía impunidad en la España de los Austrias. En las páginas siguientes, contaremos la vida de algunos religiosos ejemplos de servicio, caridad, compromiso y hasta santidad.
UN MULTIMILLONARIO FRANCISCANO
Los carreteros tienen una fama horrible en todas las literaturas. «Blasfema como un carretero» es una expresión común no solo en la lengua española. El gallego Sebastián de Aparicio Prado (1502-1600) no debía de tener las costumbres de su gremio o al menos no nos han llegado noticias de ello.
Nació en Gudiña, y era el tercer hijo de Juan Aparicio y Teresa del Prado y el primer varón. No fue a la escuela, sino que aprendió los oficios del campo y el catecismo. Adolescente, emigró al sur para ganarse la vida. Primero a Salamanca, al servicio de una viuda joven y rica, que le requirió de amores. Luego, a Zafra, donde sirvió a Pedro de Figueroa, pariente del duque de Feria. Allí, una hija de su señor también se le insinuó. Aparicio rechazó a ambas. Como ya sabía gobernar una casa y tenía grandes virtudes, pasó entonces a servir en una de las familias principales de Sanlúcar de Barrameda. En los siete años siguientes ganó tanto dinero que pudo pagar las dotes de sus hermanas mayores.
Comenzada la treintena, en 1531, el año de las apariciones de la Virgen de Guadalupe a Juan Diego, Aparicio se embarcó para la Nueva España y se avecindó en la recién fundada Puebla de los Ángeles. Allí, en vez de buscar trabajo como criado o mayordomo de alguno de sus compatriotas más poderosos, se convirtió en empresario. Él y un carpintero paisano suyo montaron una de las primeras empresas de transporte de América, sino la primera. Obtenido el permiso de la Audiencia Real, el carpintero construía las carretas según el modelo de su tierra y Aparicio laceaba los novillos salvajes descendientes del ganado llevado de España y los domaba para formar las yuntas de bueyes ¿Sería Aparicio también el primer charro? Luego, dirigía los convoyes, buscaba arrieros y hasta diseñaba los caminos.
En 1542, Aparicio se marchó solo a México. Solamente cuatro años más tarde, se descubrieron las enormes minas de plata de Zacatecas, a seiscientos kilómetros al norte de la capital. La ciudad que se empezó a levantar necesitaba de todo y allí estaba el empresario gallego. Su flota de carretas circulaba entre Zacatecas y México transportando viajeros, alimentos, herramientas y mineral de plata. Incluso hizo de diplomático para persuadir a los chichimecas de que no atacasen sus convoyes. Su bondad y su honor le ganaron la amistad de estos indios tan belicosos.
A pesar del supuesto desprecio español por el trabajo manual, algunas de las grandes fortunas creadas en las Indias tuvieron su origen en una actividad tan modesta como la de arriero. A los cincuenta años de edad, a nuestro personaje se llamaba «Aparicio, el Rico.» De criado, a empresario; y de empresario, a rentista. Sebastián vendió su negocio y compró una hacienda ganadera en Tlanepantla, cerca de México. Pero en vez de dar fiestas y derrochar, atendía a todos los pobres y viajeros que se le acercaban. Vestía con modestia, comía lo mismo que sus criados y dormía sobre un petate; además, rezaba el rosario a diario. Pero también tuvo que soportar riñas del párroco franciscano por no saber decir las oraciones.
En seguida, varios «amigos» se acercaron para proponerle que se casara y buscarle una chica que le conviniera. Después de pasar una enfermedad tan grave que recibió los últimos sacramentos, a los sesenta años, por fin contrajo matrimonio con la hija de un vecino de Chapultepec. La joven murió en el primer año de matrimonio. Aparicio devolvió los dos mil pesos de la dote a sus padres. En 1567, realizó nuevas nupcias con María Esteban, «una indita noble y virtuosa», hija de otro amigo. Pero la joven también murió pronto al caerse un árbol mientras recogía fruta. Igualmente, devolvió la dote a sus padres. De ellas, dijo el casto viudo que «había criado dos palomitas para el cielo, blancas como la leche.»
Con setenta años, «Aparicio, el Rico» descubrió su verdadera vocación: la de consagrado. Su confesor le propuso que ayudara a las clarisas recién instaladas en México y Sebastián no solo les dio dinero, sino que además se puso a su servicio como donado, portero y mandadero. A finales de 1573, donó a las clarisas ante notario toda su fortuna, cuyo valor rondaba los veinte mil pesos, y él solo se reservó mil pesos por consejo de su confesor por si no perseveraba. En junio de 1574, tomó el hábito franciscano en el convento de la orden en México y se dedicó a los trabajos más humildes, como barrer y cocinar. Cabe imaginar el asombro de todos los que conocían a uno de los hombres más ricos de la Nueva España verle renunciar a sus bienes para someterse a la disciplina franciscana.
El noviciado no fue agradable, pues los franciscanos dudaban de si podría aguantar a su edad la dureza de la regla. Pero, como escribió santa Teresa, «la paciencia todo lo alcanza.» El 13 de junio de 1575, Sebastián de Aparicio ingresó en la orden franciscana. Y otro fraile firmó el acta por él, pues seguía siendo analfabeto.
Su primer destino fue el convento de Santiago de Tecali, a unos treinta kilómetros de Puebla, al que fue andando. Poco después, sus superiores le mandaron regresar a Puebla y le encargaron la misión de recorrer la región con una carreta para pedir y recoger donativos, con los que mantener el convento de las Llagas de Nuestro Seráfico Padre San Francisco, donde había más de un centenar de frailes, más los alumnos del colegio, los enfermos y los hermanos de paso. De esta manera, «Aparicio, el Rico» se convirtió en el «Fraile Carretero.» Ejerció de limosnero los últimos veintitrés años de su vida y tuvo que dormir al raso, viajar con lluvia, frío y calor… y nunca se quejó, entre otros motivos porque decía que recibía favores del Cielo. En una ocasión, un ángel le había sacado la carreta del barro. Este era su modo de vida:
«Lo que yo hago es hacer lo que me manda la obediencia: duermo donde puedo, como lo que Dios me envía, visto lo que me da el convento; pero lo mejor es no perder a Dios de vista, que con eso vivo seguro.»
Falleció a los noventa y ocho años, en febrero de 1600 y su cuerpo encuentra depositado en una urna de cristal en el convento franciscano de Puebla. Era tan grande su fama de santidad que, como señala el padre Iraburu, en 1603 Felipe III encargó al obispo de Tlaxcala que se escribiese su vida y al año siguiente, el rey recibió la biografía redactada por fray Juan de Torquemada. En el proceso que la Iglesia abrió sobre él al poco de morir, declararon quinientas sesenta y ocho personas, varones y mujeres, españoles, indios y esclavos. Se le declaró beato en 1789.
JUAN DE PALAFOX, DE BASTARDO A OBISPO Y VIRREY
Un aristócrata tiene un romance a escondidas con una dama que, a pesar de su juventud, es viuda y madre. El aristócrata embaraza a la dama, pero se llama a andanas, se sube a un barco y se marcha a Roma. La mujer, desesperada, se retira a parir a un pequeño pueblo y nada más alumbrar al fruto del pecado, lo entrega a una criada para que lo ahogue en el río cercano. Este comienzo propio de un folletín decimonónico describe el nacimiento de Juan de Palafox, que de bastardo abandonado pasó a desempeñar los cargos más altos del virreinato de la Nueva España: arzobispo de México, obispo de Puebla, virrey, capitán general, presidente de la Real Audiencia Civil y Criminal, visitador de la Universidad de México y del Tribunal de Cuentas y juez de residencia de otros dos virreyes.
Su padre era Jaime de Palafox y Rebolledo, del linaje de los señores de Ariza, un título aragonés creado en el siglo XIII, que había recibido el nombramiento de camarero secreto del papa Clemente VIII; y su madre Ana de Casanate y Espés, dama de la nobleza aragonesa, viuda y con dos hijos. Concibieron a Juan en 1599, pero ninguno quiso hacerse cargo del niño. Cuando el embarazo avanzó, doña Ana se marchó al pueblo navarro de Fitero, conocido por sus baños, y allí dio a luz el 24 de junio de 1600. Si no hubiera sido por su ángel de la guarda, el primer día del niño en este mundo habría sido el último. Esa mañana, el guardián de los baños, Pedro Navarro, se topó con una criada que estaba a punto de arrojar el niño al río Alhama para ahogarlo y decidió quedarse con él. Posteriormente, los más apasionados admiradores de Palafox aprovecharían este suceso para compararle con Moisés, también salvado de las aguas. Navarro y su mujer, que no tenían hijos, impusieron al niño el nombre de Juan. El muchacho creció ignorando su origen; fue pastor y ayudó a su padre, a la vez que aprendía las primeras letras con el maestro del pueblo. Doña Ana, avergonzada, ingresó en un monasterio de carmelitas descalzas en Tarazona y cambió su nombre a Ana de la Madre de Dios. A los nueve de años, se presentó en Fitero su verdadero padre y se lo llevó al castillo de los Ariza. Su partida de bautismo fue enmendada, de modo que pasó a llamarse Juan de Palafox en vez de Juan Navarro.
Jaime de Palafox era un segundón. Su hermano mayor, Francisco, había heredado el título y el mayorazgo de su padre, pero como carecía de descendencia masculina todo lo recibiría él. En 1606, había casado con su sobrina Ana Doris Palafox Rebolledo, hija de Francisco. En 1611 el rey Felipe III elevó el señorío a marquesado y Jaime lo heredó en 1613. Mientras tanto, el padre hizo estudiar a su hijo latín, alemán y toscano, y le envió al colegio jesuita de Tarazona y a las universidades de Huesca y Salamanca. El muchacho también conoció a su madre, además de mantener el contacto con Pedro Navarro. Su segundo apellido, Mendoza, puede ser el acrónimo de «Mater Est Nomen Discalceatorum Ordinis Cesareagustae Ana», que significa «Ana de Zaragoza es una monja de la Orden Descalza», en honor a su madre. Por ser hijo natural, Juan no podía acceder a la nobleza, pero sí a las carreras burocrática en la corte y eclesiástica. Su padre le encargó la administración del marquesado, y cuando aquél murió, en 1625, se encargó de la tutela de sus tres hermanastros; el primero de ellos, un varón, nació en 1613.
En 1624 el valido Gaspar de Guzmán, conde de Olivares, presentó al rey Felipe IV (Felipe III de Aragón), su proyecto de Unión de Armas para establecer un ejército nacional y repartir entre todos los estados de la monarquía (Indias, Aragón, Valencia, Cataluña, Nápoles, Portugal, Mallorca, Sicilia, Cerdeña, Milán y Países Bajos) la carga militar y fiscal que pesaba mayoritariamente sobre una Castilla que ya se mostraba exhausta. Para presentar el proyecto en Aragón, el rey convocó Cortes en Barbastro en 1626. La intervención de Juan de Palafox causó buena impresión al valido, que deseaba atraer a Madrid a miembros de la nobleza aragonesa para apuntalar su política, y le ofreció ir a la Corte. Palafox comenzó así su carrera burocrática, como fiscal en el Consejo de Guerra (hasta 1629) y después en el Consejo de Indias. Además, su hermano Juan Francisco, el marqués, y su hermana Lucrecia fueron nombrados menino y dama de la Reina Isabel de Borbón. La familia Palafox pisaba fuerte en la capital del mayor Imperio del mundo.
Prosiguió sus estudios en la Universidad de Alcalá y, como tantos provincianos que acuden por primera vez a la capital, se dio «a todo género de vicios, de entretenimientos y deleyte», según narra en sus escritos. El número de sus pecados «fueron sobre las arenas de la mar.» Palafox vivía en el Barroco y en la literatura, sobre todo la testimonial devota, abundaban en exageraciones: el mayor pecador, la máxima impiedad... Este comportamiento llegó a su fin en 1628, debido a una grave enfermedad de su hermana Lucrecia y a la muerte de dos grandes personajes de esos años. «Mira en qué paran los deseos humanos, ambiciosos y mundanos», escribió. A cambio de la curación de su hermana hizo el voto de volver a vestir ropa de seda. Abandonó la vida frívola y adoptó costumbres de pobreza y mortificación: usaba cilicio (hasta el final de su vida), ayunaba toda la semana salvo el domingo, dormía en el suelo...
En sus años en la corte, Palafox no se limitaba a pecar. Siguió estudiando y escribiendo libros sobre religiosidad, devoción y política, en concreto sobre la estructura de la Monarquía Hispánica. Palafox fue ordenado sacerdote en la primavera de 1629 y en 1633 obtuvo en Sigüenza los grados de licenciado y doctor. A instancias del conde-duque de Olivares, Felipe IV lo nombró capellán y limosnero de su hermana María de Austria, a la que acompañó a Viena, donde la infanta se casó con su primo Fernando, rey de Hungría. Olivares pretendía que alguien de la inteligencia de Palafox viera mundo, conociera otros sistemas políticos y luego respaldara sus proyectos unificadores. Sin embargo, Palafox se declaró partidario de que cada componente de la Monarquía Hispánica mantuviera sus diferencias legales y jurídicas: el punto de unión sería la Corona, que a través de la justicia y el respeto a las peculiaridades de los territorios se ganaría el amor de sus súbditos. Así lo explica una de las últimas estudiosas del pensamiento Palafox, Cayetana Álvarez de Toledo:
«Ideológicamente, y como buen aragonés de su tiempo, Palafox era un pactista, capaz de aunar una acérrima defensa de la diversidad jurídica y política de la Monarquía española con una lealtad inquebrantable a la Corona. El concepto que inspira e informa su credo político es la justicia. La justicia era para él la fuerza legitimadora de la autoridad, el único elemento capaz de aglutinar y mantener unidas a las entidades políticas compuestas como la Monarquía Hispánica, heterogénea suma de reinos, territorios y voluntades diversas»101.
En la Nueva España existían tantas jurisdicciones que eran el sueño de los letrados enredadores: civiles, militares y eclesiásticos; plebeyos, aristócratas y funcionarios de la Corona; indios, blancos (españoles y extranjeros) y esclavos; clero diocesano y órdenes religiosas…
En 1639 el rey quiso enviar a Palafox, que llevaba diez años en el Consejo de Indias despachando todo tipo de asuntos, a la Nueva España. Para ello solicitó al papa Urbano VIII que le designase obispo de Puebla de los Ángeles, la diócesis más antigua del virreinato, creada en 1525, y donde había vivido Sebastián de Aparicio. Palafox fue consagrado el 27 de diciembre de ese año, y partió a Indias el 21 de abril del año siguiente, armado también de los cargos de visitador y juez de residencia; desembarcó en Veracruz dos meses más tarde, el mismo día en que cumplía cuarenta años. Viajó con el nuevo virrey, Diego López Pacheco y Portugal, marqués de Villena.
Nada más tomar posesión de su diócesis, empezó a recorrerla; terminó la construcción de la catedral, fundó la Biblioteca Palafoxiana (la primera biblioteca de acceso público de toda América), aplicó los cánones del Concilio de Trento sobre la formación en los seminarios, la liturgia y la vida monástica, hizo tallar y pintar un centenar de retablos, levantó escuelas... Como obispo de Puebla, exigió a las órdenes, tanto a jesuitas como a dominicos, el pago del diezmo para el sostén del clero diocesano, y que se sometiesen a su jurisdicción para recibir licencia para predicar y confesar. Cuando Palafox tomo el mando de su diócesis, no aplicó sus propuestas pactistas, sino que empleó sus facultades disciplinarias.
En diciembre de 1640 se sublevó parte de la nobleza portuguesa y se proclamó rey al duque de Braganza. El virrey era primo del rebelde y cuñado del duque de Medina Sidonia, que intentó proclamarse rey de Andalucía, y se temía que pudiese imitarle o aliarse con él. Por ello, en 1642 Felipe IV nombró a Palafox nuevo virrey y capitán general.
En los seis meses escasos en que Palafox desempeñó el cargo, entre junio y noviembre de 1642, justificó lo que el papa Inocencio X escribió sobre él:
«Conozco a don Juan de Palafox y Mendoza desde que estuve de nuncio en España, y le tengo por hombre de tanto valor y virtud, que si él no pone en orden el gobierno de su Iglesia en América, no habrá obispo que lo haga.»
La lista de sus logros en tan breve tiempo es impresionante: construyó fortificaciones costeras, en especial en el puerto de Veracruz; recaudó 700 000 pesos sin imponer nuevos tributos, solo mediante el control de los funcionarios; llenó los silos de maíz; derribó las presas con que los ricos cortaban el flujo del agua de los ríos a los pueblos; erradicó el bandidaje, impidió la especulación con los alimentos básicos y persiguió la corrupción.
Además, denunció a Roma un vicio de los jesuitas que todavía pervive: la tendencia de los miembros de la Compañía en Oriente a relajar los dogmas y los requisitos a los nuevos bautizados. Según sus denuncias, recibidas de los franciscanos y los dominicos, numerosos jesuitas permitían a los conversos chinos seguir haciendo ofrendas a Confucio, les liberaban de ayunos y misas, incluso llegaban a no predicar la Pasión. Palafox insistía en que debían predicar a los paganos la fe en su totalidad, y exigirles las mismas normas que al resto de los católicos.
La obra de Palafox quedó cortada por la caída de su protector, el conde-duque de Olivares, en 1643, y por las insidias de aquellos a quienes había perjudicado en su labor en el Consejo de Indias. En 1649, fue llamado a España. Para pagarse el viaje tuvo que pedir dinero prestado. Se le sometió al juicio de residencia y de este litigio salió indemne.
En 1653 el Rey le nombró miembro del Consejo de Aragón y el Papa, obispo de Osma. Entonces, aceptó que no regresaría a Puebla. Palafox entró en la capital de su nueva diócesis, El Burgo, en 1654, y en ella estuvo hasta su muerte, en 1659. Durante su mandato, se enfrentó al propio Rey en defensa de la inmunidad eclesiástica ante la demanda de tributos por parte de la Corona. El cabildo, cumpliendo su testamento, le dio sepultura de limosna «por constar la pobreza con que había muerto.» Un médico abrió su cadáver y extrajo su corazón. En el hueco depositó una pequeña placa de plata; por un lado, tenía inscritos los nombres de «Jesús, José y María» y por el otro los de «San Pedro, San Juan Bautista y San Juan Evangelista.»
El proceso de beatificación se abrió en 1666, pero se interrumpió varias veces en estos tres siglos y medio. Las cartas que Palafox envió a Roma las usaron en el siglo XVIII los gobernantes masones e ilustrados para justificar la supresión de la Compañía de Jesús. Una de las consecuencias de esta manipulación de los escritos de Palafox fue que los jesuitas se opusieron a su proceso de beatificación. Por fin, apagadas las rencillas, Benedicto XVI le declaró beato y fijó como día de su fiesta el 6 de octubre.
La tumba del bastardo que llegó a arzobispo y virrey se encuentra en la catedral de Burgo de Osma, dedicado a la Asunción de la Virgen. Un templo precioso en una de esas dormidas villas castellanas y aragonesas cuyo pasado brilla más que su apagado presente. Palafox apenas es conocido en España, mientras que en México y sobre todo en Puebla es un personaje que da nombre a instituciones y calles.
FRAY JUNÍPERO SERRA, UN COJO ANDARÍN
Junípero Serra nació en una familia de labradores mallorquines, en Petra, el 24 de noviembre de 1713. Recibió el nombre de Miguel José. Sus padres, pese a ser analfabetos, procuraron darle educación en la escuela que regentaban los franciscanos en su pueblo. En 1729, se trasladó con sus padres a Palma para proseguir sus estudios. En 1730 tomó el hábito franciscano y en 1731 inició su profesión religiosa. Los años siguientes siguió sus estudios hasta ser ordenado sacerdote.
A la vista de su inteligencia, que acompañaba con la pequeñez de su cuerpo, sus superiores le destinaron a la enseñanza de sus hermanos. En 1737 ganó por oposición una cátedra de filosofía en el convento de San Francisco de Palma. Por fin, en 1748, con treinta y cinco años, pudo cumplir su sueño de viajar a las Indias para convertir a los indios, en unión de quien sería su inseparable compañero, fray Francisco Palou. Los dos franciscanos desembarcaron en el puerto de Veracruz, junto con otros franciscanos y dominicos.
Aunque la Corona les pagaba a los misioneros, la comida y las monturas, hicieron el viaje a pie y de limosna hasta México. En ese viaje, y probablemente por la picadura de los insectos, fray Junípero contrajo una llaga en un pie que le causó una cojera durante el resto de su vida. ¡Qué paradoja que Dios permitiera que el franciscano quedase cojo justo al iniciar su vida misionera!
Los superiores de su orden se resistían a enviar a las peligrosas misiones a un hombre de su formación y prestigio, y además en ese estado. En junio de 1750, Serra y Palou marcharon a las misiones franciscanas de Sierra Gorda, fundadas en 1744. Aparte de catequizar y bautizar, allí se dedicó a aprender la lengua de los nativos y a formarles en el trabajo (ganadería, agricultura). También encontró personas, sobre todo de origen europeo, que se dedicaban a la hechicería y la «adoración de los demonios», lo que denunció como comisario de la Inquisición al tribunal con sede en México.
En 1758, se le llamó a la capital del virreinato con la finalidad de enviarle como presidente de las misiones franciscanas de Texas, que los apaches habían destruido. Pero las autoridades civiles paralizaron el proyecto y fray Junípero quedó como profesor en el Colegio de San Fernando, de su orden, hasta 1767. La expulsión de los jesuitas de los dominios de la Corona española en ese año dejó vacías las quince misiones que ellos habían fundado en California. Aparte de la evangelización de los indios, las autoridades querían controlar el territorio, sobre todo al norte, donde ya habían aparecido los rusos, como contamos en otro capítulo.
Con cincuenta y cuatro años, fray Junípero encabezó una expedición de unos cuarenta y cinco franciscanos. Al final, el virrey le destinó al norte, a la Alta California, hoy bajo soberanía de EE.UU., mientras que las misiones de la Baja California se asignaron a los dominicos. De acuerdo con el gobernador Gaspar de Portolá, fray Junípero decidió levantar las primeras misiones californianas en las bahías de San Diego y Monterrey. Para ello se enviaron expediciones por tierra y mar compuestas de frailes y soldados. El franciscano mallorquín fue andando y llegó a San Diego el 1 de julio de 1769. Les aguardaban los dos navíos, pero en uno había muerto toda la tripulación, salvo dos marineros, de escorbuto.
En los años siguientes, Serra dirigió o participó en la fundación de nueve misiones: San Diego (1769), San Carlos Borromeo (1770), San Antonio de Padua (1771), San Gabriel Arcángel (1771), San Luis Obispo (1772), San Francisco de Asís (1776), San Juan de Capistrano (1776), Santa Clara de Asís (1777) y San Buenaventura (1782). También tuvo enfrentamientos con las autoridades civiles y militares.
Sobre su trato a los indios, se puede citar el siguiente hecho. Después de un ataque de los kumiai a la misión de San Diego, en el que murieron tres españoles, fray Junípero Serra se opuso a la ejecución de los prisioneros con el siguiente argumento: «La salvación de los indios es el propósito de nuestra presencia aquí y su única justificación.»
El 28 de agosto 1784, a los setenta años y nueve meses de edad, falleció en San Carlos de Monterrey, que fue capital de la Alta California entre 1777 y 1849, hasta la conquista por Estados Unidos. Aparte de los españoles, asistieron a sus funerales unos seiscientos indios. Está enterrado en la Basílica de la Misión de San Carlos Borromeo.
Fray Junípero Serra había recorrido casi diez mil kilómetros. Palou le atribuyó la conversión de 4 646 indios y la administración de 6 736 bautismos y de 4 723 confirmaciones. En 1948, se abrió su proceso de beatificación en Monterrey; se le declaró venerable en 1958; y Juan Pablo II le beatificó en 1988. Cuando el papa polaco ofició la ceremonia, nadie se habría atrevido a sospechar que veinticinco años después un grupo de parlamentarios de la Asamblea del llamado estado dorado pediría la retirada de la estatua de fray Junípero del Capitolio nacional.
SANTA ROSA DE LIMA, LA QUIETUD
Desde que nació el Imperio, los religiosos católicos españoles se extendieron prácticamente por todo el mundo. En este capítulo, hasta ahora nos hemos ocupado de varones que recorrieron miles de kilómetros en América. En los demás continentes también hubo misioneros, como el jesuita castellano Pedro Páez, el primer europeo en contemplar las fuentes del Nilo en 1618, y el navarro San Francisco Javier (1506-1552), que supera a todos en leguas recorridas, pues viajó desde Europa a India, China, las Molucas y Japón. Como radical contraste, aparece Santa Rosa de Lima, una mujer que no se movió apenas de su casa, aunque, igual que los demás, tenía fijos los ojos en lo más alto.
La primera santa americana nació en 1586 en Lima, ya la ciudad más importante del Nuevo Mundo y del hemisferio sur. Fueron sus padres Gaspar Flores, militar miembro de la guardia de los virreyes y luego, después de su retiro, administrador de una mina de plata, y María Oliva, hija de españoles afincados en la capital del Perú. El matrimonio tuvo once hijos, aunque, como era frecuente entonces, varios de ellos fallecieron en la infancia. Oliva se dedicó a la educación de las niñas de las familias principales de Lima, de lo que se benefició su hija Rosa. Esta aprendió a leer, escribir, cantar, componer poesía y a tocar el arpa, la cítara y la vihuela; también hilaba, cosía, tejía y bordaba; y hasta cultivaba frutas y hortalizas en el huerto de su casa.
Su madre le arregló un matrimonio con el hermano de una de las muchachas a las que instruía, pero Rosa desveló entonces que había hecho voto de castidad y su deseo de consagrarse a la oración según el ejemplo de su admirada Santa Catalina de Siena. Al vestir el hábito de terciaria dominica en agosto de 1606, adoptó el nombre de Rosa de Santa María. Su insistencia en la vida contemplativa persuadió a sus padres para que le permitiesen construir, con la ayuda de su hermano Fernando, una celda en el patio de su casa: una choza de adobe de cinco pies de largo, por cuatro de ancho y seis de alto, con un altarcito en el que Rosa colocó una cruz de cartón y flores. Este minúsculo espacio se conserva como lugar de peregrinación. También se aplicó un duro régimen de disciplina, ayuno y oración. Tuvo éxtasis que duraban del jueves al sábado. Durante dieciséis años, resistió las admoniciones de su madre y sus confesores para que cesase en sus mortificaciones, sobre todo la privación de sueño.
En la iconografía se la representa con una corona de rosas en recuerdo de la corona de espinas que llevó desde los doce años a imitación de la colocada a Jesucristo durante la Pasión. Cuando se hizo terciaria, Rosa la disimuló con otra corona de metal, hasta que se descubrió por azar. Pese a las súplicas de su madre y las órdenes de sus confesores, solo aceptó limar un poco las espinas.
Como dice el padre Iraburu, Rosa de Lima «no recibió de Dios la misión de predicar a los hombres públicamente», pero lo hizo a través de su vida. Salía de su ermita para atender el dispensario que había abierto en su propia casa y el Hospital de Santa Ana que el primer arzobispo de Lima, fray Jerónimo de Loaysa, había fundado en 1549 para mujeres enfermas. En este último prefería el servicio a las que padecían enfermedades contagiosas; por ello, es patrona de los tuberculosos. También repartía entre los pobres las limosnas que le entregaban las familias más adineradas de Lima.
Una de sus citas más conocidas es la siguiente:
«Cuando servimos a los pobres y a los enfermos, servimos a Jesús. No debemos dejar de ayudar a nuestros vecinos porque en ellos servimos a Jesús.»
A finales de julio de 1617 comenzó su agonía, que se atribuye a un brote de tuberculosis. El 21 de agosto recibió la extremaunción y dos días después su confesor le dio la absolución. Rosa mandó llamar a todos los esclavos de la casa y los bendijo. Murió poco después. Se le amortajó con el hábito dominico y se le trasladó a la iglesia del Rosario. A su velatorio acudieron muchísimos limeños, desde el virrey Francisco de Borja y Aragón y los cabildos municipal y catedralicio, al pueblo llano. Era tan descomunal la devoción a Rosa de Lima que para evitar tumultos fue enterrada en secreto. En marzo de 1619, su cuerpo se trasladó al convento dominico de Santo Domingo, donde se sigue venerando.
El papa Clemente X la canonizó el 12 de abril de 1671 junto a otros cuatro santos, dos de ellos españoles: San Luis Beltrán, San Francisco de Borja, San Felipe Benicio y San Cayetano de Thiene. El pontífice la nombró patrona de las Indias, Filipinas y todas las posesiones oceánicas del Imperio español. Desde los años sesenta del siglo XX, su fiesta se celebra el 23 de agosto, aunque en Perú y las otras naciones de las que es patrona se mantiene la fecha original del 30 de agosto.
¿Fue Rosa de Lima una excepción en unas Españas prodigiosas? Al año siguiente de morir la joven limeña, nació en el mismo virreinato, en Quito, otra niña, hija del capitán Jerónimo de Paredes y Flores y de Mariana de Granobles y Jaramillo, descendiente de los primeros conquistadores. A casi dos mil kilómetros de distancia de Lima, Mariana, bautizada con el nombre de su madre, llevó una vida muy parecida a la de Santa Rosa. Se comprometió a los doce años a vivir en un altillo de su casa del que solo saldría cada día para asistir a misa y a guardar una severa regla personal de austeridad y oración. Santa Mariana de Jesús murió en 1645, a las pocas horas de haber ofrecido a Dios su vida en expiación por los sufrimientos de los quiteños debidos a unos terremotos y epidemias. En 1946, la Asamblea Constituyente ecuatoriana la nombró «heroína de la Patria» y en 1950 Pío XII la canonizó.
Los españoles del Imperio ganaban tierras y también se ganaban el cielo.
98 Para elaborar este capítulo hemos recurrido al magnífico libro Hechos de los apóstoles de América, del padre José María IRABURU, Fundación Gratis Date, 2003, Pamplona.
99 VÉLEZ, Iván de: Sobre la Leyenda Negra, Encuentro, ٢ª ed., Madrid, ٢٠١٨, p. ١٠٧.
100 BORGES, Pedro: El envío de misioneros a América durante la época española, Universidad Pontificia de Salamanca, 1977.
101 ÁLVAREZ DE TOLEDO, Cayetana: Juan de Palafox. Obispo y virrey, Marcial Pons, Madrid, 2011, pág. 23.
20. LOS TEXANOS DESCIENDEN DE CANARIOS
La civilización y sus elementos, que comprenden desde la ley y el orden al agua caliente y comercios abiertos, han tardado en florecer y arraigar y desaparecen con más frecuencia de la que queremos aceptar. Parte del mundo que vinculamos con la civilización, Norteamérica, se puede considerar civilizada desde hace poco más de siglo y medio. La mayor parte de ese enorme territorio —que se reparten dos países ricos y poderosos como Canadá y Estados Unidos— era más salvaje que las comarcas centrales del Imperio español, donde existían hospitales, universidades, acueductos y recogida de basuras. Como dice Pierre Chaunu, «en menos de medio siglo la América española había encontrado sus dimensiones reales. Después de 1550 continuó creciendo, pero más lentamente»102.
En viejos mapas de libros de texto y hasta de enciclopedias el Imperio español aparecía marcado con colores intensos desde el norte de California a la Tierra de Fuego. En realidad, cuanto más se alejase al norte de México y al sur de Santiago de Chile y de Buenos Aires, el color habría debido de diluirse, pues la soberanía de la Corona española era nominal, tan nominal como la británica en los desiertos australianos, la francesa en el Sáhara o la rusa y china en el Turquestán. Las repúblicas de Chile y Argentina afirmaron su soberanía en la Patagonia y las aguas que atravesó dos veces Juan Sebastián Elcano tan tarde como en el siglo XX. La Texas que hoy tiene cerca de treinta millones de habitantes y un PIB superior al de España, Rusia o Corea del Sur asombró a los descubridores españoles por sus llanuras desoladas y su aridez. ¿Quién podía intuir que de Texas despegarían las naves espaciales que llevarían hombres a la Luna? La periferia del Imperio fue en muchas ocasiones lugar de destierro y de escasez.
Los primeros españoles que recorrieron las costas del golfo de México y atravesaron los ríos Mississippi, Colorado, Brazos y Grande fueron Alvar Núñez Cabeza de Vaca, Alonso del Castillo Maldonado, Andrés Dorantes de Carranza y el esclavo africano Estebanico. Gastaron ocho años desde su salida en barco de Cuba rumbo a Florida en 1528 hasta su llegada a pie en 1536 a Culiacán, junto al Pacífico, en un viaje de ocho mil kilómetros. En su famoso libro, Naufragios (1542), Cabeza de Vaca ya anunció la pobreza de la tierra y de sus escasos habitantes, donde hasta el fuego era un tesoro:
«Fueron seis años el tiempo que yo estuve en esa tierra solo entre ellos y desnudo, como todos andaban. (…) plugo a Dios que hallé un árbol ardiendo, y al fuego de él pasé aquel frío aquella noche, y a la mañana yo me cargué la leña y tomé dos tizones, y volví a buscarlos, y anduve de esta manera cinco días, siempre con mi lumbre y carga de leña, porque si el fuego se me matase en parte donde no tuviese leña, como en muchas partes no la había, tuviese de qué hacer otro tizones y no me quedase sin lumbre, porque para el frío yo no tenía otro remedio, por andar desnudo como nací.»
Sin embargo, en Naufragios creó un mito que animaría a otros a adentrarse en las Grandes Llanuras: la existencia de varias ciudades de enorme riqueza, la principal de las cuales se llamaba Cíbola. Sorprende que después de atravesar comarcas desoladas y «tierras llanas como la mar» los españoles de entonces creyeran que más allá del inacabable desierto, se hallaban ciudades similares a Tenochtitlán y Cuzco, cuando estas resultaron ser la excepción en América. Felipe Fernández-Armesto disculpa tales fabulaciones por su carácter de promesa que empujaba a los agotados exploradores a dar un paso más:
«El imperio español nunca habría existido si los hombres que lo forjaron se hubieran enfrentado sin artificio a la realidad que padecían»103.
Antonio de Mendoza, primer virrey de la Nueva España (1535-1550), organizó dos expediciones. La primera, en 1539, fue dirigida por el franciscano fray Marcos de Niza y contó como guía con Estebanico. Aunque fracasó, el fraile aseguró que columbró una gran ciudad, en la que sus habitantes usaban el oro para sus vajillas y que el Mar del Sur se encontraba muy cerca. La segunda (1540-1542), preparada para la conquista, la mandó Francisco Vázquez de Coronado, gobernador de Nueva Galicia. La formaban trescientos cuarenta españoles, varios cientos de indios, docenas de caballos y de vacas para alimentarse y, como guía el fantasioso Marcos de Niza. En el periplo, uno de los oficiales, el extremeño García López de Cárdenas y Figueroa, descubrió el cañón del río Colorado y Coronado alcanzó el río Kansas buscando otra ciudad fabulosa, Quivira, que también se esfumó como un espejismo.
El territorio explorado recibió el nombre de Nuevo México y la penetración y el asentamiento en él fueron muy lentos. Juan de Oñate, español nacido en Pánuco en 1550, recibió de Felipe II en 1595 una capitulación que le nombraba adelantado y le permitía establecerse en Nuevo México para extender la religión católica y fundar misiones. La nueva expedición cruzó el río Grande en abril de 1598, donde hoy se levantan Ciudad Juárez y El Paso. En 1610, a casi dos mil kilómetros de México, se estableció en Santa Fe la capital de la provincia virgen, lo que hace de ella la más antigua de las capitales estatales de EE. UU.
La escasa población nativa se redujo aún más en los años posteriores a la entrada de los españoles. Por enfermedades, guerras y hambrunas, los indios pueblo pasaron de ser unos sesenta mil en 1598, a cuarenta mil en 1638, y solo diecisiete mil en 1700. Se produjeron rebeliones indias, como la de 1680, en la que murieron unos cuatrocientos españoles, y nuevos sometimientos, ya que los españoles podían ofrecer caballos, armas para cazar bisontes y protección frente a otros pueblos más belicosos. En 1706, mientras en la España europea combatían ejércitos en la guerra de Sucesión, Juan de Uríbarri alcanzó el asentamiento de El Cuartelejo, en la ribera del río Arkansas, y lo convirtió el punto más septentrional del Imperio español en América. En 1720, el intento de extender la soberanía española más al norte fracasó. El gobernador de Nuevo México envió una expedición mandada por Pedro de Villasur para conocer la infiltración de franceses en las Grandes Llanuras, ya que Francia, como miembro de la Cuádruple Alianza, estaba en guerra con España desde 1718. El 14 de agosto, los españoles y sus aliados apaches y pueblos fueron atacados por los pawnee con la colaboración de los franceses, tal como contaron los supervivientes y como aparecen aquellos en la pintura de la batalla en una piel de búfalo.
¿Por qué los españoles se empeñaban en aventurarse en esos inmensos, áridos y desconocidos territorios que no ofrecían ninguna riqueza? A lo largo del siglo XVII, la Corona gastó dos millones trescientos noventa mil de pesos en Nuevo México sin apenas obtener beneficio económico. En el río Conchos, hacia 1630 se descubrieron minas de plata, pero estaba al sur. Si la zarina Catalina dijo que el único medio que conocía para defender las larguísimas fronteras de Rusia era el de extender estas, la misma fórmula puede aplicarse al Imperio español.
En 1686 los españoles supieron que un grupo de franceses dirigidos por René-Robert Cavelier había levantado una colonia, Fuerte San Luis, en la bahía de Matagorda. Los colonos murieron en enfrentamientos entre ellos y con los indios karankawa. Cuando los españoles descubrieron las ruinas del asentamiento en 1689 las quemaron para evitar que otros franceses las usaran. Entrado en siglo XVIII, otro explorador francés, más afortunado, apareció en este territorio. Se trataba de Louis Antoine Juchereau, un súbdito del rey de Francia nacido en 1676 en Quebec. En 1713 fundó el Fuerte San Juan Bautista para vigilar a los españoles y comerciar con los indios, a los que vendió armas de fuego. Al año siguiente, se presentó en el puesto avanzado español de San Juan Bautista del río Grande, donde se le detuvo y se le envió a México. La irrupción de Juchereau «desencadeno una serie de acontecimientos que conducirían a la ocupación permanente de Texas. Una vez más, España, como a finales de los años ochenta y comienzos de los noventa del siglo XVII, reaccionó defensivamente ante la influencia extranjera»104.
En el siglo XIX uno de los más influyentes argentinos, el diputado Juan Bautista Alberdi, afirmó que «gobernar es poblar» y, en consecuencia, favoreció la emigración europea. Esa misma opinión tenían las autoridades españolas. Y en la colonización de Texas recurrieron a los canarios.
LAS CANARIAS, PUENTE CON AMÉRICA
Las islas Canarias fueron imprescindibles en el descubrimiento de América, la navegación entre España y las Indias y el mantenimiento del Imperio. Para cruzar el Atlántico en barcos de vela en dirección este-oeste, la ruta adecuada pasa por las Canarias en verano para aprovechar los alisios. Por eso Cristóbal Colón, que sabía más de lo que contó a los Reyes Católicos y a los científicos y marinos a los que presentó su plan, dirigió su flota a Canarias. Y por eso el archipiélago se convirtió en objetivo para piratas y para potencias enemigas. Varias veces trataron de ocuparlo los ingleses, desde el siglo XVI. La última, el almirante Nelson en 1797, que perdió un brazo en el ataque a Santa Cruz de Tenerife. Durante la Segunda Guerra Mundial, el Gobierno del general Franco se enfrentó a la petición por parte de Alemania de la cesión de una isla canaria para establecer en ella bases de submarinos, y a la amenaza de que EE. UU. y Gran Bretaña las invadieran a fin de asegurar su desembarco en el norte de África.
Pero la importancia de las Canarias no se limitó a su condición de escala para las Flotas de Indias ni a su situación estratégica, sino que también abarcó a su población, y su conquista y colonización por la Corona castellana inspiraron las de las Antillas. Como afirma el historiador Francisco Morales Padrón,
«Las Canarias van a ser, por todo ello, unas primeras Antillas, en tanto que las Antillas se nos aparecen como unas segundas Canarias. No olvidemos que, en los primeros momentos, tras 1492, se mencionan las tierras halladas por Colón como unas Canarias por ganar.»
Las Canarias se convirtieron en la última vía para que muchos de los españoles, peninsulares o isleños, que querían pasar a las Indias y no habían obtenido el permiso obligatorio. Y también en cantera de pobladores. Desde el principio, la Corona promovió la emigración de canarios para asentarse en las islas del Caribe que se iban descubriendo, debido, entre otros motivos, a la similitud del clima y el deseo de trasladar a América el cultivo de la caña de azúcar ya arraigado en Canarias. En los siglos siguientes, el régimen de la emigración osciló entre su prohibición, para no despoblar el vital archipiélago, y su fomento. En 1675, la Corona permitió a los comerciantes canarios enviar mercancías a Indias, pero con la condición de pagar el que Morales Padrón definió como «tributo de sangre»: cada cien toneladas de productos exportados tenían que acompañarse de cinco familias formadas por cinco personas para establecerse como colonos y, en caso de incumplimiento, los comerciantes pagaban mil reales por la familia que no aportasen.
A pesar de las prohibiciones, el deseo de emigrar de los canarios era general, desde los campesinos a los clérigos. Por las malas cosechas y las sequías, por erupciones volcánicas, por la pobreza, por los ataques de piratas, por la falta de tierras, por los bajos sueldos. Y la esperanza de mejorar de vida se encontraba en uno de los numerosos barcos que atracaban en las islas rumbo a poniente... Tan tarde como en 1791 una memoria de la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife contenía esta declaración:
«El canario desde que tiene uso de razón suspira por América como por su verdadera patria, y trabaja con tanto afán en juntar el flete de su conducción, quizá a costa de los mayores sacrificios, como si fuera el precio de su rescate.»
En 1691, el virrey Gaspar de la Cerda y Mendoza nombró gobernador a Coahuila y Texas a Domingo Terán de los Ríos, que lo había sido antes de Sonora y Sinaloa, para reconocer el territorio, pacificarlo, expulsar a los extranjeros y erigir siete misiones. En su expedición, Terán de los Ríos descubrió el río San Antonio, llamado así en honor al santo portugués San Antonio de Padua.
Mientras en España se libraba la guerra de Sucesión, el francisco Antonio de Olivares, rebasados los setenta años (nació en 1630), recorrió la cuenca del San Antonio y, con la ayuda de los indios payayá, el 1 de mayo de 1718 fundó la misión de San Antonio de Valero, una de las cinco que hubo a lo largo del río. La operación se completó el día 5 de mayo con la fundación por Martín de Alarcón, gobernador de Coahuila y Texas, del Presidio de San Antonio de Béjar a poco más de un kilómetro.
El sistema de población, dirigido por jesuitas y franciscanos como fray Junípero Serra, consistía en una misión; un edificio con materiales sólidos y muros altos, en torno a la cual se agrupaban los indios cristianizados, los colonos españoles, si los había, y una pequeña guarnición. Unidos así se defendían de los ataques de otros indios y cultivaban la tierra. Muchas de estas misiones eran ruinosas económicamente, pues no extraían ningún mineral ni tenían con qué ni con quién comerciar pues se dedicaban a difundir el Evangelio y a la economía de subsistencia. Como subraya el americanista Mario Hernández Sánchez Barba,
«Estamos acostumbrados a plegarnos a la mala prensa relativa a la “codicia” de los pobladores españoles del orbe americano e, inconscientemente, confundimos el espíritu expansivo en América con una aventura en busca de la riqueza, cuando en verdad, debe considerarse como misión ecuménica, portadora del conocimiento de la Revelación para la población indígena de aquellas regiones que, mediante la misión española, se integró en el área de la sociedad cristiana occidental, alcanzando una extensión prodigiosa en el transcurso de los tres siglos de gobierno y constituyendo, en fin, formación humana y social, un conjunto de enorme importancia histórica»105.
La primera vez que se asocia Canarias con Texas es en un documento del Consejo de Indias de 1719, que recomienda reclutar doscientas familias canarias y gallegas para establecerlas en la bahía de Matagorda y sustituir las guarniciones con civiles que, aparte de cultivar la tierra, formarían milicias. Aunque todos los gobernantes españoles, en México y en Madrid, reconocían la necesidad de poblar Texas, el lugar de asentamiento cambió. Después de la derrota de la expedición de Villasur, se envió una inspección a los presidios al mando del brigadier Pedro de Rivera (1724-1728), que llegó a San Antonio de Béjar en agosto de 1727. Este general desaconsejó Matagorda y sugirió mejor San Antonio. La colonización se completó con una orden firmada por el rey Felipe V, en San Ildefonso en 1729, que mandaba poblar de San Antonio de Béjar con un grupo de familias canarias. Las escogidas fueron quince, que zarparon de Santa Cruz de Tenerife el 27 de marzo de 1730 y llegaron a San Antonio en junio de 1731, después de un largo viaje en el que pasaron por La Habana, Veracruz (la última vez que vieron el mar), México, El Saltillo y Monclova. Gracias a los magníficos archivos españoles, podemos dar los nombres y orígenes de esos pobladores106:
— Juan Leal Goraz y familia (siete personas), de Lanzarote
— Juan Curbelo y familia (ocho personas), de Lanzarote
— Juan Leal ‘el Mozo’ y familia (siete personas), de Lanzarote
— Antonio Santos y familia (ocho personas), de Lanzarote
— José Padrón y familia (cuatro personas), de La Palma y Lanzarote
— Manuel de Niz y familia (tres personas), de Gran Canaria
— Vicente Álvarez Travieso y familia (dos personas), de Tenerife
— Salvador Rodríguez y familia (tres personas), de Tenerife
— Juan Granadilla y familia (siete personas), de Lanzarote
— Lucas Delgado y familia (ocho personas), de Lanzarote
— Los hermanos José, Marcos y Ana Cabrera, de Lanzarote
— Francisco de Arocha y su esposa, de La Palma
— Antonio Rodríguez y su esposa, de Gran Canaria
— José Leal y su esposa, de Lanzarote
— Juan Delgado y su esposa, de Lanzarote
— Solteros: Felipe y José Antonio Pérez, de Tenerife
— Solteros: Martín e Ignacio Lorenzo de Armas, de La Gomera
El militar Juan Antonio de Almazán, comandante del presidio, les dio la bienvenida y les pidió que comenzasen el desbroce de los campos y la siembra antes de la formación del nuevo cabildo. La primera cosecha fue de alubias, algodón, maíz y melones. Después constituyeron un municipio, denominado San Fernando de Béjar (uniendo el nombre del entonces príncipe de Asturias al de Béjar) y el 1 de agosto de 1731 formaron el primer cabildo. Este proceso suponía el tendido de la plaza mayor, con la iglesia y el ayuntamiento, la asignación de solares para las viviendas y la delimitación de los pastos circundantes. Entonces los españoles, como nuevos Adanes, hacían las cosas por primera vez: Fray Antonio celebró la primera misa en Texas. San Fernando fue el primer municipio y el lanzaroteño Juan Leal Goraz, el primer alcalde texano. Y de acuerdo con las Leyes de Indias, por ser los primeros vecinos del municipio, el virrey les declaró «a perpetuidad gente de noble linaje.»
Como la protección de la frontera se trataba de un asunto de interés nacional, las autoridades entregaron a cada familia diez ovejas y un carnero, diez cabras y un macho, cinco puercas y un macho, cinco yeguas y un semental, cinco vacas y un toro. Cada uno tenía que defender su propiedad. Los canarios salían a recoger su ganado o su cosecha con la escopeta al hombro y cuando los indios enemigos merodeaban solían negarse a abandonar la villa. El capitán del presidio, José de Urrutia, con experiencia en el trato con tribus amigas, escribió que «era razonable tener miedo a gente capaz de penetrar en un presidio de noche sin que nadie los oiga, llegar hasta el centro de la plaza y llevarse los caballos del corral, donde están atados a las puertas de las casas.»
Los primeros años fueron alborotados, y no solo por las incursiones de los apaches. Los isleños y los colonos veteranos se dividieron en dos bandos. Los primeros se reservaron para ellos los cargos municipales; quisieron limitarse a ser ganaderos y agricultores y pretendieron que los franciscanos les cediesen neófitos de las misiones como mano de obra. Los segundos eran rancheros y jinetes experimentados. Se produjeron choques entre rancheros y agricultores porque el ganado destrozaba las cosechas. El gobernador tenía que soportar quejas de los dos bandos sobre la ausencia de cercas o la falta de vaqueros para vigilar el ganado. Además, el mayor riesgo contra los indios lo corrían los antiguos bejareños, que sabían montar a caballo. Isleños contra colonos y misioneros. Civiles contra militares. Campesinos contra rancheros. Las denuncias y los pleitos llegaron a México. Como era de esperar entre compatriotas que viven juntos y en una región hostil, el tiempo limó las enemistades: matrimonios mixtos, colaboración contra los apaches, reparto de deberes para no pasar hambre… Por fin, en agosto de 1745 el superior de los franciscanos, el padre Santa Ana, y el cabildo, se reconciliaron107.
Sin embargo, no hubo más asentamientos de canarios. ¿Por los problemas que causaron los primeros? No hubo tiempo a que ésta fuera la causa. Las quejas del virrey Vázquez de Acuña y el brigadier Rivera consiguieron tan pronto, como en marzo de 1732, que el Consejo de Indias se pronunciase en contra de nuevos envíos. Sin duda fue decisivo el argumento del virrey de comprometerse a reclutar colonos en la Nueva España a un precio mucho más bajo que el que había costado la expedición.
A mediados del siglo XVIII, la misión, el presidio y el municipio tenían poco más de mil habitantes y eran el objetivo de los saqueadores. La noche del 30 junio de 1745 unos trescientos cincuenta indios, incluidos mujeres y niños, atacaron San Antonio y la población los rechazó gracias a la ayuda de un centenar de indios de la cercana misión de Valero. En esos mismos años, la implantación de otros poderes europeos en Norteamérica (rusos en la costa del Pacífico y franceses y británicos en la cuenca del Mississippi), las autoridades españolas, tanto de Madrid como de México, ordenaron nuevas expediciones y fundaciones, así como incluyeron a las misiones y los presidios ya establecidos en dispositivos militares y defensivos. Por lejanas que estuvieran las Grandes Llanuras, la Corona no las perdía de vista. En una instrucción reservada dirigida a los miembros de la Junta de Estado, Carlos III subrayó la necesidad de trasladar población a la Florida y la Luisiana. La Florida tenía que ser abastecida permanentemente de tropas, alimentos y municiones; España la mantenía para vigilar las rutas marítimas y detener la expansión inglesa. Hacia 1745, la Carolina inglesa tenía unos veinte mil habitantes europeos, mientras que la Florida registraba menos de dos mil. En torno a 1760, la población blanca de Carolina y Georgia se acercaba a los cuarenta y cinco mil individuos y la Florida se quedaba en solo unos tres mil.
Debido a la derrota de los reinos borbónicos en la guerra de los Siete Años (1756-1763), España entregó la Florida a Gran Bretaña a cambio de recuperar La Habana y Manila, y Francia perdió el Canadá. Sin embargo, se produjo otro cambio territorial de mayor importancia. Para compensar a España, Francia cedió la Luisiana, con su puerto y capital de Nueva Orleans, por el Tratado de Fontaineblau (1762). De esta manera, el Imperio español alcanzó en Norteamérica su mayor extensión. Pero, de librarse una nueva guerra en América, España estaría sola frente a Inglaterra. Para ocupar el territorio y detener a los ingleses, en 1764 la Corona decidió la constitución de un ejército permanente en Nueva España, mandado por Juan de Villalba. Como parte de esta reorganización, Cayetano Pignatelli y Rubí, marqués de Rubí, fue nombrado inspector de los presidios. El militar y el ingeniero Nicolás de Lafora recorrieron durante treinta y cinco meses más de doce mil kilómetros por las provincias de Nueva Galicia, Nueva Vizcaya, Nuevo México, Sonora, Coahuila, Texas y Nayarit. La lejanía, la pobreza y el aislamiento se revelaban en situaciones como que en la misma Santa Fe los milicianos usaban arcos y flechas como armas. Como consecuencia de su informe, se trasladó de lugar una docena de presidios y se instalaron otros seis nuevos a lo largo del río Grande. En 1776 Carlos III aprobó la formación de la Comandancia General de las Provincias Internas de Nueva España, que incluía Texas. San Antonio de Béjar formó parte de la Línea de Mar a Mar, del golfo de México al mar de Cortés, propuesta por Rubí para controlar la frontera frente a nativos hostiles, que primero fueron los apaches y más tarde el belicoso imperio comanche, y colonos súbditos de potencias europeas.
Hacia 1760, la población de Texas era inferior a los mil doscientos españoles, de los que la mitad vivía en San Antonio. La paz con los apaches garantizó la tranquilidad de los colonos y cierta prosperidad, que se rompió con la irrupción de los comanches. A estos los derrotó, en 1779, Juan Anza, gobernador de Nuevo México, al frente de una tropa formada por novohispanos, apaches, utes y otros pueblos indígenas. En 1790, los vecinos del municipio ascendían a mil quinientos y había en total cuatro mil españoles en la provincia108.
El problema para el control de esas inconmensurables llanuras, compartido con las Californias, era la escasez de población. A casi dos mil doscientos kilómetros al oeste de San Antonio, el minúsculo pueblo de Los Ángeles, fundado en la costa del Pacífico en 1781, tenía ciento cuarenta vecinos en 1791, y trescientos quince en 1800. Las consecuencias de esta pequeñez se sufrieron en las décadas siguientes.
LOS COLONOS TRAICIONAN A MÉXICO
Las conmociones causadas por los revolucionarios franceses en Europa tardaron en alcanzar América, pero cuando llegaron lo hicieron no como las ondas debilitadas de una piedra arrojada muy lejos, sino como un maremoto.
Francia derrotó a España en la guerra de la Convención (1793-1795) y la convirtió en aliada contra Gran Bretaña. En la negociación del Tercer Tratado de San Ildefonso, en 1800, Napoleón Bonaparte, primer cónsul de la república, obligó a Carlos IV a cederle la Luisiana, porque deseaba reconstruir el imperio colonial francés. El ministro del monarca español, Manuel Godoy, trató de condicionar la entrega a que España recibiese la plaza de Gibraltar del Reino Unido en una hipotética paz europea, pero lo único que obtuvo Madrid de París fue la promesa de que, si decidía la venta la Luisiana, esta se realizaría solo a España. Esa paz europea se alcanzó en 1802 en el Tratado de Amiens, por el que España, por fin, recuperó la isla de Menorca. Sin embargo, al año siguiente volvió a estallar la guerra y la república francesa tuvo que olvidarse de sus planes expansionistas en América, debido al control del mar por la Armada británica y a la amenaza a que el Reino Unido invadiese la Luisiana. Napoleón incumplió su palabra y vendió el territorio al presidente Thomas Jefferson de Estados Unidos por quince millones de dólares, una cantidad ridícula que a este incluso costó reunir. El dinero lo engulleron las guerras del dictador francés. Y España, gracias al negocio francés, de pronto se encontró con otro rival en el golfo de México y en las fronteras de Texas y Nuevo México. Entonces, comenzó una verdadera «edad oscura» en la zona.
«Desde la compra de la Luisiana hasta el 21 de julio de 1821, cuando la bandera de Castilla y León se arrió por última vez en San Antonio, Texas pasó por los años más turbulentos y sangrientos de su historia como provincia española.»109
En 1808, en España se vivió el golpe de Estado del príncipe de Asturias, Fernando, y su camarilla contra Carlos IV, la captura de la familia real por Bonaparte, la renuncia por los Borbones a la Corona, la entronización de una nueva dinastía y el alzamiento popular contra los franceses. Ese mismo año, se produjeron rebeliones separatistas en Florida Oriental y Texas, que fueron duramente reprimidas, y en México los realistas depusieron al virrey José de Iturrigaray. Dos años más tarde, el cura Morelos proclamó la independencia de México, aunque fue vencido y ejecutado. El león español ya se tambaleaba en América y los carroñeros empezaban a rondarle.
El gobernador de Texas, residente en San Antonio, Manuel María de Salcedo, prohibió el establecimiento de nuevos colonos y combatió a los rebeldes. La provincia se convirtió en un territorio sin ley. En la primavera de 1813, el autodenominado Ejército Republicano del Norte, formado por filibusteros provenientes de EE. UU. y rebeldes, conquistó San Antonio; uno de sus jefes asesinó a Salcedo y otros prisioneros. Sin embargo, los realistas todavía eran fuertes. En agosto, el general José Álvarez de Toledo y Dubois derrotó en las cercanías de San Antonio a los republicanos. En esta batalla, ninguno de ambos bandos reunió más de dos mil soldados. Los realistas diezmaron a los vencidos y persiguieron a sus familias. Algunos estadounidenses regresaron a la Luisiana y otros permanecieron en la provincia española después de jurar obediencia al rey. La población de Texas se redujo aún más y desaparecieron los pocos atractivos para establecerse en ella.
En 1819, año en que Madrid creyó haber zanjado las disputas territoriales con EE. UU. en el Tratado de Adams-Onís, las autoridades novohispanas aceptaron el plan del colono Moses Austin de atraer pobladores de EE. UU. con las condiciones de que profesaran el catolicismo o se convirtieran a esta religión, fuesen industriosos, jurasen lealtad a España y estuviesen dispuestos a defender la tierra contra invasores.
La independencia de México se consumó en septiembre de 1821. En diciembre, el Gobierno de la lejana capital, a más de 1 300 kilómetros al sur, relajó las condiciones que la Corona había exigido a los estadounidenses. Los nuevos señores preferían a los recién llegados antes que a sus propios nacionales porque aquellos eran rubios y protestantes, mientras que la mayor parte del pueblo mexicano era católica, mestiza y hasta realista. Así sentencia el historiador mexicano José Vasconcelos este plan:
«El mal básico era la idea de que solo los extranjeros de tipo anglosajón serían capaces de traer la prosperidad; la ceguera de no ver que, en todo caso, esa prosperidad de nada iba a beneficiarnos. Y la maldad de no reconocer que en materia de riqueza y desarrollo públicos la obra de España en México era superior a la de Inglaterra en el Norte»110.
En el nuevo país independiente se formó el estado de Coahuila-Texas. Se convirtió en habitual que los nuevos colonos recibieran concesiones de tierras, las revendieran y se marcharan. Para empeorar la situación, la elite mexicana empapada de Ilustración y anticlericalismo eliminó el sistema de misiones religiosas, con lo que se perdió un factor de control sobre los indios. Texas, subraya Fernández-Armesto, se convirtió en una «región de lealtades superficiales y cultura dispar»111.
El derrumbe de un Imperio provoca un largo período de inestabilidad. Ocurrió con la caída del Imperio Romano y, en el siglo XX, con la destrucción de Rusia y Austria-Hungría. Igual sucedió en el caso del Imperio español. La piratería berberisca vencida en el Mediterráneo se reanimó, como contamos en otro capítulo, y en Texas la paz con los comanches se deshizo. Los gobernantes de México no podían garantizar la protección frente a los comanches y se limitaban a comprar treguas con regalos y tributos, que los indios acudían a cobrar a San Antonio. En 1832, unos quinientos comanches tomaron la ciudad y expoliaron y torturaron a sus habitantes durante varios días, sin que la cercana guarnición mexicana saliese de su fuerte112.
Una de las pocas cosas buenas que realizaron los independentistas mexicanos fue la abolición de la esclavitud. En el ámbito nacional, la supresión expresa tardó varios años, hasta 1829, pero las Constituciones de los estados federales la incluyeron antes. Así, el artículo 13 de la Constitución del estado de Coahulia y Texas (1827) establecía que «en el estado nadie nace esclavo desde que se publique esta Constitución en la cabecera de cada partido, y después de seis meses tampoco se permite su introducción bajo ningún pretexto.»
En el Congreso Constituyente, reunido en el Ayuntamiento del Saltillo, se discutió agriamente este artículo, sobre todo por el diputado texano Enrique Neri, barón de Bastrop, socio de Austin desde sus primeras empresas comerciales, que argumentaba que los esclavos eran necesarios para el trabajo agrícola, sobre todo el de las plantaciones de algodón. Y el mantenimiento de sus esclavos, así como la caducidad de la exención de impuestos prometida a los colonos y la implantación de tropas mexicanas, constituyeron los motivos para la secesión de los nuevo texanos. En 1834 había en la provincia al menos diecisiete mil inmigrantes de EE. UU. con dos mil esclavos. Los mexicanos, antes españoles, oscilaban entre tres mil quinientos y cuatro mil, mientras los indios estaban cerca del número de estadounidenses. La demografía estaba en contra de los mexicanos.
En 1835, los conservadores instauraron un sistema centralista, medida que provocó sublevaciones varios lugares del país, y que en Texas fue la gota que derramó el vaso. Aunque sospechaban que quedarían bajo la bota de los colonos anglosajones, los hispanos optaron por participar en la rebelión para sobrevivir. En octubre, los rebeldes sitiaron San Antonio, en poder de los mexicanos, y la tomaron en diciembre. Posteriormente, se libró la batalla del Álamo. En la misión, entre el 23 de febrero y el 6 de marzo, un número no superior a trescientos separatistas resistió a un ejército de mil ochocientos soldados mexicanos mandado por el propio presidente, el general Antonio López de Santa Anna, uno de los políticos y militares americanos más ineptos del siglo XIX.
Aunque los mexicanos quintuplicaban a los sitiados y disponían de artillería para bombardear unos muros preparados solo para resistir ataques de indios, la batalla fue para ellos una victoria pírrica: tuvieron el doble de bajas que los texanos. Santa Anna manchó su honor al ordenar la ejecución de todos los prisioneros, incluso los heridos. Por esta batalla, San Antonio es conocida como «Ciudad del Álamo» y «Cuna de la libertad».
La guerra de independencia de Texas concluyó gracias a la captura de Santa Anna por los rebeldes en la batalla de San Jacinto (21 de abril de 1836), a trescientos kilómetros de San Antonio. ¡Los texanos sorprendieron a los mexicanos durmiendo la siesta, sin centinela alguna! En menos de veinte minutos, mataron a casi setecientos soldados. El caudillo Samuel Houston obligó al dictador mexicano a firmar el Tratado de Velasco.
Recién instaurada la República de Texas, Houston propuso a EE.UU. su anexión, pero el presidente Andrew Jackson se opuso, porque el nuevo estado se uniría al bloque esclavista dentro de la Unión, donde los equilibrios entre los estados estaban fijados desde 1820 por el Compromiso de Misuri. Houston estableció la capital en Austin, a unos ciento treinta kilómetros al norte de San Antonio y también invadió Nuevo México, territorio mexicano, pero la columna texana fue derrotada. Cuando por fin el Congreso de EE. UU. aceptó la incorporación de Texas, en 1845, estalló otra guerra, que fue un desastre mayor para México. Por el Tratado de Guadalupe-Hidalgo (1848), México tuvo que reconocer la independencia de Texas y su frontera en el río Bravo, en vez del río Nueces, y también la pérdida de California, Arizona, Nevada, Nuevo México y otros territorios.
La incorporación a Estados Unidos implicó para los texanos y los californios el sometimiento a un régimen de expolio. Los angloamericanos despojaron de sus tierras a cientos de mexicanos y con ellas formaron grandes latifundios, como los que aparecen en la película Gigante. Mientras viajan en tren, Elizabeth Taylor pregunta a Rock Hudson cuándo llegarán al rancho de los Benedict y él le contesta que ya llevan dos días en él. Quien figura como el mayor robado por los WASP113 fue Manuel Domínguez, un mestizo propietario por una concesión de la Corona española de 1784 de más de treinta mil hectáreas, que se le arrebataron completamente por medio de pleitos maliciosos y tasas judiciales. Los regidores de San Antonio, entre los que había descendientes de los canarios llegados el siglo anterior, pasaron de ser mayoritariamente mexicanos a ser angloamericanos. Las nuevas autoridades reclasificaron a los anteriores súbditos del Imperio español como extranjeros, aunque muchos de ellos descendieran de varias generaciones de establecidos en el territorio. Ser considerado indio acarreaba la pérdida de derechos respetados por la Corona, como el de testificar en los tribunales114.
Poco después, en 1850, San Antonio registró solo tres mil cuatrocientos ochenta y ocho habitantes. California padeció una falta de población similar, hasta que en 1848 brotó la fiebre del oro. Solo en 1849, llegaron unas cien mil personas a un país que entonces tenía en torno a treinta mil.
SEIS SOBERANÍAS EN CINCUENTA AÑOS
Texas fue uno de los once miembros de los Estados Confederados de América, vencidos en 1865. De esta manera, tanto San Antonio como Texas conocieron en menos de cincuenta años seis soberanías: el Reino de España, el Imperio Mexicano, la República de México, la República de Texas, los Estados Unidos de América y los Estados Confederados de América.
«Seis banderas sobre Texas» es uno de los lemas oficiales del escudo texano, que hace referencia a las naciones que han gobernado en todo o en parte el país: España, Francia, México, la república independiente, los Estados Unidos y la Confederación.
En 1860, meses antes del estallido de la guerra de Secesión, la ciudad tenía ocho mil doscientos treinta y cinco vecinos. En la posguerra (1870), el censo subió a doce mil doscientos cincuenta y seis. En 1900 superó los cincuenta mil habitantes y la década siguiente llegó a los cien mil.
Con el descubrimiento de petróleo, la industrialización y la atracción de emigrantes del resto de EE. UU. y México, el crecimiento de Texas, tanto económico como demográfico, se disparó. Pasó de ser el quinto estado más poblado en los años treinta del pasado siglo XX, y al tercer lugar en la década de los ochenta. En la actualidad es el segundo estado más poblado. San Antonio le acompañó. En 1960 tenía quinientos ochenta y siete mil vecinos. En 1990, novecientos sesenta mil y en 2017 quedó por debajo del millón y medio.
En la actualidad, la pequeña misión es el monumento histórico más visitado de Texas y se encuentra en el centro de la séptima ciudad más poblada de EE. UU. (y la segunda del estado, ya que la primera es Houston). De Béjar queda el nombre del condado, escrito Bexar. A diferencia de otras poblaciones al sur del río Grande, en San Antonio no se avergüenzan de sus orígenes españoles y para celebrar el CCC Aniversario de su fundación convocaron a las instituciones canarias e inauguraron un monumento que representa a esos canarios que atravesaron el Atlántico.
102 CHAUNU, Pierre: Conquista y explotación. Los nuevos mundos, Labor, Barcelona, 1984, pág. 42.
103 FERNÁNDEZ-ARMESTO, Felipe: Nuestra América. Una historia hispana de Estados Unidos, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2014, pág. 87.
104 CHIPMAN, Donald: Texas en la época colonial, Fundación Mapfre, Madrid, 1992, pág.
105 La Razón, 3 de mayo de 2015.
106 Lista elaborada por el profesor Manuel Adolfo Fariña González.
107 CHIPMAN, Donald: Op. cit, págs. 190 y ss.
108 FERNÁNDEZ-ARMESTO, Felipe: Op. cit., pág. 118.
109 CHIPMAN, Donald: Op. cit., pág. 295.
110 VASCONCELOS, José: Breve historia de México, Ediciones Botas, México DF, 1950, pág. 299.
111 FERNÁNDEZ-ARMESTO, Felipe: Op. cit., pág. 195.
112 HÄMÄLÄINEN, Pekka: El imperio comanche, Península, Barcelona, 2013, p. XXX.
113 WASP: White Anglo Saxon Protestant.
114 FERNÁNDEZ-ARMESTO, Felipe: Op. cit., pág. 219 y ss.
21. LA PRIMERA CAMPAÑA DE VACUNACIÓN MUNDIAL
«No imagino que los anales de la historia nos proporcionen un ejemplo de filantropía tan noble y extenso como este», Edward Jenner
En un capítulo anterior hemos descrito cómo los españoles encontraron la cura para el escorbuto, descubrimiento del que se apropiaron los británicos. En este, contaremos cómo otro descubrimiento médico que ha salvado la vida a miles de millones de personas, las vacunas, lo usaron los españoles para derrotar a una de las enfermedades más letales que han existido: la viruela.
Y es que en España hemos tenido grandes reyes, grandes estadistas, grandes navegantes, grandes militares, grandes literatos, grandes médicos, grandes pintores, grandes santos, grandes administradores…, pero malos publicistas. Si sirve de consuelo, es un defecto que parece común a los pueblos católicos. En cambio, los británicos en el campo de la propaganda son admirables. Gracias a las novelas de Agatha Christie y al cine histórico, millones de españoles creen que Inglaterra es una inmensa campiña verde en la que unas entrañables solteronas resuelven los asesinatos cometidos por mayordomos en las mansiones de los aristócratas. Y series como Victoria y The Crown hacen que haya más admiradores de los Windsor en el extranjero que dentro del Reino Unido.
Tomemos el ejemplo de la viruela, una enfermedad infecciosa con una gran mortandad. En el siglo XX mataba a cinco millones de personas anualmente hasta su erradicación en 1980. Los supervivientes podían padecer desfiguraciones y ceguera. Una epidemia de viruela de 1711 estuvo entre las causas del término de la guerra de Sucesión española (1701-1713) al matar al emperador José I, porque permitió el ascenso al trono del archiduque Carlos de Habsburgo, rival de Felipe V por la Corona española. Los aliados de Carlos no quisieron contribuir a resucitar el Imperio de Carlos V y prefirieron hacer la paz. La misma epidemia mató, en 1712, al heredero de Luis XIV, hermano mayor de Felipe V. La emperatriz María Teresa se contagió de viruelas en 1767, si bien ella sobrevivió, en cambio, tres de sus hijos murieron de la enfermedad en diversos años.
El primer país en convertir la vacunación contra la viruela en obligatoria fue el reino de las Dos Sicilias, que desde el proceso de unificación italiana carga con una «leyenda negra» de despotismo y barbarie similar a la española. Un decreto promulgado por el rey Fernando I, con fecha de 6 de noviembre de 1821, fijaba el deber de vacunación y, para asegurarlo, enumeraba medidas sancionadoras y premios económicos. Treinta años más tarde, en 1853, el Parlamento británico aprobó una ley que obligaba a los padres a vacunar a sus hijos recién nacidos contra la viruela y los castigaba con una multa de una libra en caso de desobediencia. Antes de 1870, la tasa de mortandad por esta enfermedad se desplomó. En España se promulgó una ley similar a las anteriores en 1921. ¿Otra muestra del secular atraso español respecto a «los países de nuestro entorno»? Sí… y no. Antes de que los británicos impusieran la vacunación contra la viruela, la Corona española organizó y pagó a su costa la primera campaña de vacunación de ámbito mundial, tan pronto como en 1803: la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna115.
LA FAMILIA REAL ESPAÑOLA PRUEBA EL REMEDIO
La viruela afectaba a todas las clases sociales y razas, se daba en todas las latitudes y en muchas regiones se convirtió en endémica. Aunque sus causas eran desconocidas y se atribuían a malos olores, a eclipses, a temblores de tierra, la humanidad trató de encontrar remedios, con mayor o menor base científica. Los chinos recurrieron a la inhalación del polvo de las pústulas de viruela. Posteriormente, se pasó a la variolización mediante la inoculación por medio de lancetas empapadas en costras. Este método lo trajo a Europa la esposa de un embajador francés en Turquía, ya que se usaba en este país.
En 1796, el médico rural inglés Edward Jenner (1749-1823) descubrió la vacuna como medio de protección ante las enfermedades y en concreto la de la viruela. La alta sociedad inglesa, en esos momentos la más exquisita y desarrollada de Europa, recibió el descubrimiento con desprecio y hasta burlas. La Royal Society rechazó el informe en el que Jenner explicaba su hallazgo (este tuvo que editarlo a su costa) y la Asociación Médica se opuso a la vacunación como método seguro.
Sin embargo, la realidad se impuso. Pese a que las guerras causadas por la Revolución francesa ya habían empezado a arrasar Europa en una matanza que se prolongaría hasta 1815, al Imperio español llegó la noticia de la vacuna en seguida y, encima, comenzó a aplicarse. Hay indicios en códices y restos humanos de nativos de que la viruela se manifestaba en América antes de 1492. La presencia de los europeos con esclavos africanos que provenían de zonas donde la enfermedad era endémica y virulenta la extendieron por todo el continente. La región más castigada era el Caribe, debido a que sus costas e islas eran las más frecuentadas y populosas. Por eso mismo, se conocían también los avances médicos. En 1797, se produjo una epidemia de viruela en México y se aplicó el método de la inoculación con pústulas humanas, recomendado por el propio arzobispo, Alonso Núñez de Haro. Justo el año anterior, la Gazeta de México había publicado una Disertación apologética sobre la inoculación de las viruelas, para impulsar la variolación. Por el contrario, parte del clero anglicano había desaconsejado la vacunación en Inglaterra desde sus púlpitos, siguiendo el consejo de muchos académicos.
La primera vacunación con linfa en la España peninsular la realizó el médico Francisco Piguillem (1771-1826) en Puigcerdá en 1800. El remedio contó con el apoyo del director de la Real Academia de Medicina, Ignacio María Ruiz de Luzuriaga. En los años siguientes se efectuaron varias campañas de vacunación en las Provincias Vascongadas y Navarra, en Aranjuez y Madrid y en Tarragona. Como señal del interés que se prestaba en España a la vacuna, entre 1799 y 1805 se publicaron en español casi cincuenta libros, folletos y cartillas sobre el nuevo hallazgo.
La viruela había penetrado en la familia real española, como en las chozas y las cabañas de las aldeas y las bodegas de los barcos. Fue la responsable de la muerte del rey Luis I (1724), mató a un hijo de Carlos IV (1788) e infectó a una hija, la infanta María Luisa (1798), que, aunque curó, quedó desfigurada. En este último caso, toda la familia real se vacunó, lo que fue una suerte, porque así el monarca conoció en persona las maravillas del descubrimiento.
En 1802, la ciudad de Santa Fe de Bogotá, capital del virreinato de Nueva Granada (y donde se había empezado a construir el primer observatorio astronómico de América), sufrió un brote de viruela de tal intensidad que las autoridades pidieron ayuda a Madrid. Carlos IV, el día de Navidad, elevó una consulta al Consejo de Indias si era viable enviar vacunas a las Indias. José Felipe Flores (natural de Ciudad Real de Chiapas), médico de Cámara del Rey y antiguo catedrático de la Universidad de Guatemala, respondió a la consulta real. En una carta, fechada el 28 de febrero de 1803, describió los estragos que causaba la viruela en América y recomendó la inoculación según el método de Jenner,
«…que no se ha puesto ya en ejecución en Guatemala, por no haberse encontrado viruelas en las vacas y haber llegado sin virtud el pus o vacuna conducido entre dos cristales de la Habana y Veracruz de donde se había solicitado con insistencia.»
Antes de que concluyese el año, en una reacción veloz para el tópico de la lentitud y pereza administrativas españolas, se organizó la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna. El médico Francisco Xavier de Balmis Berenguer (nacido en Alicante en 1753), que había desempeñado su carrera en La Habana y México, y en esos momentos era médico de cámara del rey, estaba al tanto de los avances de Jenner y se ofreció a llevar la vacuna.
En Aranjuez ejercía como primer ayudante de cirugía en el Real Sitio, el médico catalán José Salvany Lleopart. A pesar de su juventud, ya que nació en 1774 en Barcelona, había tenido una renqueante carrera militar debida a su mala salud. Conoció a Balmis y se entusiasmó tanto con el proyecto que su colega, que quería personas más voluntariosas que tituladas, le escogió como uno de los ayudantes. Dos Reales Órdenes de 6 y 18 de junio de 1803 pusieron en marcha la expedición. Se nombró a Balmis director, con facultades para comprar todos los elementos necesarios con fondos de la Hacienda Real, se fijó del derrotero y se estableció un reglamento. Salvany aportó, junto con sus conocimientos, mucho entusiasmo y arrojo. En una carta escrita después de la designación de Balmis, el médico barcelonés confesó
«…que el mando que yo pretendía no era por arrogancia, ni deseo de mandar, pues en mi casa dejo el mando a los criados, sino por el celo de poder realizar una expedición tan gloriosa, que será envidiada de todas las Naciones.»
Estas palabras sobre la fama y la gloria comparten el espíritu de las escritas por los conquistadores del siglo XVI.
Aparte de trasladar a América docenas de placas vidrio selladas conteniendo la vacuna y manuales de vacunación, el plan de Balmis incluía el transporte de la vacuna viva. En 1803, no existían neveras ni se podía hacer la liofilización. Se pensó en embarcar vacas vivas infectadas, pero el médico alicantino optó por transportarla en cuerpos humanos.
Los niños de corta edad resultaban idóneos, ya que la vacuna prendía en ellos con más facilidad. Con una lanceta impregnada del fluido, se les realizaba una incisión superficial en el hombro, y unos diez días después surgían los granos vacuníferos que segregaban el fluido antes de secarse. Era el momento de traspasar la vacuna a otro niño. En el viaje, Balmis vacunaba dos niños cada vez para asegurarse de que esta cadena humana no se rompiera.
Los incubadores humanos fueron una veintena de niños huérfanos gallegos, de los que se sabía que no habían pasado la enfermedad y que, por carecer de padres, estos no se opondrían ni al viaje ni a la vacunación. Como subdirector de la expedición se nombró a Salvany Lleopart. El resto del personal técnico lo formaron los médicos Manuel Julián Grajales y Antonio Gutiérrez Robredo, los practicantes Francisco Pastor Balmis y Rafael Lozano Pérez y los enfermeros Basilio Bolaños, Pedro Ortiga y Antonio Pastor. El barco contratado para la expedición fue la corbeta María Pita, de unas doscientas toneladas, y con Pedro del Barco, teniente de fragata de la Real Armada, natural de Somorrostro (Vizcaya), como capitán.
La única mujer de la expedición fue Isabel Zendal Gómez, rectora de la casa de expósitos de La Coruña. También ella había sufrido el flagelo de la viruela. Su madre había fallecido por la enfermedad en 1786, lo que le obligó a dejar su casa y buscar trabajo. Su hijo, nacido en 1793, se unió a la expedición. Ella fue la última incorporación, con el puesto de enfermera, que no tenía carácter sanitario, sino que consistía en cuidar del bienestar de los niños, entretenerles, lavarles y vigilar su salud. Sin duda, en su decisión pesaron los motivos económicos. Se le pagarían quinientos pesos fuertes anuales, es decir, unos diez mil reales, cuando cobraba como rectora seiscientos reales al año.
El 30 de noviembre de 1803 zarpó la corbeta del puerto de La Coruña y así principió un viaje épico.
DOS MÉDICOS SE REPARTEN EL MUNDO
La primera etapa de la expedición fue Santa Cruz de Tenerife, a donde la corbata arribó el diez de diciembre. En menos de diez años, la villa recibió dos mercedes de la Corona: el nombramiento de Villa por su victoria sobre la fuerza invasora del contraalmirante Nelson y la vacuna de la viruela. Los expedicionarios permanecieron un mes para vacunar a la población de aquella ciudad y establecer un centro de vacunación encargado de difundir la vacuna al resto de las Canarias.
El 6 de enero de 1804 la María Pita zarpó rumbo a Puerto Rico y el 10 de febrero llegó a tierra americana. Allí Balmis se encontró con que su trabajo estaba hecho… y se enfadó. El año anterior, mientras en España se preparaba la expedición, el médico Francisco Oller Ferrer solicitó a la colonia inglesa de Santo Tomás el envío de la vacuna. Se le envió, junto con el fluido en unos vidrios sellados, una niña con el fluido ya en su cuerpo. Desde noviembre, Oller procedió a difundir el remedio con la colaboración de las autoridades. Balmis consideró que la campaña estaba siendo mal realizada y se lo reprochó a Oller, quien contó con el apoyo del gobernador de la isla. Al mes siguiente, la expedición marchó al continente con varios esclavos negros recién vacunados como incubadores. Lo destacable es que, ante el descubrimiento de una cura para la viruela, nadie en las Españas permanecía quieto.
Los expedicionarios desembarcaron en Puerto Cabello (Capitanía General de Venezuela) y se conmovieron con el agasajo desplegado en el puerto: una multitud vitoreándoles y las campanas repicando. Recibimientos parecidos se convertirían en habituales. Los neófitos en la nueva cofradía de los protegidos de la viruela fueron una treintena de niños de buenas familias. En Caracas instauraron la primera Junta de Vacuna del continente, que sirvió de modelo para las siguientes. Allí se dividieron en dos grupos para abarcar más población. Uno, encabezado por Balmis, y del que formaba parte Zendal, se dirigió a la Nueva España, entonces el virreinato más poblado, con unos seis millones de habitantes; y el otro, mandado por Salvany, se quedó con América del Sur. El director de la Real Expedición contrató un bergantín para que trasladase a sus subordinados desde la Guayra a Barranquilla. Balmis y Salvany no volvieron a verse.
A bordo de la María Pita, Balmis desembarcó en Cuba en mayo y en Sisal (Yucatán) a finales del mismo mes, donde el calor húmedo y asfixiante enfermó a varios de los pasajeros. Desde Mérida, Balmis se encaminó a Veracruz, con cuatro niños que le facilitó el gobernador y que regresaron después de haber dado su sangre benefactora. Otra parte de la expedición, bajo el mando del practicante Francisco Pastor, marchó a Tabasco, con una ruta que incluía Chiapas, Guatemala y Oaxaca.
Balmis pisó Veracruz en julio de 1804. El capitán Del Barco tornó a España, donde el rey le recompensó por su servicio. La ciudad fundada por Hernán Cortés le acogió con sorprendente indiferencia. Las cosas no mejoraron en México, pues al principio el virrey José de Iturrigaray actuó hasta con hostilidad contra la Real Expedición, conducta de la que Balmis se quejó varias veces en sus informes al Consejo de Indias. En la capital quedaron los niños gallegos. En cada etapa, los expedicionarios tenían que separarse de los niños ya inmunizados y sustituirlos por otros. Cabe imaginar la pena de los adultos y las lágrimas y el vértigo de los pequeños, que en unos meses habían pasado de la húmeda y pobre Galicia a los exuberantes y calurosos trópicos. Balmis y Zendal procuraron dejarles en buenas casas o amparados por la Iglesia y las autoridades.
En las provincias novohispanas, al contrario que en la capital, el trato a los médicos fue excelente. En Puebla, fueron vacunadas más de nueve mil personas. En Zacatecas se vacunó a mil setenta y siete niños y el alcalde le ofreció seis infantes de cinco años para el viaje a Filipinas; también se envió a dos niños vacunados para difundir la vacuna en Durango.
La expedición que se había separado en Yucatán se reunió para efectuar el viaje a Filipinas. Después de algunos retrasos, en enero de 1805, el virrey concedió el permiso de embarque a Balmis, los ayudantes, Zendal y los demás enfermeros y veintisiete niños, incluido el hijo de la antigua rectora de la casa de expósitos. Zarparon de Acapulco el 7 de febrero de 1805 en el Magallanes.
Incluso en una misión caritativa como era esta operación, aparecieron las pequeñas miserias propias de algunas almas más estúpidas que malvadas. Balmis denunció al capitán por el sobreprecio que le hizo pagar por los pasajes. Sobre el trato a los niños de los que dependía la vacunación en Filipinas, escribió:
«Estuvieron mui mal colocados en un parage de la Santa Bárbara lleno de inmundicia y de grandes ratas que los atemorizaban, tirados en el suelo rodando y golpeandose unos á otros con los vayvenes.»
También se quejó el director de la expedición de la «pésima alimentación.» Sus comidas se reducían «carne de vacas muertas de enfermedad por la mayor parte, frijoles, lentejas y un poco de dulce.» El resto del pasaje mostró más compasión y fraternidad que el oficial, pues los pasajeros dieron a los niños «cada uno de lo que llevaba.»
Semejante viaje al menos fue breve, gracias a los vientos favorables, ya que atracaron el 15 de abril en Manila. Los expedicionarios comenzaron a vacunar al día siguiente. Los funcionarios reales colaboraron de tal manera que entre los primeros niños figuraron los hijos del gobernador, que así daba ejemplo.
Una vez cumplida esta etapa, con la vacunación y la instauración de la junta y el reglamento correspondientes, Balmis no se dio por satisfecho y en septiembre abordó la fragata portuguesa Diligencia con destino a Macao, posesión lusa, en un nuevo viaje en el que atravesó grandes peligros: tormentas, piratas, envidias… El doctor alicantino quería salir del archipiélago porque padecía diarrea crónica, que en ese clima podía ser mortal. Y de Macao, ciudad en la que solo se inocularon veintidós personas, cruzó a Cantón, donde comenzó la vacunación en diciembre ante una multitud emocionada. De vuelta a Macao, dijo con orgullo:
«La China, Macao, todas las Islas Filipina y las adyacentes dominadas por los reyezuelos moriscas quedan a cubierto del cruel azote de las viruelas que les amenazaba, y que ya había empezado a ejercer estragos en algunas partes.»
El gobernador de Filipinas le gestionó un pasaje en un mercante portugués, Bon Jesús de Alem, cuyo precio de 1 550 pesos pagó Balmis. Mientras esperaba la llegada del barco, su pasión por el conocimiento no se durmió: reunió cientos de dibujos de la flora asiática y una veintena de cajones con plantas vivas que depositó en el Real Jardín Botánico de Madrid.
El buque zarpó en febrero de 1806 y en junio atracó en Santa Elena, isla cuyos habitantes sufrían frecuentes casos de viruela debido a los barcos que venían de Oriente, a pesar de lo cual no se les había inoculado la vacuna. En cuanto se hizo la escala, Balmis bajó a tierra y se presentó al gobernador, que no aceptó su ofrecimiento. Entonces, el español comenzó la vacunación de acuerdo con algunos isleños. Al final, el gobernador le agradeció su esfuerzo.
Balmis llegó a Lisboa el 14 de agosto. Entró en España por Galicia y el 7 de septiembre dio cuenta al rey de su odisea. Una reseña de la audiencia se publicó en la Gazeta de Madrid. El diario oficial la calificó como «una expedición de que no hay ejemplo en la historia.» Otro español que había dado la vuelta al mundo, digno heredero de Elcano. Y como los héroes no viven ni del aire ni de los elogios, una de las primeras reclamaciones fue la reintegración de los 3 581 pesos del coste del viaje de Manila a Madrid, pues los había desembolsado él.
La bondad del Imperio español asombró hasta a sus acérrimos enemigos y sirvió hasta para hacer la paz, como cuenta la Gazeta de México (1807):
«La vacuna introducida en nuestras islas por el Dr. Balmis se propagó por él mismo al imperio de la China, colonias portuguesas, y hasta en los establecimientos ingleses, siendo de notar que cuando llego a las islas Bisayas (cuyos reyes han estado siempre en perpetua guerra contra nosotros) padecían allí el azote más cruel de viruelas que jamás habían experimentado, y en vista de que el español mandado por su Soberano les llevaba la salud y la vida cuando más afligidos estaban, han depuesto desde entonces las armas admirados de la generosidad del enemigo.»
Los demás componentes de la Real Expedición regresaron a la Nueva España años después. Desembarcaron en Acapulco el 14 de agosto de 1809. En España ya se libraba la guerra de la Independencia contra los franceses y sus quislings. De dos miembros, Pedro Ortega y Antonio Pastor, sabemos que fallecieron, pues en un informe de 1813 se mencionaba a sus huérfanos. Isabel Zendal y su hijo se quedaron en Puebla de los Ángeles. En septiembre de 1810, el cura Hidalgo se rebeló contra las autoridades del virreinato en defensa de la Monarquía de Fernando VII y comenzó una guerra civil que duraría diez años. ¿Qué fue de Zendal? La historiadora Susana María Ramírez nos lo revela:
«Del final de su vida conocemos poco. Lo último que sabemos de ella es que en 1811 continuaba solicitando una pensión de tres reales mensuales a la que tenía derecho su hijo por ser uno de los niños de número que vino con la vacuna y no se la pagaban las Cajas Reales de Puebla. Se desconoce la fecha y el lugar de su muerte.»
En México, su recuerdo ha sido más cuidado que en España. El médico e historiador mexicano Miguel Bustamante la calificó en el Congreso Panamericano de Salud, celebrado en Washington en 1950, de «la primera enfermera de salubridad en misión internacional.»
Cuando Balmis ya se encontraba en España, Salvany seguía trabajando. Como vimos, se trasladó a Barranquilla, con otros médicos, ayudantes y niños, pero el bergantín naufragó en las bocas del río Magdalena el 13 de mayo de 1804. Desembarcaron apresuradamente en una pequeña isla. Unos indios les ofrecieron refugio en su choza y allí mismo realizaron la primera inoculación. El gobernador de Cartagena les ofreció hospitalidad. Mientras vacunaban en la ciudad amurallada, Salvany, que empezó a ser conocido como director de la Expedición Vacunal a la América Septentrional, despachó instrucciones y fluido a Buenos Aires.
Terminadas sus tareas en Cartagena, remontaron el río Magdalena hasta Santa Fe de Bogotá. Un viaje sencillo y cómodo en comparación con lo que les esperaba, pero a él le supuso perder el ojo izquierdo. En esta ciudad, capital del virreinato de la Nueva Granada, Salvany estableció la primera Junta de Sanidad para el cuidado de la salud pública. Luego subió a los Andes, donde se manifestó su mala salud, de la que él mismo da cuenta en sus cartas y diarios. Garrotillo, opresión, tercianas, mal de pecho y otras molestias, que le producen afonía, inapetencia y agotamiento. Con ese lastre, siguieron cubriendo etapas. Quito, Trujillo, Tajamarca, Piura…
En Trujillo, coincidieron con el arzobispo de Charcas, Benitó de Moxó, catalán de Cervera, que iba a tomar posesión de su diócesis y les respaldó en su misión. En mayo de 1806 entraron en la soberbia Lima. Aunque en los cinco meses que permaneció allí Salvany mejoró y la Universidad de San Marcos le premió con un grado honorario en medicina, se produjo una sorpresa desagradable. Antes que ellos, llegaron unas dosis de vacuna desde Buenos Aires y estas se convirtieron en objeto de venta, por lo que el virrey, el también catalán Gabriel de Avilés y del Fierro, retiró el apoyo a la vacunación. Al final, se instauró la Junta de Vacunación en la casa del médico militar y cirujano Pedro Belomo, con el virrey y el arzobispo limeño como miembros.
En una carta remitida desde Lima a Madrid, describió así su labor:
«No nos han detenido ni un solo momento la falta de caminos, precipicios, caudalosos ríos y despoblados que hemos experimentado; mucho menos las aguas, nieves, calores, hambre y sed que muchas veces hemos sufrido. Los rigores que nos ofreció el cruel contagio a nuestros primeros pasos sirvieron de estímulo para dar un brillante fin a las nobles y humanitarias tareas.»
Derrengado, Salvany trató de conseguir un empleo público, pero como no se le concedió tuvo que seguir vacunando, pues era el único ingreso que le quedaba. Marchó a Arequipa y trató de pasar al virreinato del Río de la Plata por el Alto Perú. Estuvo en La Paz, Oruro y Potosí. La muerte le alcanzó en Cochabamba en agosto de 1810, cuando comenzaban las sublevaciones independentistas. Se le administraron los últimos sacramentos y se le enterró en la iglesia de San Francisco. La placa que le recuerda se puso tan tarde como en 2015. Dos de los miembros de la expedición alcanzaron en 1812 la isla de Chiloé y de ahí volvieron a Lima.
LOS OBISPOS RECOMIENDAN LA VACUNACIÓN
La labor de Balmis y Salvany habría sido irrealizable de no haber contado con el apoyo de la Corona, que promovió la expedición, y la colaboración de las autoridades, civiles, militares y eclesiásticas. Puesto que, dentro de la «leyenda negra» española, los capítulos más oscuros los protagonizan los religiosos, y dado que algunos científicos sostienen incluso que la Iglesia católica se opuso a la vacuna, veamos con más detalle el papel de los religiosos.
Tanto la Corona como los Consejos de Estado y de Indias pidieron a los obispos su colaboración, porque a través de sus parroquias disponían de una red que tocaba casi toda la población. Ante la cercanía de la expedición, los obispos de las Indias exhortaron a sus fieles a vacunarse, estimularon a los sacerdotes a involucrarse en la campaña, con la promesa de premios para los más resueltos (y castigos para los negligentes) y hasta pusieron a trabajar a sus imprentas para imprimir cartillas.
En una cartilla de vacunar editada en Puebla se lee:
«Así como se cree que Dios de tiempos en tiempos ha ido iluminando á los hombres, para que conozcan tales y tales medicinas, con que curen, ó se precavan de ciertas enfermedades, del mismo modo nos debemos persuadir de que ha querido en nuestros días descubrir el preservativo fácil y sencillo de las viruelas, que por tantos siglos estuvo oculto. Y ¿por qué no nos hemos de aprovechar de este precioso con que nos ha querido regalar? El vacunarse, ciertamente, no es ir contra su adorable voluntad, sino antes seguirla»
En su carta apostólica de diciembre de 1804, el obispo de Antequera de Oaxaca añadió a todos los argumentos, recomendaciones y peticiones, el ofrecimiento de punzones:
«Para mas facilitarlo [la vacunación] habemos costeado un gran numero de punzones á modo de lancetas de hierro, en la forma que los facultativos han dicho ser mas a propósito, los quales se dan de balde en nuestra secretaria de Camara y Gobierno a todos los Curas, y Vicarios que acudan a pedirlos, y á otras muchas personas que haian de hacer el debido uso de ellos.»
El obispo de Puebla escribió a sus diocesanos sobre la vacuna que
«…es el medio mas suave y oportuno y conforme á la moral christiana», que «la práctica de la vacuna es interesante á la humanidad» y que «la saludable práctica de la Vacuna goza la ventaja de redimir y precaver de esta enfermedad desoladora que desde que se dio á conocer ha quitado la vida á una gran parte de los vivientes.»
En la catedral de Guatemala, en junio de 1804 el arzobispo ofició una misa a la que asistieron los componentes del Cabildo y la Real Audiencia, los profesores de la Universidad y todos los principales. Un párroco, Mariano García, predicó a la concurrencia un sermón tan sentido sobre los males de la viruela y su remedio que provocó lágrimas. A la salida, la multitud acompañó a los expedicionarios a la casa en la que se hospedarían.
El obispo de Guadalajara, aparte de publicar una pastoral alentando a la vacunación, aportó casi todo el gasto causado por los expedicionarios durante los dieciocho días que duró la estancia del grupo de investigadores. El obispo de Puebla cedió una casa cercana a su palacio para realizar las vacunaciones. Y ya vimos que el arzobispo de Charcas dio dinero a los médicos y ayundantes.
La participación de los religiosos en la campaña no se limitó a los obispos. En Puerto Rico, Oller, aparte de ser respaldado por el gobernador, se estableció la vacunación obligatoria de los niños usando como listas las partidas de bautismo puestas a su disposición por los párrocos. Después de marcharse de Guadalajara los expedicionarios, un sacerdote, Serafín de Cárdenas, y un médico, José Xaramillo, vacunaron los distritos de Tequila, Autían, Sayula y San Cristóbal. El párroco de una iglesia filipina le consiguió a Balmis tres de los niños que llevó a Macao. Y la vacuna penetró en Panamá gracias a un religioso, supervisado por Salvany, que la llevó junto con cuatro niños.
La Real Expedición también inspiró a los escritores y poetas de América. El joven caraqueño Andrés Bello, antes de sospechar que sería senador de la República de Chile y rector de su universidad, escribió un poema A la vacuna en agradecimiento a Carlos IV, que no brilla precisamente por su calidad, aunque sí por su fervor españolista.
Jenner es quien encuentra bajo el techo
de los pastores tan precioso hallazgo.
Él publicó gozoso al universo
la feliz nueva, y Carlos distribuye
a la tierra la dádiva del cielo.
Carlos manda; y al punto una gloriosa
expedición difunde en sus inmensos
dominios el salubre beneficio
de aquel grande y feliz descubrimiento.
Él abre de su erario los tesoros;
y estimulado con el alto ejemplo
de la regia piedad, se vigoriza
de los cuerpos patrióticos el celo
¡Ilustre expedición! La más ilustre
de cuantas al asombro de los tiempos
guardó la humanidad reconocida
En este sentido, los profanos mantuvieron la mente mucho más abierta al descubrimiento que una gran parte de la profesión médica, sobre todo la aposentada en las universidades. Cuando el doctor Piguillem fue nombrado catedrático de la Academia Médico Práctica de Barcelona sin haber pasado las habituales oposiciones, topó con el rechazo del claustro. Los profesores no admitían como méritos bastantes de Piguillem que hubiera sido, no solo el primero en vacunar en España según las instrucciones de Jenner, sino, además, un estudio de la peste amarilla.
LOS FRANCESES DESTRUYERON EL DIARIO
No existe un registro detallado de la expedición, porque el diario que guardaba Balmis desapareció durante el saqueo de su casa de Madrid cometido por la soldadesca francesa. Según el tópico, los españoles que difundieron la vacuna son los incultos y atrasados, mientras que los franceses que invadieron España mataron, destruyeron, robaron y hasta destrozaron el diario de Balmis mantienen la fama de haber sido abanderados del progreso y la razón. Huyendo de la guerra, Balmis marchó a las Indias en 1810, con el encargo de la Junta Central de revisar los organismos de vacunación. A su vuelta en 1813, la Corona le recompensó. El rey Fernando VII, que le habría conocido en Aranjuez, le nombró cirujano de cámara y miembro de la Junta Superior de Cirugía del Reino. Murió en 1819.
Y en poco tiempo la memoria de la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna se desvaneció. Ni en España hubo interés por recordar y conmemorar una gesta científica y humana prodigiosa.
La conquista de América por España convirtió la viruela en una enfermedad de ámbito mundial y la misma España difundió por todo el mundo su remedio. De acuerdo con algunos cálculos, la Real Expedición vacunó a doscientas cincuenta mil personas. No acabó, por tanto, con la viruela, pero «difundió y universalizó el método profiláctico», tal como había hecho España con sus navegantes y sus reales de a ocho: dar forma al mundo.
Sin embargo, con las guerras civiles que fueron las conflagraciones de emancipación, gran parte de la obra centenaria de España en su Imperio se convirtió en ruinas o desapareció. Les ocurrió a varias universidades, al observatorio de Bogotá, a los caminos reales, a la paz interior, al comercio… y a las juntas de vacunación. Una de las pocas que sobrevivió fue la Junta de Guayaquil, que hasta importó linfa dos veces para continuar las vacunaciones. Tanto España como Hispanoamérica perdieron décadas en esta lucha contra la viruela.
EL ACTO MÁS GENEROSO
En algunos libros de historia del Imperio español ya se menciona la Real Expedición, pero en la mayoría se sigue manteniendo el silencio sobre ella. Y quizás sea mejor así. Es preferible la ignorancia de un acontecimiento a conocer de él solo una manipulación. La única película rodada por el cine español, 22 Ángeles, dirigida por Miguel Bardem, con guion de Alicia Luna, es un tebeo de buenos y malos.
La guionista parte de una novela de Almudena de Arteaga, que ya es bastante mala, para perpetrar un guion mucho peor y, encima, anticatólico, antimonárquico, anticapitalista y «anticasta.» Al poco de empezar la película, en una reunión del Consejo de Indias en que se debate el envío de la expedición por voluntad real, un grupo de los consejeros, dirigidos por un tenebroso obispo, se oponen a que se mande un remedio de manera gratuita: debe venderse y así la aristocracia y los caciques llenarán sus bolsas de reales de a ocho. En una sola escena están reunidos los tópicos de la «leyenda negra», más los de la extrema izquierda: el Imperio español fue genocida, los curas son malvados, los aristócratas son corruptos y las farmacéuticas quieren hacer negocio a costa de la salud de los pobres. Más adelante, esos carcas colocan en la expedición a un esbirro con la misión de envenenar a los huérfanos gallegos que llevan en sus cuerpos la vacuna. ¿Se pudo inspirar esta escena en la campaña de difamación de los más radicales liberales en 1834 de que los frailes y los jesuitas de Madrid estaban envenenando los pozos y las fuentes? Este episodio impecable de la historia de España, del que todos podíamos sentirnos orgullosos se ha convertido en una ocasión para esputar.
¿Cómo se despide España de su Imperio, poco antes de que estallen las guerras de independencia, atroces guerras civiles, que desvanecieron la Pax Hispanica y dieron comienzo a largos años de dictaduras y conflictos? Con la primera expedición de vacunación mundial. Ningún otro Imperio ha realizado un acto parecido. En cambio, el Gobierno británico rehusó paliar la hambruna que causó en torno a tres millones de fallecidos en Bengala entre 1942 y 1943. El primer ministro Winston Churchill escribió a su ministro de Transportes:
«Los indios deben aprender a cuidar de sí mismos, como hemos hecho nosotros. No podemos permitirnos enviar barcos como un simple gesto de buena voluntad»116.
Londres solo tomó algunas medidas para paliar el desastre en diciembre de 1943. Durante ese tiempo, las autoridades de la metrópoli estuvieron perfectamente informadas de la mortandad. Solo cuatro años más tarde, los británicos se retirarían de la India. Con esta comparación, quedan claras las diferencias entre un Imperio «generador» y otro «depredador.»
115 Usamos como fuentes la tesis doctoral de Susana María Ramírez Martín La Real Expedición Filantrópica de la Vacuna en la Real Audiencia de Quito (2003) y el libro La Real Expedición Filantrópica de la Vacuna: doscientos años de lucha contra la viruela, coordinado por la cita doctora y editado por el CISC en 2004.
116 HERNÁNDEZ, Jesús: Eso no estaba en mi libro de la Segunda Guerra Mundial, Almuzara, Córdoba, 2018, pp. 222 y ss.
22. ¿QUIÉN DISPARÓ EL CAÑONAZO QUE LE ARRANCÓ UN BRAZO A NELSON?
En la invención de los timos históricos sobre España y el Imperio, los historiadores y publicistas extranjeros han contado con la colaboración de generaciones de españoles, desde académicos a guionistas de series de televisión, en unos casos por vagancia intelectual, en otros por envidia y hasta en algunos más por placer masoquista. Ejemplos de ello son la aceptación del apodo de «Armada Invencible» para la Gran Armada aprestada por Felipe II contra Isabel I; el supuesto fracaso de la batalla de Lepanto; el silencio de la derrota de la «Contraarmada» de Drake, o la inferioridad naval frente a los ingleses. En su libro La revolución militar. Innovación militar y apogeo de Occidente. 1500-1800, el hispanista Geoffrey Parker no menciona ni una vez al Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba117, al que, en cambio, el mariscal Montgomery elogia por haber innovado la guerra con el arcabucero, y el historiador John Keegan dedica más espacio que a los generales Patton y Rommel y al almirante Nelson en un libro sobre las figuras militares desde el siglo XV al XX118. Pero esa servidumbre no se limita a hechos, sino que también se extiende al que se solía llamar «carácter nacional», como la nulidad española para la ciencia o la mayor tendencia a la corrupción de los españoles por su catolicismo en contraste con una honradez sin tacha de los europeos del norte aportada por su protestantismo, y es aquí donde hace más daño. Curiosamente, en este complejo de inferioridad coincidían tanto muchos historiadores progresistas como algunos franquistas.
Por fin, las sesiones de flagelación han hartado a muchos españoles, que en estos últimos años han reaccionado. Gracias a la labor de personas, sin apenas apoyo de instituciones, ya políticas, ya académicas, en España se reconoce la gesta del almirante vasco Blas de Lezo al derrotar en Cartagena de Indias a la más poderosa flota de invasión británica hasta el desembarco de Normandía en 1944. Los ingleses ocultaron su derrota y recogieron las medallas que mostraban a Lezo rendido ante Edward Vernon. Muchos historiadores españoles copiaron a los británicos que despachaban la hecatombe de Cartagena como uno de muchos asedios que salió mal, como si la muerte de más de diez mil personas y la pérdida de decenas de buques, varios de ellos abandonados por no disponer de tripulaciones, no fuese importante. Sirva de ejemplo otro hispanista, Henry Kamen, que lo describió así: «La flota puso sitio a Cartagena (de Indias) en la primavera de 1741, pero se retiró ante el temor de que llegaran refuerzos para socorrer la ciudad»119.
Después de muchos años, Blas de Lezo dispone, por ahora, de dos estatuas que le honran en Cádiz y Madrid. Pero a continuación, voy a hablar de un acontecimiento que seguro que no aparece en ninguno de los libros de historia del Imperio español y si lo hace no ocupa más que una línea: la derrota de uno de los grandes héroes nacionales británicos, el almirante Horatio Nelson, en Santa Cruz de Tenerife, en el día de Santiago de 1797.
EUROPA CONTRA FRANCIA
En la guerra de Independencia de Estados Unidos (1776-1783), el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda no perdió solo sus trece colonias en Norteamérica, aparte de otras posesiones, como la isla de Menorca y las Floridas, que tuvo que devolver a España, sino, además, su sentimiento de invulnerabilidad. La elite gobernante comprendió que su derrota se había debido a su aislamiento internacional. Todas las demás potencias se conjuraron para ajustar cuentas con la «Pérfida Albión», que rapiñaba las colonias y los comercios ajenos. La Paz de París reforzó en el Gobierno y Parlamento un sector que consideraba más adecuada una expansión talasocrática de estilo veneciano. Es decir, renunciar a la conquista de grandes territorios, caros de desarrollar y conservar, para limitarse al apoderamiento de puertos, islas o enclaves que permitieran a los buques británicos expandir el comercio propio, acrecentado con los productos generados por la Revolución Industrial, y controlar y hasta eliminar el de sus rivales económicos. Hacia 1790, el comercio exterior del Reino Unido movía casi cuarenta millones de libras. Otros dos factores que beneficiaron a este sector de opinión fueron la progresiva conversión de la India en el mayor mercado para las industrias británicas y el reconocimiento por las menguantes Provincias Unidas de la libertad de comercio en el océano Índico. La marina de guerra británica superaba a las de España y Francia unidas y su marina mercante abanderaba en torno a nueve mil cuatrocientos buques en 1776. En esos años se cumplió el himno Britannia rules the waves.
Cuando los revolucionarios franceses ejecutaron a Luis XVI, las monarquías europeas declararon la guerra a Francia. Se formó la que sería la Primera Coalición. España, cuyo monarca, Carlos IV, había tratado de rescatar a su pariente Borbón, se alió con el Reino Unido. Fue la primera alianza de Madrid y Londres en un siglo, desde las guerras comunes contra Luis XIV. Pero los revolucionarios vencieron a todos sus enemigos en el continente. Austria y Prusia tuvieron que aceptar unas condiciones muy duras. Los republicanos triunfaron donde fracasaron los Valois en el siglo XVI: se anexionaron Bélgica y el norte de Italia. En cambio, España recibió un trato mejor. En la paz de Basilea (1795), aunque cedió su parte de La Española y aceptó vender trigo y caballos a Francia, obtuvo la evacuación por las tropas francesas de las regiones ocupadas el sur de los Pirineos, sin pérdidas territoriales. París necesitaba la armada y la plata españolas para combatir a Inglaterra. Al año siguiente, el tratado de San Ildefonso renovó la alianza tradicional del siglo XVIII entre España y Francia, con una especie de cuarto Pacto de Familia, esta vez sin un Borbón en París, y España declaró la guerra al Reino Unido.
Carentes de un ejército en el continente que cumpliera sus planes, a los británicos solo les quedaba la guerra en el mar, para lo que disponían de una magnífica flota mandada por unos audaces capitanes, como John Jervis, Edward Pellew, Samuel Hood y Horatio Nelson. A pesar de la dureza con que la Royal Navy trataba a sus marinos, como confirman los motines de la primavera de 1797, el Almirantazgo y el Gobierno recompensaban el mérito de sus oficiales, con independencia de los orígenes sociales; Nelson era hijo de un pastor anglicano. El Parlamento, consciente de que la prosperidad del país residía en su armada, aprobaba los fondos que se le solicitaba para botar más naves.
Cuando España y Génova se unieron en 1796 a Francia, la posición de la flota británica en el Mediterráneo empeoró tanto que abandonó la isla de Córcega, en cuya conquista Nelson había quedado tuerto, y se refugió en Gibraltar y luego en Lisboa. 1797 comenzó muy bien para el almirante Jervis y el comodoro Nelson. El 14 de febrero derrotaron a una escuadra española, al mando del almirante José de Córdova, en la batalla del cabo de San Vicente. En la victoria fue capital el papel de Nelson, que con su Captain arrumbó hacia el grupo de navíos que escoltaba el Santísima Trinidad, el mayor barco de guerra de esos años, con 130 cañones y cuatro puentes. Fue el primer combate en el que participó Nelson después de veintisiete años de servicio. Al inglés se le premió con un ascenso a contralmirante y un título de nobleza; por el contrario, a Córdova, se le juzgó en un consejo de guerra y expulsó de la Armada. Y este acabó mucho mejor que el almirante John Byng, fusilado en 1757 por haber perdido Menorca.
La siguiente misión de Nelson consistió en participar en el bloqueo del puerto de Cádiz, a fin de impedir la concentración de barcos de guerra españoles con los franceses para invadir las islas británicas, quebrar el comercio entre España y América y quemar el Arsenal. El almirante José de Mazarredo, mucho más competente que Córdova, se negó a arriesgar la flota que quedaba. Pasadas unas semanas, Jervis se retiró y dejó a Nelson al mando, dispuesto a rendir por hambre la ciudad. Pero más hambre de gloria tenía Nelson que los gaditanos de pan. En julio, el oficial británico pasó del Theseus a uno de los botes que participaron en una escaramuza con las lanchas cañoneras españolas. Y en ella habría perdido la vida si el timonel no le hubiera protegido con su cuerpo. En Cádiz se cantaba la siguiente copla:
De qué sirve a los ingleses
tener fragatas ligeras
si saben que Mazarredo
tiene lanchas cañoneras
Ante la resistencia española, Nelson propuso a su superior que le permitiese ejecutar una operación que le había propuesto meses antes: el asalto a Santa Cruz de Tenerife. Las versiones dadas por los británicos sostienen que a la escuadra británica había llegado la noticia de que el virrey de Nueva España, cargado con incontables tesoros, estaba en las Canarias. Otras versiones insisten en el barco rebosante de riquezas, pero matizan que provenía de las Filipinas. En 1657, el almirante Blake atacó Santa Cruz de Tenerife y destruyó dieciséis naves españolas de una Flota de Indias. Nelson estaba convencido de que podía repetir la hazaña. Jervis acabó concediéndole el permiso y los barcos. El día 15 de julio, Nelson aproó a las Canarias con una escuadra formada por tres navíos, tres fragatas, una balandra, una bombarda, más otra nave que les unió. Los marineros y los infantes de marina sumaban un millar. ¿Tanta vela y tanto hombre para capturar un único barco atracado en una ciudad con unos siete mil vecinos y, como pensaban los británicos, con débiles defensas?
En la correspondencia cruzada entre Jervis y Nelson, a las preguntas de este, el primero le contesta que exija contribuciones y rescates a todas las islas del archipiélago. Por lo que se planeaba una operación de mayor importancia. En una carta fechada el 12 de abril, Nelson le escribe a su comandante que, si su plan triunfa, «arruinará a España y tiene todas las posibilidades de elevar a nuestro país a un punto más alto de riqueza que este todavía no puede imaginar», insistiendo, en su última frase, en que «es el honor y la prosperidad de nuestra patria lo que queremos aumentar.» ¿Y todo eso se iba a conseguir con la captura de la nave del virrey o de un mercante venido de Filipinas? El mayor botín obtenido del saqueo de un barco lo robó el pirata Henry Every en 1695, cuando se apoderó del Ganj-i-sawai, propiedad del Imperio mogol. El tesoro se calcula entre 300 000 y 600 000 libras. Cuesta creer que una cantidad similar fuese a arruinar a España y enriquecer al Reino Unido.
Por eso, cada vez más historiadores y militares españoles, sobre todo canarios, atribuyen la verdadera intención británica a un designio imperial:
«Londres sentía, pues, la necesidad de asegurarse la ruta hasta la fabuloso India; pero para ello necesitaba bases en el Atlántico y en el Índico. Disponía ya de Nigeria, Zanzíbar y Adén y venía luchando por El Cabo desde 1780, consiguiendo en 1795 expulsar a los holandeses. Solo quedaba, por tanto, alcanzar el dominio de las Canarias para completar la «ruta de apoyo logístico» a las colonias asiáticas. La tentación era muy fuerte. (…) cuando, tras ser derrotado, Nelson se comprometió a no atacar más las Islas Canarias, apareció la «alternativa mediterránea» y la flota inglesa, que ya disponía de bases en Gibraltar, Malta y Chipre, se trasladó a Egipto, donde el 1 de agosto de 1798 derrotaba a la francesa en Abuquir. Con el control de Egipto y la apertura de Canal de Suez, la ruta de la India seguiría el Mediterráneo»120
¿Quién esperaba a Horatio Nelson en Canarias? Pues un experimentado militar. El general Antonio Gutiérrez González-Varona, nacido en Aranda de Duero en 1729, y que a lo largo de su carrera había combatido a los británicos al menos dos veces.
En 1736 ingresó como cadete en el Regimiento provincial de Burgos y en 1743 ya combatió en Italia. En 1762 se le destinó a Montevideo, cuya guarnición vigilaba la colonia portuguesa, es decir, inglesa, de Sacramento. En 1770, con el grado de coronel, su regimiento participó en la expedición a las Malvinas comandada por el capitán de navío Juan Ignacio Madariaga y cuyo propósito era expulsar a los británicos del asentamiento de Puerto Egmont. Como teniente coronel del Regimiento de Infantería del Rey formó parte de la operación de julio de 1775 contra el baluarte de piratas de Argel, donde recibió una seria herida en la cabeza. De regreso a la Península, sirvió como ayudante de campo de Martín Álvarez de Sotomayor, general en jefe del ejército empleado en el sitio de Gibraltar, entre 1779 y 1783, durante el que se le ascendió a brigadier. Cuando acabó esa operación, con fracaso español, Gutiérrez tuvo el consuelo de compartir un gran triunfo: en junio de 1783 se le nombró gobernador militar de la isla de Menorca, recuperada a los británicos en esa misma guerra, y gobernador de Mahón, donde se encontraban algunas de las mayores fortificaciones de Europa levantadas por los invasores y que él se encargó de demoler por orden de Carlos III. En 1784, su mando se extendió a Mallorca. Después de siete años, en 1790 se le destinó a Canarias como comandante general y en 1793 se le ascendió a teniente general. Las referencias que hay sobre Gutiérrez González-Verona son propias de un oficial competente. En 1778, el conde de O’Reilly, inspector general de Infantería, escribió en un informe sobre el militar burgalés los siguientes elogios:
«Es íntegro en la conservación y administración de los fondos. Observa literalmente las ordenanzas, está amado y respetado de todo su regimiento. Tiene disposición para desempeñar con acierto cuanto se le confíe y es muy acreedor por todas circunstancias a ser atendido en su ascenso.»
Canarias había sufrido ataques de flotas de piratas y de países en guerra con España desde el siglo XVI. Francis Drake realizó dos de ellos. Y la nueva guerra iniciada en 1796 inducía a pensar que la Armada británica podría repetirlos de nuevo. Por fortuna, el teniente general Gutiérrez, que conocía la potencia y las estrategias del enemigo, a la vez que las peculiaridades defensivas de una isla, en vez de pensar en su retiro, se dedicó a preparar la defensa. El día de Todos los Santos publicó el aviso del estado de guerra. La capital del archipiélago disponía para su defensa de dos castillos y de catorce fuertes y baterías, que reunían ochenta y cuatro cañones y siete morteros. Junto a trescientos soldados veteranos del batallón de infantería Canarias, Gutiérrez tenía ochocientos cuarenta milicianos de infantería y otros doscientos cinco de artillería. Esta era una tropa voluntaria cuya efectividad dependía de su entrenamiento, su moral y sus mandos. También se establecieron rondas y se colocaron vigías.
El dominio británico del Atlántico fue, en parte, una suerte para Gutiérrez, pues concentró más fuerzas en la isla. Unos transportes que llevaban reclutas a Cuba se quedaron en Santa Cruz. El 23 de enero se refugiaron en el puerto dos fragatas de la Real Compañía de Filipinas, la San José y la Príncipe Fernando, que venían a España con sendos cargamentos de productos asiáticos; el 26 de mayo lo hizo la corbeta de guerra de la Armada francesa La Mutine; y el 21 de julio arribó el bergantín correo Reina María Luisa. Las dotaciones de los barcos se incorporaron a la defensa. Entre las armas de los barcos y los arsenales de la isla, los españoles y sus aliados franceses acumulaban abundantes fusiles, bayonetas y municiones; los campesinos movilizados acudieron con sus rozadoras y hachas.
En abril y junio, los ingleses de Jervis realizaron dos incursiones para reconocer Tenerife y apoderarse de los mercantes y sus tripulaciones en la misma bahía de Santa Cruz. Gutiérrez sabía, por tanto, que una poderosa flota enemiga navegaba entre Lisboa y Canarias y que había escogido la única ciudad fortificada del archipiélago como uno de sus objetivos. Si caía Santa Cruz, caerían todas las islas.
LA CONDUCTA TEMERARIA DE NELSON
La escuadra de Nelson alcanzó Tenerife la noche del 21 al 22 de julio de 1797. La primera operación consistió en un desembarco simultáneo en el muelle de la ciudad y en el barranco del Bufadero en la madrugada del sábado 22. El viento adverso y la artillería española impidieron a las treinta y nueve lanchas acercarse a la costa. Ante la inminencia de la batalla, las mujeres y los niños huyeron a La Laguna y otras poblaciones cercanas.
En el segundo intento, en la mañana del 22, los ingleses por fin pisaron tierra. Desembarcaron unos mil doscientos soldados y marineros al mando del capitán de navío Thomas Troubridge en la playa de Valleseco. Su plan era tomar las alturas para tirotear desde ellas el castillo de Paso Alto. Pero los invasores descubrieron que los españoles se les habían adelantado. Debido a la imposibilidad de desalojarles y al fuego que recibían, incluso con cañones de pequeño calibre, Troubridge ordenó la retirada y el reembarque.
Nelson no aceptó el fracaso y preparó un tercer golpe mucho más arriesgado y propio de su carácter: un ataque frontal a la ciudad. Gutiérrez no se dejó sorprender y trasladó las tropas de las alturas a la ciudad. El teniente de la milicia Francisco Grandi Giráud, al mando de la artillería en el bastión de Santo Domingo, en el castillo de San Cristóbal, tomó una decisión crucial: abrir una tronera en dirección a la playa contigua al muelle y colocar en ella un cañón de dieciséis libras llamado «El Tigre.» Un nuevo barco se unió a la escuadra de Nelson; sus nueve unidades tenían casi cuatrocientos cañones. El centro de la línea defensiva de la plaza española no alcanzaba los ochenta.
A las once de la noche del veinticuatro de julio, un grupo de lanchas y el cúter Fox, transportando a casi la totalidad de los marineros y fusileros de la expedición, se dirigieron al muelle y la playa contigua, donde se levantaba el fuerte de San Cristóbal, en cuyo interior estaba el general Gutiérrez. Nelson cometió la imprudencia, para el jefe supremo de una operación, de dejar su puesto de mando en el Theseus, nave artillada con setenta y cuatro cañones. Abordó una de las lanchas y se colocó en la línea de fuego. El viento y las corrientes dispersaron las embarcaciones. Solo tocaron el muelle cinco de ellas, en una de las cuales iba Nelson. Aunque los remos iban cubiertos con tela para tapar el ruido, se dio la alarma desde la fragata de San José y el castillo de Paso Alto. Los españoles concentraron el fuego de sus armas sobre los invasores. El cañoneo hundió el Fox con casi un centenar de hombres a bordo, cuyo pecio aún no se ha hallado. Y ahí fue donde la metralla disparada por el cañón «El Tigre» le destrozó el brazo derecho a Nelson. De haberse tratado de un marinero o soldado, o incluso de un oficial de rango inferior, Nelson habría muerto desangrado en el bote o en la playa, pero al tratarse del jefe de la escuadra y, además, de un jefe querido, sus marineros le trasladaron en seguida al Theseus. Allí, el médico le amputó el brazo por encima del codo y el despojo se arrojó al mar. Después de una dura resistencia, los atacantes se rindieron a los defensores, que hicieron más de treinta prisioneros.
Mientras Nelson perdía su brazo, unos ochenta hombres mandados por Troubridge desembarcaron en la caleta de la Aduana, donde hoy se encuentra el Cabildo de Tenerife, al sur del fuerte. El grupo mayor, de unos quinientos hombres, trató de desembarcar en el barranco Santos, pero allí, un lugar llano y sin fortificaciones, había situado Gutiérrez a su mejor tropa: el Batallón Canarias, dirigido por el teniente coronel Juan Guinther. Los ingleses se toparon con una trampa. El fuego enemigo, entre el que sobresalió el cañón manejado por el piloto Nicolás Franco, les obligó a reembarcarse y marchar a la playa de las Carnicerías, más al norte, y cuyos defensores, unos sesenta soldados destinados a Cuba, se retiraron al ser superados en número. Esta columna se unió a la pequeña fuerza de Troubridge, que tomó al asalto el convento de Santo Domingo para disponer de un edificio donde refugiarse. Comenzó así una batalla confusa debido a la oscuridad de la noche. Don Antonio y sus oficiales trataron de rodear a los ingleses. Los civiles capturados por los invasores contribuyeron a la desmoralización de estos al hinchar el número de fuerzas españolas hasta los ocho mil.
Entre los valientes, sobresalió el cabo de milicias Diego Correa que, al frente de cinco combatientes más, apresó a veintitrés británicos, una bandera y un cañón, y encima desfondó dieciocho lanchas varadas en la playa.
Al amanecer, Nelson trató de enviar refuerzos en quince lanchas, pero el teniente Grandi hundió dos de ellas a cañonazos y las demás se retiraron.
Troubridge vio el fracaso del último desembarco y también la acumulación de tropas y cañones en torno al convento, y antes de las seis de la mañana del día de Santiago decidió capitular para no arriesgarse a ser masacrado junto con sus hombres. Gutiérrez les concedió una rendición muy ventajosa: se les permitió reembarcar con sus armas y banderas a cambio del compromiso británico de no volver a atacar las Canarias. Un oficial español y otro británico fueron al Theseus para informar a Nelson, que aceptó. Mientras tanto, los españoles dieron pan y vino a los prisioneros y curaron a los heridos. Para el traslado de los ingleses a sus barcos se emplearon lanchas canarias, puesto que las de los invasores habían sido o hundidas o desfondadas. El militar español terminó de asombrar a los enemigos ofreciendo un almuerzo a los oficiales derrotados, gesto que copiaría Nelson al año siguiente con los franceses en Abukir. La generosidad de Gutiérrez, aparte de ser característica de los ejércitos del Antiguo Régimen, se explica porque no quería mantener unas docenas de prisioneros a los que alimentar y que podían constituir una quinta columna en caso de repetirse un ataque.
El último acierto de los militares españoles fue el de hacer creer a los invasores que se habían enfrentado a una enorme guarnición, y para ello organizaron una gran parada militar en la plaza de la Pila, con soldados, milicianos, marineros franceses, paisanos, banda de música y cañones. En su informe al almirante Jervis, recién conde nombrado de San Vicente, Nelson afirmó que le vencieron ocho mil españoles y cien franceses, cuando la cifra auténtica fue de solo mil setecientos. Los españoles tuvieron veinticinco muertos, de los que ocho eran milicianos y seis paisanos; los británicos registraron más de trescientos cuarenta, casi el 40% de los atacantes, aunque Nelson pudo haber ocultado muertes a Jervis, más las lanchas perdidas y el Fox hundido.
De nuevo nos preguntamos: ¿todo este esfuerzo para capturar un mercante con sedas o piezas de plata?
El trato entre Gutiérrez y Nelson fue propio de caballeros. Intercambiaron regalos y Nelson se ofreció a portar a Cádiz la carta de Gutiérrez en que daba cuenta de su victoria. Los revolucionarios franceses estaban eliminando esta cortesía que atenuaba en algo los horrores de las guerras.
Llenó de orgullo, el general Antonio Gutiérrez le escribió al erudito local José Viera y Clavijo:
«Los nivarios han tenido la gloria de derrotar a un enemigo poco acostumbrado a ser vencido y que han conseguido bajo mi mando.»
El historiador John Keegan confirma la opinión de Gutiérrez al describir así el ambiente en la Royal Navy121:
«La victoria era un modo de vida para los marineros que servían a las órdenes de Nelson. Consideraban inferiores a todas las razas; y la victoria sobre las mismas, por la cual estaban dispuestos a luchar sin tregua, era para ellos el único resultado posible.»
Pues en Canarias, los británicos sufrieron un revolcón dado por una de esas razas inferiores, incluso en inferioridad de condiciones. Y es que nunca hay que despreciar al enemigo.
El burgalés solicitó a Carlos IV la encomienda de Esparraguera de la Orden de Alcántara, que el rey le concedió. Falleció soltero en 1799 y está enterrado en la capilla de Santiago de la Iglesia Matriz de la Concepción de Santa Cruz. Su proeza y la de los tinerfeños quedó postergada por la avalancha de acontecimientos que se sucedieron a partir de entonces: paces, nuevas guerras, invasiones, derrocamientos, matanzas… El olvido de su servicio llegó al punto de que en 1892 Le Petit Français illustré publicó que fue una bala francesa la que rompió el brazo a Nelson.
En cambio, Nelson no fue reprendido por su derrota, ni por sus superiores ni por el pueblo británico. Regresó a Inglaterra, donde se recuperó de su herida. En marzo de 1798 se reincorporó al servicio, volviendo al bloqueo de Cádiz, que se prolongó hasta 1802, y luego se le envió en busca de la flota francesa que trasladaba a Napoleón y un ejército a Egipto. Justo un año después del ataque a Tenerife, el 1 de agosto, obtuvo una gran victoria sobre los franceses en la bahía de Abukir, en la que sufrió otra herida, esta vez en la cabeza. Precisamente, algunos historiadores franceses aseguran que Bonaparte aprobó la expedición a Egipto después de que el rechazo del desembarco en Santa Cruz desvaneciera en él la creencia en la invencibilidad de la Royal Navy. A Abukir los historiadores británicos la han calificado como la batalla naval más decisiva del siglo XVIII. John Keegan sostiene que solo se puede comparar con la destrucción de la flota imperial rusa por Japón en la batalla de Tsushima en 1905. Si Nelson hubiera muerto en Canarias, el comandante que hubiera dirigido la flota inglesa, ¿habría encontrado a los franceses? ¿Y se habría atrevido a realizar la audaz maniobra de Nelson, que le dio la victoria, de enviar parte de sus barcos entre la escuadra francesa y la costa?
Como premio por la resistencia frente a los británicos, Carlos IV elevó la ciudad a municipio independiente en noviembre de 1797. Le otorgó además el nombre de Santa Cruz de Santiago de Tenerife en conmemoración a la fecha, y tres cabezas de león a su escudo en recuerdo de los asaltos sufridos por parte de otras tantas escuadras inglesas: la de Robert Blake en 1657, la de John Jennings en 1706 y la de Horatio Nelson en 1797. Este último ataque se conmemora con diversas fiestas y representaciones, pero apenas se conoce fuera de Canarias122. El cañón «El Tigre» se conserva en un museo local.
En el siglo XIX, España perdió todo su Imperio. La victoria del general Gutiérrez quizás impidió que la primera amputación fuesen las Canarias. Solo por eso, la batalla de Santa Cruz de Tenerife, la «Gesta del 25 de Julio», debería ser tan honrada por los españoles como lo es ya el triunfo de Cartagena de Indias.
117 Agradezco al doctor Eduardo de Mesa Gallego esta cita.
118 SÁNCHEZ DE TOCA, José María y MARTÍNEZ LAÍNEZ, Fernando: El Gran Capitán. Gonzalo Fernández de Córdoba, Edaf, Madrid, 2015, p. 15.
119 KAMEN, Henry: Imperio: la forja de España como potencia mundial, Aguilar, Madrid, 2003, p. 543.
120 RIPOLL VALLS, Vicente: Presentación, en AA. VV. La Gesta del 25 de Julio de 1797, Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife, 1997, p. 9.
121 KEEGAN, John: Inteligencia militar. Conocer al enemigo, de Napoleón a Al Qaeda, Turner, Madrid, 2012, p. 75. En el capítulo dedicado la persecución de Nelson a la flota francesa del almirante Brueys, Keegan también omite la derrota de su compatriota en Canarias.
122 Esta batalla la ha recreado en una novela histórica titulada El fuego de bronce el escritor Jesús Villanueva Jiménez.
Los españoles del Imperio no se limitaban a ser unos tipos temerarios, chupacirios y amargados, como en las novelas de Alatriste. Para descubrir América, atravesar el Pacífico o dar la vuelta al mundo (y volver a España para contarlo), hay que tener agallas, sí, pero no son los únicos atributos imprescindibles. El valor necesita de conocimientos para adentrarse en el horizonte. Los descubridores, conquistadores y misioneros no solo sabían orientarse en el mar y la selva, calculaban disparos de cañón y hablaban lenguas extranjeras. Junto a ellos, o justo detrás, marchaban arquitectos, ingenieros, juristas, botánicos, médicos, latinistas, impresores, astrónomos, matemáticos… Sorprenderá al lector saber que España, mientras gobernó su Imperio, fue una de las mayores potencias científicas del mundo. Cito a un profesor británico:
«La monarquía española de la época dedicaba al desarrollo científico un presupuesto comparablemente superior al del resto de naciones europeas. El imperio del Nuevo Mundo era un vasto laboratorio para le experimentación y una inmensa fuente de muestras. Carlos III amaba todo lo referente a la ciencia y la técnica, de la relojería a la arqueología, de los globos aerostáticos a la silvicultura. En las últimas cuatro décadas del siglo XVIII, una asombrosa cantidad de expediciones científicas recorrieron el imperio español. Expediciones a Nueva Granada, México, Perú y Chile reunieron un completo muestrario de la flora americana. La más ambiciosa de aquellas expediciones fue un viaje hasta América y a través del Pacífico realizado por un súbdito español de origen napolitano, Alejandro Malaspina.»123
Para dirigir un imperio como el español, hacían falta archivos y burocracia, una enorme marina y un potente ejército, cientos de almacenes, docenas de puertos, miles de leguas de carreteras, más infinidad de tribunales, hospitales, universidades, mapas, correos, astilleros, hacienda… Todo ello implicaba estudiar los nuevos pueblos y las nuevas tierras y estar al tanto de todo tipo de hallazgos, fuesen geográficos, como corrientes marítimas, naturales, como alimentos, militares, como la fragata, y médicos, como la quinina y la vacuna. Es decir, curiosidad y crítica, principios fundamentales de la ciencia. En la actualidad, Estados Unidos dispone de una marina y un ejército casi omnipotentes, dedica cantidades ingentes de dinero a la investigación, desde la farmacéutica a la espacial, y atrae ingenios de todo el planeta. Lo mismo hizo España en su esplendor. Y una de las frases que mejor expresaron esa unión la escribió Bernardo Vargas Machuca, que en su obra Milicia y descripción de las Indias (1599), incluyó un grabado de un hidalgo con un compás, símbolo de la ciencia, en una mano y una espada, símbolo del valor, en la otra con el lema: «A la espada y el compás, más, y más, y más y más.»
La pregunta que uno no puede evitar hacerse cuando conoce este trabajo de los españoles en el campo científico es a qué se debió el desplome del Imperio y la nación en el siglo XIX, en beneficio del otro Imperio rival que comenzaba su expansión mundial, el británico.
Hacia 1789, cuando en Francia empezaba a rugir la revolución, España le disputaba a Inglaterra el primer puesto en numerosos campos navales, científicos y militares. Comenzaron poco después en Europa las feroces guerras desencadenadas por los revolucionarios. Los españoles entraron en ellas en la guerra de la Convención (1793-1795). La derrota de Napoleón en Waterloo no cerró este ciclo bélico en España, pues aquí se alargó con las guerras de emancipación de las provincias americanas (1808-1824) y la civil entre carlistas y liberales (1833-1840). Al darse el Abrazo de Vergara entre los generales Maroto y Espartero, España había perdido todo su Imperio —salvo varias islas—, y gran parte de su patrimonio material; y además, había caído en la irrelevancia internacional. En 1845, en el castillo de Eu, el rey Luis Felipe I y la reina Victoria decidieron con quién podía casarse la adolescente Isabel II. Si la Monarquía española no podía escoger sus bodas, no se puede considerar exagerada la frase del embajador Olivié de que «la entrevista de Eu simboliza el momento en que nuestro país ocupa uno de los puestos más bajos en el escalafón de las naciones»124. El siglo XIX concluyó con el Desastre, en que se perdieron los restos del Imperio a manos de los Estados Unidos que habían nacido a la independencia gracias a España.
Un embajador español le dijo a un rey francés que en España «el rey y el reino eran uno», mientras que en Francia cada ciudad era como una república, celosa de sus privilegios y renuente a colaborar con el resto del país y la monarquía. En el cenit de su poder, la Monarquía Hispánica no necesitó recurrir al reclutamiento obligatorio para sus Tercios hasta el siglo XVII. La Corona española, educada en el deber y el sacrificio, podía escoger para su servicio a los mejores hombres de medio continente.
A diferencia de lo que sostiene determinada historiografía tradicionalista, el XVIII fue un siglo beneficioso para España: desarrollo naval y económico, expansión en América y el Pacífico, derrota de los piratas berberiscos, reforma de la Administración, crecimiento demográfico, creación de un cuerpo de funcionarios de golilla separados de los grandes linajes… La línea de política exterior más criticable fue el empeño de los Borbones en recuperar los estados perdidos en Italia. Sin embargo, también los pueblos se agotan. La excelente clase dirigente española, que comenzó con los ministros José Patiño (1666-1736) y el marqués de la Ensenada (1702-1781) y alcanzó su apogeo con el conde de Aranda (1719-1798), el conde de Floridablanca (1728-1808) y Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811), fue barrida por el favorito de Carlos IV, Manuel Godoy. La decadencia llegó al extremo de que el príncipe de Asturias, Fernando, conspiró contra su padre, para lo que no vaciló en colaborar con Napoleón. Los cortesanos españoles de 1808 destacaban por su cobardía, su egoísmo, su incompetencia y su corrupción. Muchos funcionarios en América compartían los mismos vicios de Madrid, como José de Iturrigaray, virrey de la Nueva España (1803-1808), y Rafael de Sobremonte, virrey del Río de La Plata (1804-1807). Fernando de Borbón podía ser el modelo para todos ellos, pues cuando se descubrió la primera de sus conspiraciones, en octubre de 1807, delató a los implicados y suplicó el perdón a su padre:
«He delatado a los culpables y pido a Vuestra Majestad me perdone por haberle mentido la otra noche, permitiendo besar sus Reales pies a su reconocido hijo.»
El regreso de Fernando VII después de la guerra de Independencia consagró la división de la antes unida sociedad española en torno a la religión y la Corona. El monarca no tenía otro objetivo que mantener su poder absoluto. Se fiaba tan poco de los españoles que en 1824, el año de la batalla de Ayacucho, en que los separatistas vencieron a las últimas tropas realistas en América, instaló en España varias guarniciones formadas por unidades de la expedición de los Cien Mil Hijos de San Luis. Su programa de gobierno se resume con sus palabras, sacadas de un decreto de 1826: «...que desaparezca para siempre del suelo español hasta la más remota idea de que la soberanía resida en otro que en mi real persona.»
El rey se convirtió en la cabeza del partido absolutista y frente a él surgió el partido de los exaltados, vinculado, además, a organizaciones secretas como la masonería y los comuneros y a las embajadas, sobre todo la británica.
Con semejante soberano, no cabe esperar sino un comportamiento similar por parte de sus súbditos. En 1806 y 1807, las fuerzas de la Corona y el pueblo del virreinato de La Plata, dirigidos por Santiago de Liniers, derrotaron dos intentos de invasión inglesa, igual que Blas de Lezo en Cartagena. Unos pocos años más tarde, la Junta rebelde de Buenos Aires pidió ayuda a los antiguos enemigos. Los británicos aplicaron una versión suave de su imperialismo: renunciaron a las conquistas territoriales, salvo las Malvinas, y se conformaron con poner a su servicio la política y la economía argentina. Cuando los Gobiernos republicanos no pagaban sus deudas a las empresas o los bancos extranjeros, Londres y otras potencias recurrían a la «diplomacia de la cañonera» y bloqueaban los puertos.
En el reinado de Isabel II (1833-1868), mientras las demás naciones de Europa levantaban instituciones estables, España, como sus antiguas provincias de Ultramar, se entregaba a los generales y al caos. Así lo explicó Emilio Castelar:
«El partido moderado es Narváez, el progresista Espartero y Prim, la Unión Liberal O’Donnell o Serrano. Si ellos no mandan, somos tan débiles que no podemos vivir; nos parecemos a aquellos antiguos vándalos que adoraban una espada puesta de punta en el suelo. Esto no sucede en Europa: el imperio francés es un imperio militar en medio de una gran democracia, y, sin embargo, lo manda un abogado; el imperio británico es el más grande imperio que hay en el mundo, y sin embargo, lo manda un orador, ayer un novelista; Prusia no tiene más fuerza ni más frontera que sus bayonetas, y sin embargo, la manda un diplomático; el barón de Beust sostiene hoy maravillosamente en pie el cadáver del Austria que se caía a pedazos; Italia no se conoce a sí misma desde que ha pasado el poder de las manos de Cavour, Rattazzi y Ricasoli a las manos de Menabrea, Cialdini y Lamármora. No hay militares en el gobierno más que en Rusia, porque allí no se conoce la libertad política, y en España, porque aquí nos vamos dando trazas de predicar mucho la libertad civil y de desconocerla y vulnerarla siempre.»
En el reinado de Carlos V, las Cortes de Castilla fueron el primer Parlamento europeo cuyos representantes provenían todos de la burguesía. Unos siglos más tarde, los españoles, desde sus príncipes a sus buhoneros, practicaban la religión de la espada.
Los enfrentamientos entre facciones políticas, comunes en el resto de Europa durante el siglo XIX, por la lucha entre tradicionalistas y liberales, en España se enconaron hasta desembocar en varias guerras civiles y numerosos pronunciamientos, que causaban vergüenza a los más perspicaces. Las banderías no se limitaban a carlistas contra liberales, anticlericales contra católicos o republicanos contra monárquicos, sino que sajaban todos los bandos. Al general Prim lo asesinaron unos compañeros de logia y Castelar cayó de la presidencia de la I República por la envidia de otros cabecillas republicanos.
A Stanley Payne le sorprendió el faccionalismo del liberalismo español del siglo XIX en contraste con el mismo movimiento liberal en Estados Unidos y el Reino Unido, y lo atribuye a
«la naturaleza altamente personalista de una sociedad española que revelaba un sesgo pronunciado hacia el egocentrismo, a la que, por ejemplo, no le resultaba natural el individualismo objetivamente disciplinado y autolimitado del mundo anglosajón. Las mutuas antipatías y la falta de colaboración entre las facciones del Partido Liberal terminaron por condenar la causa de la reforma y, en definitiva, al partido mismo»125
En cambio, gran parte del mismo pueblo español en el Imperio, tanto entre los aristócratas como entre plebeyos, dieron su patrimonio y hasta su vida «por Cristo» y «al servicio del rey.» Los pueblos cambian, unas veces a mejor y otras a peor. Los Reyes Católicos mudaron la clase dirigente corrupta de Enrique IV por otra honrada y sacrificada. En el siglo XIX, muchos ministros y cortesanos entraron al servicio del Estado pobres y murieron ricos, cuando en los siglos anteriores ocurría lo contrario.
DE «LIBERTADORES» A «ENEMIGOS PÚBLICOS»
Lo mismo pasó en América. A partir de 1800, el vicio del mal gobierno se convirtió en costumbre entre los pueblos hispanos, con independencia de regímenes o países. Los fundadores de las repúblicas se adornaron con impresionantes sobrenombres, como libertadores, hijos de la patria, beneméritos o titanes del Pacífico, que no se encuentran en los Reyes de España. El presidente de Estados Unidos no tenía más título que este. Por el contrario, los generales hispanoamericanos, empachados ellos y sus aduladores de lecturas sobre los romanos y la Revolución francesa, adoptaron títulos que dejan pequeño al de rey: generalísimo de las Américas, protector, director supremo, gran mariscal, triunviro, presidente del supremo poder ejecutivo o emperador. Incluso el título auto otorgado de dictador palidece ante los adjetivos que se le unen: dictador plenipotenciario, dictador supremo y dictador perpetuo.
Como cabría esperar, la vida y el final de los «libertadores» de la América española se distinguió también de los que tuvieron los «Padres Fundadores» de Estados Unidos. Esta generación, una de las más inteligentes y capaces que ha visto la humanidad, construyó sobre las Trece Colonias una democracia que no ha conocido ni una dictadura en dos siglos y medio. Los George Washington, John Adams, James Madison, John Jay, George Marshall, James Monroe y muchos otros, desempeñaron cargos políticos, como senador, gobernador estatal, secretario de Estado o Hacienda, presidente del Tribunal Supremo, o presidente de la República, y cuando murieron lo hicieron ancianos y, por lo general, respetados por sus compatriotas. Por el contrario, los principales caudillos hispanoamericanos murieron de forma violenta, en la cárcel o en el exilio.
Francisco Miranda (1750-1816), sin duda el más culto y viajado de los rebeldes a la Corona, estuvo tan bien relacionado con el Gobierno británico que recibió de este subvenciones para destruir el Imperio español. Padeció la frustración de ser entregado por sus subordinados, entre ellos Simón Bolívar, a los realistas por haber aceptado en 1812 la capitulación de San Mateo. Murió abandonado por todos en el arsenal de La Carraca, en Cádiz.
Agustín de Iturbide (1783-1824), oficial del Ejército del rey combatió a los insurgentes de Nueva España, y los venció, hasta que se convirtió al independentismo y unió a las elites de la sociedad novohispana en el proyecto de crear una nueva nación bajo una monarquía conservadora. Se proclamó fugaz emperador constitucional en 1822 y fue derrocado antes de un año. Un decreto aprobado por el Congreso le calificó como «enemigo público» del país que había liberado y le condenó a muerte si regresaba del exilio. Como lo hizo, se le aplicó, sin darle derecho a juicio, y fue fusilado. Para establecer el nuevo régimen, Iturbide se alió con uno de los principales jefes rebeldes, el general Vicente Guerrero (1782-1831), que alcanzó la presidencia en 1829. Su mandato duró aún menos que el reinado de Iturbide. Cuando salió de la ciudad de México para hacer frente a un intento español de reconquista, su vicepresidente, Antonio Bustamante, apoyado por un grupo conservador, consiguió que el Congreso le destituyese. Guerrero mantuvo una guerra de resistencia hasta que fue capturado. Se le condenó a muerte y ejecutó.
El gran mariscal Antonio José de Sucre (1795-1830), vencedor del último virrey español en Ayacucho, fue elegido presidente de Bolivia; pero no desempeñó el cargo más que dos años, porque fue derrocado, herido de bala y apresado en una sublevación en la capital, y marchó a Quito desencantado con semejante ingratitud. Durante la crisis de desmembración de la Gran Colombia, unos desconocidos le mataron en una emboscada en Berruecos.
Simón Bolívar (1783-1830) bien puede tener una vida paralela con Manuel Godoy, el ministro de Carlos IV: en la cumbre de su poder ambos recibieron desmesurados elogios y honores, por lo que su caída fue más estrepitosa. En 1813, en Mérida se le aclamó como «Libertador» y desde entonces usó ese sobrenombre. Ocupó las presidencias de Venezuela, Perú, Bolivia y la Gran Colombia. En cuanto las autoridades y tropas realistas se rindieron, estallaron las enemistades entre los patriotas, a duras penas contenidas hasta entonces, como prueba la ejecución del general Manuel Piar en 1817, que Bolívar aprobó. Muchos de sus compañeros de armas y de los comerciantes que le habían apoyado durante las guerras de independencia rechazaron su proyecto de unión continental, debido a intereses de campanario y a consignas extranjeras. Después de elevarse a la condición de dictador de la Gran Colombia en 1828 con el título de «Libertador Presidente», Bolívar sufrió un intento de atentado, del que, alertado por su amante, escapó saltando por la ventana del palacio presidencial de Bogotá. Se condenó como responsable del magnicidio frustrado al vicepresidente de Bolívar, el general Francisco Santander, otro de los próceres de la independencia. Bolívar le condonó la pena de muerte por el destierro. En 1828, como Libertador Presidente de la Gran Colombia declaró la guerra al Perú, que se había vuelto en su contra, y, al principio de 1830, Venezuela, su tierra natal, se separó de la Gran Colombia. Harto de traiciones y rencillas, Bolívar renunció a sus cargos y trató de marchar a Europa. La noticia del asesinato de Sucre, al que consideraba su sucesor, agravó su estado de salud. Murió en diciembre de tuberculosis. En su última proclama, reivindicaba que había trabajado «con desinterés» para instaurar «la libertad donde reinaba antes la tiranía» y para mantener la unidad de Colombia ofrecía su muerte y recomendaba la eliminación de los partidos. El mensaje destaca por su pesimismo y decepción. En cambio, el presidente George Washington, en su discurso de despedida pronunciado en 1796, casi veinticinco años antes que la carta de Bolívar recomendaba a sus compatriotas vigilar los partidos mediante la «opinión pública», no aplastarlos, y anunciaba que estaba seguro de disfrutar de su retiro bajo leyes sabias y un Gobierno libre.
José de San Martín (1778-1850), que pasó de combatir por Fernando VII en Bailén a hacerlo en su contra, se opuso a la guerra civil en Argentina, razón por la cual el cabildo de Buenos Aires no le permitió entrar en la ciudad para reunirse con su esposa enferma y luego le consideró un conspirador. Marchó al exilio en Europa en 1824 y se estableció en París. En una confirmación del aforismo del pensador colombiano Nicolás Gómez Dávila de que «las revoluciones tienen por función destruir las ilusiones que las causan», cuando se produjo el pronunciamiento de 1848, San Martín, se refugió en Boulogne-sur-mer, donde murió.
Después de liberarse de España, los criollos chilenos se liberaron de su padre de la patria, Bernardo O’Higgins (1776-1842), hijo de un virrey del Perú. Antes de ser derrocado y provocar un enfrentamiento, renunció a su cargo de director supremo de Chile en 1823 y se exilió a Perú, donde proseguía la resistencia del virrey José de la Serna. Como había quemado su fortuna en conseguir la independencia, vivió de una hacienda cerca de Lima que se le cedió por influencia de San Martín. Solicitó al Gobierno chileno que le reconociera sus grados militares y le devolviera parte de su fortuna.
Peores estrecheces que O’Higgins pasó Manuel Belgrano (1770-1820), el más devoto y honrado de los patriotas: fue perseguido en la guerra entre unitarios y federales posterior a la derrota realista y murió en Buenos Aires en la pobreza extrema.
Sin embargo, no podemos explicar la decadencia hispana únicamente por la degradación de la política, por el enquistamiento de la envidia entre los gobernantes, por los manejos de los agentes extranjeros en los gobiernos o por los quilombos entre yorkinos y escoceses. Los españoles, que habían fabricado los mejores barcos y cañones de Europa, fueron superados por los ingleses. Gran Bretaña se convirtió en el primer país industrial, donde constantemente se descubrían nuevos inventos y se fabricaban tejidos para todo el mundo. Las vagonetas de carbón galés acabaron siendo más importantes que las vagonetas con plata americana. Si el sol español se recuperó de la pérdida de Flandes, en cambio no pudo desvanecer el negro humo de las chimeneas de Liverpool y Birmingham, que acabó por ocultarlo.
«REVOLUCIÓN INDUSTRIAL»
En el siglo XVIII, mientras España recobraba su larga paz interior después de la guerra de Sucesión, en Gran Bretaña la dinastía de los Hannover y el partido whig tenían que recurrir a la fuerza para mantenerse en el poder. Hasta la derrota de los jacobitas en 1746, el trono y el régimen estuvieron vacilantes, y las sucesivas guerras internacionales tuvieron suerte cambiante. Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XVIII se produjo un acontecimiento que daría la primacía política y económica a los británicos durante el siguiente siglo y medio: el nacimiento de la Revolución Industrial. El economista Juan Velarde Fuertes subraya el atraso de España y de otros países europeos respecto a esta novedad que cambió la faz de la Tierra.
«El conjunto científico-tecnológico, en suma, es impropio de un país que entraba en la Revolución industrial. Aparte de la agricultura, lo que existía en España eran servicios —encabezados por los transportes—, artesanía e industria de la construcción. Nada parecido a lo que ya existía en Inglaterra, con carriles desde 1745 y ruedas de hierro para los vagones de hulla desde 1755. Otros ejemplos de novedades tecnológicas inglesas los tenemos en el puente de hierro forjado de Darby-Wilkinson, de 1770; recuérdese además que la máquina de vapor de Watt es de 1765-1788; que el gas del alumbrado de Murdock es de 1792; que el horno de pudelar primero —el coque se empleaba ya desde 1709— es de 1786; que la prensa hidráulica de Bramah es de 1796, y la máquina de atornillar de Maudsley, de 1797; que la fábrica de ácido sulfúrico de Ward es de 1736, y la de cemento de Smeaton, de 1756; que la lanzadera mecánica de Kay es de 1723 y que la famosa Spinning Jenny de Hargreaves es de 1767 y la no menos célebre Cotton Gin es de 1793, y que la Soho Foundry funcionaba desde 1759 y la Northampton Cotton Mill desde 1764. El contraste lo tenemos en la Memoria de la Junta de Calificación de los Productos de la Industria española presentados en una exposición en Madrid, ya en 1827. Las medallas de oro se conceden a fabricantes de paños, franelas, tejidos de seda y tisúes; de pianos; de papeles pintados; de loza —Alcora—; de curtidos y de fornituras militares. En toda la larga relación, nada hay que se semeje a lo que antes de 1808 crecía en Inglaterra. España, pues, era un país pobre, al margen del progreso económico que entonces se iniciaba»126.
En los siglos XVII y XVIII, sentencia Velarde, «en España nada se había avanzado, en lo económico», aunque la población había crecido hasta alcanzar los once millones de habitantes hacia 1800, una cantidad similar a la de Gran Bretaña. El principal producto de exportación era la plata novohispana, un producto minero que se reexportaba sin apenas valor añadido. Los españoles usaban la plata para intercambiarla por los bienes que necesitaban y no producían. Un caso similar al de los países petrolíferos que se limitan a vender el crudo, muchas veces incluso sin refinar. El reformismo borbónico en la Administración y la legislación, la industria y las infraestructuras no pudo salvar la distancia con Inglaterra y Países Bajos, cada vez mayor a medida que transcurría el tiempo, pues la tecnología y el capital, una vez que empiezan a rendir efectos, aceleran el progreso.
Entre los responsables del atraso español se encuentran las clases altas y, sobre todo, la Universidad, institución nacida para investigar. Cuando en 1844 las Cortes solicitaron un informe sobre los caminos de hierro, los tres miembros de la llamada comisión Subercase (el presidente, Juan Subercase Krast, incluyó en ella a su hijo), recomendaron un ancho de vía mayor que el usado en Francia. Los tres ingenieros no habían tendido ni un kilómetro de vía férrea, no habían salido de España para obtener experiencia o conocimientos ni hablaban inglés, la lengua en la que se estaban produciendo los avances. En los años posteriores, cuando aún se estaba a tiempo de rectificar, la Escuela de Ingenieros, por corporativismo, defendió el «Informe Subercase», que condenó a España y Portugal al aislamiento ferroviario con el resto de Europa127. En el siglo XVIII, el espíritu científico en España se refugió en el Ejército y la Armada, del que es cima el marino Jorge Juan y Santacilia. En 1800, España tenía un PIB por habitante ligeramente inferior al de Francia (89%), Italia (90%) y Alemania (94%), entonces muy atrasada, que puede justificarse por la mayor aridez del clima y la orografía de la península. Sin embargo, respecto a los países más desarrollados, el PIB español per cápita se quedaba entre un 40% y un 50% del británico y un 40% del neerlandés.
Los reinos hispanoamericanos, ya retrasados respecto al progreso industrial y tecnológico europeo en 1800, aunque gozaran de mejor nivel de vida que en Prusia, Suecia o Hungría, empeoraron su situación desde la independencia. México exportaba únicamente plata y, más tarde, petróleo; Venezuela, petróleo; Chile, cobre; Guatemala, café; Argentina, ganado; Cuba, azúcar; Perú, guano y salitre… Con tan pocos productos, a los que apenas aportaban valor añadido, las nuevas repúblicas tenían que financiar sus Administraciones, incluidos servicios que antes prestaba la Corona (Ejército, Armada, embajadas, deuda pública…), y además desarrollarse. Dado lo limitado de sus recursos económicos, se convirtió en habitual el recurso al endeudamiento. La industrialización hubo de esperar al siglo XX y vinculada a capitales extranjeros o al Estado. En España el crecimiento de la economía y la renta per cápita se produjo a mediados del siglo XX, en un momento en que coincidieron la apertura de los mercados internacionales, el aumento de población, el crédito exterior y la estabilidad política. Pero la diferencia entre la España europea y las Españas americanas es que la primera alcanzó la industrialización y el bienestar, mientras que varias de las segundas mantienen, con excepciones, unas cifras de pobreza y desigualdad sangrantes.
La derrota de las Españas frente al Imperio británico era, por tanto, cuestión de tiempo. La entrega del comercio, la economía y la política a sus agentes ya fue decisión de cada gobernante.
El siglo XIX trajo otro desastre para España, concomitante con la desaparición del Imperio y el atraso económico. La historia nacional «se encuentra sometida a un movimiento pendular de aislamiento y ecumenidad desde sus más remotos orígenes», como expone Luis Díez del Corral. A medida que los españoles de entonces se dividían en bandos políticos y se enzarzaban en guerras civiles —animados en ocasiones por quienes habían sido sus enemigos seculares—, se retiraban del mundo. Se enclaustraron dentro de una ciudadela casticista en la que resonaba la frase de Ángel Ganivet «noli foras ire; in interiore Hispaniae habitat veritas»128. Así triunfó cuatro siglos más tarde la «repugnancia a la universalización de España» que Gregorio Marañón achacó a los rebeldes comuneros, y con consecuencias en todas las facetas de la vida. Únicamente cuando abandonó ese aislamiento físico y mental, España se incorporó a los países más desarrollados. Sin embargo, desde hace unas décadas unas fuerzas poderosas están tratando de convencer a los españoles de que se arrimen otra vez a la sombra de sus campanarios, porque el sol al otro lado del valle quema mucho.
123 FERNÁNDEZ-ARMESTO, Felipe: Los conquistadores del horizonte, Destino, Barcelona, 2006, pp. 430-431.
124 OLIVIÉ, Fernando: La herencia de un Imperio roto. Dos siglos de política exterior, Fundación Cánovas del Castillo, Madrid, 1999, p. 13.
125 PAYNE, Stanley G: Alcalá-Zamora. El fracaso de la República conservadora, Fundación Faes, Madrid, 2016, p. 251.
126 VELARDE FUERTES, Juan: «El coste de la guerra y su incidencia en la Armada», en La Marina en la guerra de la Independencia, II y III, Instituto de Historia y Cultura Naval, Madrid, 2010.
127 Ver MORENO FERNÁNDEZ, Jesús: El ancho de vía en los ferrocarriles españoles. De Espartero a Alfonso XIII, Toral Technical Trade, Madrid, 1996. Y mi artículo «¿Por qué el ancho de vía español es más grande?», Libertaddigital.com, 9 de febrero de 2016. Accesible en https://www.libertaddigital.com/cultura/historia/2016-02-09/pedro-fernandez-barbadillo-por-que-el-ancho-de-via-espanol-es-mas-grande-78066/.
128 DÍEZ DEL CORRAL, Luis: El rapto de Europa, Alianza, Madrid, 1974, pp. 124 y 125.
24. ¿QUÉ NOS QUEDA DEL IMPERIO?
La guerra de 1898 entre España y Estados Unidos duró poco más de cien días, entre los meses de abril y agosto. Por el tratado de París, negociado en diciembre, Madrid reconocía la independencia de Cuba, que pasaba a ser ocupada por el vencedor, y cedía a Estados Unidos los territorios de Puerto Rico, Filipinas y Guam, la mayor de las islas del archipiélago de las Marianas. Los negociadores españoles tuvieron que aceptar las condiciones impuestas por Washington, porque se temía que la reanudación de las acciones militares supusiera ataques a otros territorios en el Atlántico y el Mediterráneo, en concreto a las Canarias y las Baleares. Pero no concluyó aquí la agonía española. Al año siguiente, cuando aún no estaba ratificado el tratado de París (lo que se hizo en abril), España cedió al II Reich alemán los archipiélagos que le quedaban en el Pacífico: las Carolinas y las Marianas.
Así fue expulsada España del continente que había descubierto, conquistado y poblado, y del mayor océano del mundo cuyos navíos fueron los primeros en atravesar de punta a punta.
En la época del imperialismo, cuando hasta pequeñas naciones como Bélgica, Holanda y Portugal tenían enormes posesiones en África y Asia, a España solo le quedaron la minúscula Guinea, el desierto del Sáhara frente a Canarias (donde no se hallarían los yacimientos de fosfatos hasta 1947129) y, luego, el Protectorado sobre la zona norte de Marruecos, que causó más desastres que beneficios. La última ampliación del territorio nacional se realizó en abril de 1934. Por orden del Gobierno cuyo presidente era Alejandro Lerroux, un destacamento militar al mando del coronel Osvaldo Capaz130 tomó posesión del enclave de Ifni, en la costa atlántica de Marruecos, casi en la misma latitud que la isla canaria Fuerteventura, a ciento setenta millas marinas al oeste.
Al poco de que Francia y España se retiraran de Marruecos en 1956 y el país africano recobrase así su plena soberanía, el territorio de Ifni fue atacado en noviembre de 1957 por los marroquíes. La campaña de defensa se prolongó hasta el verano de 1958 y en ella murieron en torno a doscientos militares españoles, aunque la opinión pública no se enteró de ella debido a la férrea censura aplicada por el régimen. El Ejército se limitó a controlar la capital, Sidi Ifni, y sus alrededores hasta que en 1969 se entregó a Marruecos.
En los años setenta, del pasado siglos XX, el Sáhara Español, convertido como Ifni en provincia en 1958, entró en el proceso de descolonización exigido por la ONU con el compromiso por parte de Madrid de organizar un referéndum de autodeterminación en el que la población local (con un censo informatizado) se pronunciara sobre su futuro. Marruecos, que había reclamado el territorio como propio, aprovechó la agonía del general Franco, en el otoño de 1975, para presentar el caso en el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya. Aunque el organismo le negó la razón, el rey Hassán II montó una protesta pacífica, la «Marcha Verde», que penetró en el Sáhara. El Gobierno español no quería involucrarse en un conflicto en el norte de África y negoció con Marruecos y Mauritania el traspaso de la antigua provincia, acto que la ONU no ha reconocido, por lo que España sigue siendo de iure la potencia administradora. En febrero de 1976, se arrió en Villa Cisneros la última bandera española.
Después de más de cuatro siglos, ¿le queda algo a España de su Imperio?
Todo poder político que se asienta en un estrecho trata de dominar la otra orilla y cuando se debilita puede perder las dos. El emperador Diocleciano asignó en el 298 el norte de África, la provincia de Mauritania Tingitana, a la diócesis de Hispania. El reino de Toledo trató de dominar las plazas de Tánger y Ceuta, y peleó por ellas contra el Imperio Romano de Oriente. El naciente imperio musulmán se apoyó en Ceuta para saltar a la península en el 711. Durante Al-Ándalus, los Omeya en su esplendor controlaron territorios del norte de África, como parapeto contra los bereberes y el califato fatimí. Los almorávides se desparramaron por las tierras andalusíes desde Algeciras. Entre los siglos XIV y XV, Gibraltar osciló entre el emirato nazarí de Granada y Castilla, hasta que en 1462 la reconquistó el duque de Medina-Sidonia. El rey Enrique IV lo incorporó al patrimonio real. Y la reina Isabel, en su testamento, encareció a sus herederos que «siempre tengan en la Corona o Patrimonio real de ellos la dicha ciudad de Gibraltar, con todo lo que le pertenece e no le den ni enajenen, ni consientan dar ni enajenar cosa alguna de ella.» Por el mismo principio geopolítico, otro duque de la casa de Medina Sidonia, Juan Pérez de Guzmán (1464-1507), encargó a Pedro de Esturpiñán la conquista de Melilla en 1497, y la ofreció a los Reyes Católicos.
El rey portugués Sancho II (1223-1248) concluyó la reconquista y Enrique el Navegante persuadió a su padre Juan I para conquistar Ceuta como base para comenzar la expansión marítima por el Atlántico. La ciudad, que se habían disputado los emiratos de Granada y de Fez, fue conquistada en 1415. Permaneció bajo soberanía portuguesa hasta 1640, cuando se produjo la rebelión del duque de Braganza. Entonces, los ceutíes se pronunciaron por mantenerse dentro de la Monarquía Hispánica. El tratado de Lisboa de 1668 estableció la paz entre las dos naciones de la Península Ibérica. España devolvió Olivenza pero mantuvo Ceuta. En los siglos siguientes, Ceuta sufrió varios asedios por parte de los sultanes marroquíes, uno de los cuales duró treinta y tres años, entre 1694 y 1727, más un ataque en 1704 de la flota anglo-holandesa que apoyaba al archiduque Carlos y tomó Gibraltar. El recuerdo de los casi dos siglos y medio de soberanía lusa en Ceuta descolla en la bandera de la ciudad, que es una copia de la de Lisboa, y en su escudo, casi idéntico al de Portugal.
Entre los territorios de los que Felipe V tuvo que desprenderse en el tratado de Utrecht, estaban Menorca y Gibraltar, que quedaron bajo control británico. La isla balear fue conquistada en 1708 y los británicos la deseaban por el magnífico puerto de Mahón, que así les permitía vigilar la navegación en el Mediterráneo occidental. La isla estaba situada entre las bases navales de Cartagena (española) y Tolón (francesa). Los ocupantes estaban tan interesados en el puerto de Mahón que ampliaron la fortaleza que lo protegía, el castillo de san Felipe Neri, hasta convertirla en una de las mayores de Europa en el siglo XVIII.
La Corona española trató de recuperar la isla varias veces y al final lo consiguió por la Paz de Amiens (1802), gracias a la alianza con la Francia revolucionaria. Entre 1708 y 1756 fue ininterrumpidamente británica. En este último año, la conquistaron los franceses durante la guerra de los Siete Años, pero la derrota de los Borbones en esta guerra supuso que volviese a Gran Bretaña en 1763. Aprovechando la guerra de independencia de las Trece Colonias, una fuerza hispano-francesa la reconquistó en 1782. Para celebrar la victoria, Carlos III instauró la Pascua Militar. Después del tratado de Basilea (1795), la España de Carlos IV y Godoy se convirtió en aliada de la república francesa. En una nueva guerra, los británicos desembarcaron en la codiciada isla, vencieron a la guarnición española y volvieron a dominarla hasta 1802. Desde entonces, Menorca es parte de España.
La última ampliación territorial de la España peninsular consistió en la incorporación de Olivenza, en la provincia de Badajoz. Se trata de una ciudad y su comarca en la orilla izquierda del Guadiana, que nacieron leonesas en 1230 y en 1297, por el tratado de Alcañices, Fernando IV, rey de Castilla y León, entregó a Dionisio I de Portugal. A partir de entonces, la villa fue fortificada. En 1657, durante la guerra de la Restauración, la tomaron los españoles, pero tuvieron que devolverla a Portugal en 1668, a cambio de mantener Ceuta.
En 1801, Napoleón, primer cónsul, y Godoy pactaron la invasión de Portugal para eliminar a un aliado del Reino Unido que, además, no había aceptado participar en el bloqueo continental al comercio británico. En la primavera de ese año, un ejército franco-español invadió el país luso, cuyo Gobierno se rindió en menos de tres semanas. Entre las plazas tomadas por los españoles estuvo la de Olivenza. Esta campaña, que recibió el nombre de guerras de las Naranjas, concluyó con el tratado de Badajoz, por el que Portugal cedía Olivenza a España y le devolvía territorios ocupados en Misiones Orientales, en el virreinato del Río de la Plata. En 1801 y los años siguientes, Portugal incumplió su compromiso en América. Durante la guerra de la Independencia, los portugueses intentaron apoderarse de Olivenza, pero el duque de Wellington se lo impidió para no enajenarse a los españoles. La solución de la disputa se postergó hasta la derrota de Bonaparte.
En el Congreso de Viena se pretendió no solo restaurar los regímenes políticos anteriores a las guerras provocadas por Francia, sino recomponer las fronteras alteradas. Amparándose en esto último, Portugal intentó que las grandes potencias obligasen a España a retrocederle Olivenza, pero solo consiguió que se recomendase a las dos cortes ibéricas negociar al respecto. Las conversaciones se desarrollaron en París entre 1817 y 1819, y concluyeron sin alterar el estatus de la ciudad, debido, entre otros motivos a que Portugal había proseguido su expansión hacia el río de La Plata, en clara violación de otros tratados bilaterales, como el de Badajoz. A diferencia de lo hecho por España con la colonia británica de Gibraltar, el Ministerio de Asuntos Exteriores luso jamás ha planteado en foros internacionales como las Naciones Unidas o el Tribunal de La Haya la cuestión de Olivenza.
Gracias a que la corte portuguesa prefirió miles de kilómetros de llanuras sudamericanas a una villa extremeña, y gracias a que la monarquía española no se dejó enredar en discusiones diplomáticas, España creció un poco más junto al Guadiana. De haberse llegado a un acuerdo entre Madrid y Lisboa, España quizás hubiera recuperado territorios en lo que hoy es Uruguay, pero los habría perdido unos pocos años más tarde.
¿Y queda algo más? Sí, la lengua y la cultura españolas. Según las proyecciones demográficas, la lengua alemana y la francesa pueden desaparecer en cien años. Por el contrario, la lengua española es el segundo idioma del mundo con más hablantes nativos y el idioma extranjero cuyo aprendizaje es el más solicitado en Estados Unidos y Brasil. Alguien tan al tanto de las tendencias mundiales como el conde Alexander Marenches (1921-1995), director varios años del servicio de inteligencia francés, el SDECE, y luego asesor del presidente Ronald Reagan, envidiaba la fortaleza de la cultura hispana, una fortaleza de la que los españoles, tan aficionados a despreciarnos, no vemos.
«Un brasileño está en casa en Portugal. Y no hablemos de la Hispanidad. La Hispanidad representa de trescientos a trescientos cincuenta millones de personas que hablan español y que, por tanto, son de cultura española. Si un día —y lamentablemente está en camino de ser realidad— el francés, la lengua francesa, desapareciera de una gran parte de los países tradicionales donde estábamos fuertemente implantados arrastraría en su caída la cultura francesa, es decir, el papel de Francia.»131
Hoy, un español puede viajar por la mayor parte del antiguo Imperio usando un idioma casi idéntico al que empleaban Hernán Cortés, Andrés de Urdaneta o Jorge Juan. No es lo mismo que viajar como capitanes generales de la Corona, pero es un equipaje que nos envidian muchos europeos.
El cardenal Luis Fernández Portocarrero, por Juan Carreño.